martes, 29 de diciembre de 2020

JUGANDO CON LA SOMBRA, por Mariví Verdú

El día veintisiete de septiembre de este siniestro año que está a punto de dar la boqueada, comencé un libro de poemas al que di por título “Descubriendo las sombras”. Creo que no he compartido ninguno de ellos todavía y puede que no la haga nunca. Hay tantas cosas que se me quedarán en el tintero, en los cajones o simple y llanamente no sucederán: viajar de nuevo a Venecia, guisar la fideuá, ponerme tacones, prometer cosas o dejar algo para mañana... Hace casi quince años me di cuenta lo poco que dista la vida de la muerte, solo un suspiro y ¿cuánto dura un suspiro? ¿qué espacio de tiempo se necesita para pasar de un estado a otro: de la voz al silencio, del calor al frío, de la mirada a la clausura definitiva de los ojos? Nada, un instante y se abre la eternidad. 

Hoy, veintinueve de diciembre, tan cansada como cualquier día después de aquel mes de mayo, me dispongo a despedirme del año sin guardarle rencor, con muchísimo dolor pero perdonando sus días, ese acumulado de fechas que conforman mi vida. No será así con las personas, indignas de mi perdón, que intentaron amargarme la vida. A esas, que las perdone Dios. Mi calendario lleva ya más de cincuenta años con navidades tristes y mi vida se convierte en un cementerio de fechas, en una monstruosidad si no empiezo a olvidarlas todas y a vestirme de vida, de la vida que me queda y que quiero disfrutar al sol de esta recacha que me he ganado a pulso y que existe gracias a mis padres y a mi trabajo. Y que pude conservar con la ayuda económica de mi hijo y de mi nuera que pararon el triste proceso de expulsión, de expropiación de una tierra tan batallada, un rinconcito del que no quiero salir si no voy con los pies por delante. Aún así, muerta ya, quedaré en el almendro para siempre, aunque los que vengan detrás les importe un pito el lugar de mi descanso eterno. Si no le ha importado ni a la propia familia el sitio de los muertos anteriores ¿a quién mierda le va a importar? A pesar de todo, volveré cada año en flor como mi madre vuelve en violeta, mi padre en uva, mi tía en jazmín y mi hijo en piedra y matorral detrás del muro, que no en mi corazón. Aquí -y señalo mi pecho- es solo belleza y bondad. 

Hay una inglesa que lee mi blog y que se atreve a recomendarme el ir a un siquiatra. Yo me meo en ella y de paso me cago en toda su casta. Es fácil recetar desde los palcos. Es fácil tildar de enfermas mentales a las personas con las que jamás sentirás un grado de empatía. Hay mucha gente en el mundo que come y caga, que compra mucho, muchísimo, y contamina y se cree que el agua del mundo es para su ducha. Gente que de vez en cuando folla y se cree que lo de amar pasa solo en las películas. Creen en las cosas materiales y se aferran a ellas de tal forma que morirse significa tener que dejarse aquí lo único que les ha importado en sus vidas por lo que se mueren pataleando, dando golpes a diestro y siniestro y queriéndose llevar consigo a todo el que pilla por delante. Hay gente para todo pero la de los consejitos me repatean el hígado. Qué se los metan por el mismísimo. Una vez fui a un siquiatra, estaba atormentada, criando hombres sin saber siquiera qué es un hombre, sin medios, improvisando, una joven inexperta que temía perder el juicio. Resultó que el médico que me atendió estaba totalmente ido de la olla, no me miró en ningún momento y no me hizo ni una pregunta después de ¿Qué te pasa?, solo decía: sí, sí, sí ¿qué más?...no sé si es que le parecía poco lo que le estuve contando... Sin embargo, al despedirnos, me reveló un secreto maravilloso: cuando te quedes sin aire, piensa que todo el que existe es para ti. Igual no estaba tan loco. Yo tampoco lo estaba. No volvió a darme ninguna crisis de ansiedad, me limité a respirar y es lo que sigo haciendo. Respiro mucho y profundamente mientras mando a tomar por culo a todo aquel que no me quiere y viento a la farola al que no me lo demuestra. 

Aún comparto mi mesa con quien me trae el pan tierno de la amistad. Y hay rosas todavía, las tengo de olor, de pitiminí, de arriba España, malvas y fuxias; hay violetas, margaritas y un sin fin de variedades que la tierra me regala y yo acepto agradecida. Por ellas sobrevivo y a ellas me encomiendo, son lo que más se le parece a mi alma. 

