lunes, 26 de julio de 2021

ANA PEREA PÉREZ, IN MEMORIAM, por Mariví Verdú


Desde el pasado 19 de julio descansa en paz Ana Perea Pérez, la bisabuela Ana, después de una larga vida repleta de amor, valentía, buen carácter y conocimiento. Hoy, una semana después de su fallecimiento, recordándola en el día de su santo, quiero dedicarle mi pequeño homenaje en señal de cariño, admiración y respeto, un reconocimiento elaborado con palabras que es lo único que tengo siempre a mano y con lo que mejor puedo tejerle una labor para su ausencia, esa que no vemos pero que sentimos en lo más profundo de nuestros corazones. Hoy más que nunca, su huella y su falta se vuelven urdimbre y trama para mostrarnos el impresionante tejido de una vida ejemplar que contaba ciento tres años. Y eso es mucho que contar. Era pura vitalidad y simpatía, transmitía serenidad y una sabiduría que causaba la admiración de su propia familia y de la mayoría de casareños, villa donde residió hasta el final de su vida en la que no le faltó nunca el cariño de los suyos, de sus vecinos ni de su ayuntamiento que, desde su centenario, cada año lo ha celebrado obsequiándola con flores y recordándola en los medios de comunicación.  (La foto es del Ayuntamiento de Casares)

Recuerdo con ternura el día en que la conocí. Fue a finales del verano de 1997. Mi hijo Pedro, su novia Cristina (nieta de Ana) y yo fuimos a recoger un letrero tallado al pueblo de Benalauría. Lo habían encargado mis hijos a unos artesanos de la madera para la Casa-Mesón Durán y Verdú, aquel lugar en Calle Ángel que tantos y tan variados recuerdos nos provoca  como tristeza nos suscita. No era pensable ir al Valle del Genal, al bajo Genal, sin visitar a la abuela Ana, ni hubiera sido correcto. Yo deseaba conocerla y a Casares no se va todos los días. Además, no hubiera sido un día especial. Encontrarme con ella hizo que lo fuera: un día inolvidable. Conservo del encuentro tan grata memoria como unas bellísimas fotografías de la que comparto mi favorita.

Volví varias veces a Casares, el Día de Andalucía de 1999, a un recital poético en el que me acompañaron mi queridísima Rocío Moragas, poeta del grupo Cántico, y mi amiga de la infancia Pepi Triviño. Fui, como era de suponer, a visitarla. En julio de 2002 volví con mi hijo y mi nuera a pasar unos días en el valle y el 6 de agosto volvimos de nuevo. La abuela estaba en la casa de Los Pepes con su hija María Rosa. A pesar de sus ochenta y cuatro años tenía un aspecto extraordinario. Conservaba su piel tersa, libre de manchas, sus piernas limpias de varices y su pelo empezaba a ser gris hasta que se fue volviendo plateado, casi blanco, siempre precioso. Se ponía contentísima cuando iba a verla su familia y disfrutaba con los nuevos miembros que se iban sumando por amor. 


Me llamaba la atención con la agilidad con la que se movía y cómo caminaba por lo terrizo y se iba a pasear las riveras del río con sus babuchas negras y aquella ligereza inusitada... Sus ojos, vivarachos y limpios, eran como los de un recién nacido y sus manos hacendosas conservaban la agilidad de quien nunca paró de moverlas, siempre para dar vida y crear lo no existente, la sencillez del arte más primitivo y primordial de cuantos existen: el de las tareas más cotidianas, tan dignas. Aquellos días de estancia en el Genal fueron mágicos. Fue por entonces cuando escribí Río Genal, un canto íntimo que con tanto orgullo durmió en la mesita de noche de José Antonio Muñoz Rojas, mi admirado poeta, porque le gustaba...

