sábado, 21 de mayo de 2011

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE, CON EL SILENCIO COMO META

Es de noche todavía. Un día más se dispone a nacer, una mañana que guarda celosamente la bolsa oscura del cielo. Su color, su calor, sus aguas, dependerán de la vieja placenta de la noche. Oscuridad cuajada de luceros, espejismo de la nada, viejo tapiz de estrellas que no existen, que han derramado su luz por el camino.

Hace mucho que no escribo. Me he mordido la lengua y aún no me he muerto, así que no debo ser muy venenosa. Mi sangre, si se amolda al presente, acepta estoicamente desde el hambre hasta el cianuro potásico. Y es que tengo en el corazón muchos artículos enquistados que me duelen muchísimo. Pero en esta jornada de reflexión, tiempo de demostrar hasta dónde da de sí la paciencia, comida por la tristeza, tenía que escribir aunque sólo fuera de la noche y sus misterios.

El lucero matutino marca un punto de luz y de esperanza. Una nubecilla ronda el pico más alto de los montes, allá por donde defendiera Omar Ben Hafsun sus territorios, más suyos que de nadie, cuando la Rayya era la Taha de Málaga y la Fuente Gorda de Comares daba un agua muy dulce para remojar los garbanzos.

El color naranja va recortando la silueta de la Hoya, tan malva y tan gris, de Málaga.  Aún no se ve el mar, su color es de monte líquido y agrisado. Mientras, reverberan las luces de la ciudad, dispuestas a ser engullidas por el sol. Aún quedan veinticinco minutos para su entrada y se difuminan ya las luces de flúor. Pocas bombillas incandescentes van quedando pero es tarde: la capa de ozono se ha vuelto una esclavina de hierro.

La nubecilla de Santo Pítar se está partiendo en diez cachitos que parecen plumillas de un ave extinguida. El mar se está volviendo azul y el cielo rosa, que ya viene el astro sol cantando por La Cala. De pronto, los árboles, que eran negros, son verdes de nuevo. Las casas azulean y una luz malva lo invade todo llenando mi corazón de humilde melancolía.

Otra vez se han vuelto a unir las nubecillas y han formado un trenecillo estelar de color malva, ese tren que sale sólo una vez en la vida y que nunca más vuelve a pasar por nuestros ojos. Como las miles de miradas vacías que nos echamos los humanos en las que nunca prendemos una chispa de amor, en las que nunca nos detenemos con humanidad, dejando así perder el cielo.

Ya está la luz aquí, aunque no ha llegado todavía el señor del fuego. Su presencia es tan importante que no se necesita a sí mismo para lucir. Sobre el mar lo ha dicho todo: claridad y transparencia.  Y ha devuelto la profundidad a las montañas. Es tan necesario, tan cotidiano, tan común su milagro. Sin embargo, para cuando salga yo me habré ido.

La nube, madre e hija de sí misma y de las nubecillas, ya convertida en asno, camina hacia el norte. Se perdieron las luces de la ciudad entre tantos colores. Las sombras, tan precisas, sólo cobran sentido cuando hay luz . Lo demás es vacío, formas informes, perdidas, abstractas, en la nada. Sólo los instantes son eternos.

Mientras escribía, la nubecilla asno se ha vuelto de oro. Y de pronto, el orto, retrasado por la línea quebrada de los montes, nos levanta en sus hombros al viejo sol, dueño de las sombras. Hoy ha necesitado una pértiga para salir a su hora de la Sierra de Tejeda.

La Maroma mira el incendio como yo, de rodillas.  Y la reflexión es total. Vamos hacia el vientre materno, tierra mía, que acoges cualquier muerte y la devuelves en flor, sueño o retama, en memoria de Dios, en algo eterno.

Desde el Garitón, con el silencio como meta, Mariví Verdú.

A mi amiga Pilar Bugella, a mi hijo Pedro, a mi nuera Cristina.

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