En 2004 le dediqué un artículo en la revista “Calle del Agua”, un relato biográfico al que dí por título Hija de Banu Rabbah o “La Serrana” de Benarrabá. Fue un inmenso placer por lo que supuso conocerla íntima y profundamente a través de ahondar en su memoria en confesiones que iban naciendo solas al tirar un poco del cabo del recuerdo.  Tenía por entonces ochenta y siete años y la frescura de una rosa.
Estuve en su casa a primera hora de la tarde y la pasamos juntas entre preguntas y anécdotas, entre la alegría de estar y sentirse viva y y la profunda tristeza de la huella que paso del tiempo deja en todos nosotros. Su hogar era un fiel reflejo de ella: pañitos de croché, macetas a docenas, plantas cuidadas con tanto amor que alegraban las vista de cuantos pasaran por su puerta o subieran a su terraza. Era una casa viva.

“Mientras hablábamos, Ana sonreía como una eterna adolescente. Vive sola en su casa de Casares y conserva la maravillosa costumbre de las puertas abiertas. Está en calle Alta y tiene tres plantas antiguas con anchos muros y altas escaleras, con una entrada cuajada de macetas y un patio donde se encuentran plantas de toda variedad –corales o péndolas, geranios, aureolas, pilistras, begonias, etc.- plantadas con buena mano en cualquier recipiente: latas, ollas viejas, cazuelas cascadas, envases...Ana disfruta de una higuera salvaje que crece en la roca que comparte como parte de su casa. Da unos higos dulcísimos. Recogimos la mesa de la merienda mientras me contaba del frío de este año, de los modos y las formas de vivir, de las penas y las fiestas del pueblo.” (De "Calle del A
gua, 4).

Hubiese querido que me quedara a dormir pero yo había reservado habitación en la Pensión Plaza. Recuerdo que hacía frío, suelen ser bien fríos los inviernos en Casares. Había repartido el tiempo de mi estancia en la villa en la investigación del fandango casareño y en indagar en la biografía del cantaor “Niño de la Rosa Fina” pero Ana, tanto por su misterio como por mi preferencia personal, me brindó el mejor de los artículos y uno de los que me han tocado más profundamente en el alma.

Volvimos a vernos algunas veces, en un enlace familiar (estaba muy guapa, tanto como sus hijas) en 2007, y en 2008, en 2009, en 2010... pero ya nunca más fui la misma. Tal vez vuelva alguna vez al Valle del Genal, a sus “Gamonas”, a su Monte del Duque o a Los Pepes pero ya nada será igual sin ella. Ya nada es igual.


Se ha perdido la fuente,
la del viejo camino,
donde bebieron todos
los hombres de la aldea,

aquel agua apreciada
gota a gota que hizo
más fuertes a las hembras,
más frágiles los cántaros.

La que limpiaba heridas
a los niños de siempre
y en un cuenco de manos
les lavaba la cara.

Aquel agua tan dulce
que ablandaba garbanzos,
que dejaba de seda
la piel y los cabellos.

Ha sido mucho invierno
para la sed del monte,
mucho el agua vertida
por la arteria del agua.
 
Sepultado el venero
y en él los culantrillos
no queda de su paso
más que tierra mojada.

Entre cañaverales
crecidos  y tristeza
ha quedado el paisaje
de la fuente perdida.


A mi querida Ana Perea Pérez (Benarrabá, 14 de marzo de 1918 +Marbella, 19 de julio de 2021). Descansa en paz, bisabuela.

miércoles, 21 de julio de 2021

ABRELUCES, por Mariví Verdú


Pronto habrán pasado dos meses sin contarle al ficticio folio del ordenador mis confidencias, esas que tienen tanto que ver con inquietudes, alegrías o pesadillas. Sí, hace mucho que no me siento a teclear el corazón. Con lo que mis palabras significan no solo para mí, para muchos otros -ya sean escritores o lectores-. Sin ir más lejos, el pasado lunes -qué fracaso íntimo- vi publicado uno de mis hallazgos para lustrar texto ajeno encabezando su propio fraude. A ver quién llega antes a dejar por escrito sus carencias... Quede claro que no hablo de lectores lectores, para ellos siempre mi agradecimiento, hablo de otra clase de “lectores”, esos que no solo leen entre líneas sino que calcan ideas que, como es obvio, ni aplauden ni valoran hasta que no les ponen debajo su firma. Siempre buscando luces.

No a todos nos está dado el don de oportunidad. Menos aún el de la intuición y mucho menos todavía el de la impronta lúcida, el don de la espontaneidad. Si a estos dos últimos añadimos la dedicación, ahí surge todo. Yo agradezco este don mío: me basta con encender el ordenador y abrir el corazón, es como conectar un cable USB y dejar fluir la sangre entre los dos en un bombear de teclas y letras, ordenarlas como me da la realísima gana y después enviar el resultado lo más lejos que este invento me lo permita. Lo hago en horas en las que la tarifa de la luz es asequible porque ahora madrugar se ha puesto obligatoriamente de moda si no quieres que te sangren las eléctricas en el recibo. A mí no me resulta nada extraño estar a las cinco de la mañana delante del ordenador ni presenciar, agradecida, la salida del sol, esa que no me he perdido en los últimos veinticinco mil días y dió pié y título a mi entrada anterior. 

A poco que deje fluir mis sentimientos, se pone en marcha un laberinto de palabras dormidas, un pasillo verde que me lleva a la memoria y me saca de la rutina, esa que, llegada mi edad, dicen que tanta falta hace. Pues yo no la quiero y además no la necesito. La rutina me repele tanto o más que las tradiciones absurdas, esas que son casi todas las que tienen que ver con un pasado dictatorial y represor. Tampoco me gustan las que se han puesto de moda en democracia, las que, dándoselas de modernas y libres, arrastra a las masas como siempre, eso sí, otro tipo de gente, no tan aleccionada como las de mi quinta pero mucho más vacua de ideas y más loca que los pobrecitos que conformaban la sala 21. De todas las tradiciones mer quedo con las adoraciones al fuego, como en la antiquísima noche de las candelas, tan mediterránea y primitiva, y las pinturas en piedra, como en tiempos paleolíticos. Ni me gustan los santos de madera por la calle ni las carrozas con la gente ostentando libertad, semidesnuda, gritando y con copas en la mano como si sus hígados fuesen prestados. Yo no soy de ninguno de estos mundos, amo la palabra, el estoicismo y a las personas que tienen dos dedos de luces. Dios vive en los almendros y quien no lo vea ahí no podrá verlo en ningún sitio porque no está más que en los almendros. Si acaso, en el tacto de los pétalos de mi rosa malva. Si hubiera que seguir alguna rutina, que sea la del almendro, de la flor de enero a la almendra de agosto. 

Me doy cuenta de que el tiempo es finito y que, como dijera Josep Pla: Dejar algo para mañana es dejarlo para siempre. Sí, el tiempo se acaba, es finito, delgadísimo, como un hilo tensado a punto de quebrarse. Y lo es desde siempre, lo fue desde el principio, solo que la juventud no lo ve y en la madurez no da tiempo a verlo. Sabemos lo que es el tiempo en la niñez y a la hora del ahora, cuando el espejo te refleja la próxima canina, la que serás, la tuya, la que siempre fuiste, esa vieja que creo desconocer y que intuí una noche de otoño, con siete años, cuando me avisaron del pecado del mundo. Llovía aquel día en que me fue insuflada la tristeza. Había un gran charco en el camino de las Esterqueras. El ambiente se biselaba de un gris plateado como el que veo ahora en mis cabellos. Ese día me fue transmitido el dolor del mundo y cargué inevitablemente y hasta hoy con una cruz que contiene la vida entera. Dedicarse a la poesía es poco menos que un calvario. Y dedicarse a llegar el primero, una necedad. Todos vamos al mismo sitio. 



Desde un garitón en obras, con las tomateras de siempre en el huerto, hilando palabras

Mariví Verdú

 

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...