 Desde El Garitón, rozando nubes y pasendo por una alfombra de hierbas, Mariví Verdú

miércoles, 23 de diciembre de 2020

TESIS SOBRE LA TRISTEZA, por Mariví Verdú


Dos mil veinte se acaba. Se va sin gloria y con tantas penas que no habría forma de enumerarlas. Ha dejado tanto horror a su paso que estamos deseando que llegue la Nochevieja y le sumemos un uno a este veinte del infierno. Nos ha pasado un año por encima del que solo tuvimos dos meses para vivir y diez para morir, dos meses en los que disfrutamos una vida de verdad y los demás de dolor, miseria y mucha, muchísima, tristeza. Dos mil veinte deja ante los que aún lo podemos contar un panorama tan desolado, tan angustioso y tan sumamente frío que está calando nuestros huesos. Un helor y un miedo que no se nos quitará en la vida. La frialdad con la que hemos encajado las muertes ajenas quiero considerarlo una consecuencia de nuestra impotencia, al menos eso espero, y no una pérdida en masa del corazón humano. 

Mi soledad, este anticipo del frío total que nos espera a los mortales, no logra hallar consuelo. Si no pudiera escribir, acabaría como Pavese. La vejez es una etapa para vivirla acompañada aunque haya excepciones que, casi siempre, acaban malamente. Más tarde o más temprano necesitamos ayuda porque así es la naturaleza del ser humano: no podríamos sobrevivir si nos abandonaran los primeros años de nuestra vida y tampoco podemos hacerlo si nos ocurre en el ocaso. Lo sé por experiencia y lo confirmo observando a mi alrededor. La soledad puede llevarnos al delirio, a la pérdida de empatía y al abandono. Es normal que hayan muerto miles de personas en residencias: las que no mató el virus murieron de soledad y pena. Añoro aquellos tiempos de mi querida abuela Victoria. Ella vivió y murió con nosotros. Por entonces los mayores eran todavía parte integrante de la familia y vivían con dignidad y respeto en su seno. Aunque yo sé, salvo la excepción que confirmará la regla, que mi generación es la última que ha cuidado de sus padres hasta el final de sus días. Por eso, estos tiempos del desamparo me duelen tanto que he tomado la noticia de la legalización de la eutanasia con tal satisfacción que, paradójicamente, me pareció una noticia alegre. La tomé con más ilusión que la del divorcio en su día. Espero no tenérmela que aplicar pero, llegado el día, no tendré ninguna duda ante la “no vida”. Vivir en el desamparo no es mejor que morir con plena conciencia del acto definitivo de la despedida. De todas formas, solo adelantaríamos la hora, cosa que hacen con nosotros cuando le da la gana quien leche sea. 

Espero que algo cambie en este dos mil veintiuno. Lo deseo con todo mi corazón. Dos mil veinte me está costando tanto digerirlo que acabaré enfermando. Tal vez los niños y jóvenes puedan ir olvidando -en el supuesto de que haga su efecto la vacuna y mejoren las cosas- pero los de mi generación y los más mayores no nos recuperaremos nunca. Nada podrá devolvernos los amigos perdidos, el tiempo perdido, la fe perdida. Por eso huelo a tristeza -huelo porque transpiro tristeza-, mis palabras suenan a tristeza, como y bebo tristemente, leo tristemente, escribo, hablo, me muevo tristemente y guiso con tristeza. Mi mirada la ha ocupado una tristeza desvaída que se ha hecho con mis ojos y no me los devuelve. Respiro y exhalo tristeza, me acuesto con la tristeza y con ella me levanto. Navego en un barco llenito de tristeza y adonde miro no veo más que eso, una tristeza infinita. 

Entre la vida y la muerte hay una línea finísima. Solo necesitamos un golpe de suerte que es, a la postre, quien decide. Nuestra única protección es seguir a rajatabla las órdenes dadas en este estado de alarma que vivimos y no tentar demasiado al demonio puñetero.Y es que la muerte y su cara viva, el desamparo, han aprovechado cualquier brecha, cualquier excusa, para argumentar y excusar lo que nos hemos ganado a pulso con esta vida deshumanizada. Todo es justificable y sombrío, hasta los actos más ingratos. Por eso ya no quiero nada de este mundo. Solo pido que me dejen en paz y que nadie ose despojarme de éste humilde vestido de tristeza que me cubre el cuerpo y el alma. Y que me dejen seguir escribiendo para entretener mi espera. 

Solo espero la bienvenida de los cigarrones. 

Desde Garitón, el 23 de diciembre de 2020, con las últimas rosas del invierno y un prado de violetas donde mi madre se entretiene mientras escribo, Mariví Verdú.

Foto: Pedro Durán Verdú

martes, 8 de diciembre de 2020

CACTUS DE PASCUA, por Mariví Verdú

Son las cinco y cuarenta y nueve de la mañana. El aire viene pegando fuerte, cortando la cara. Llega helado, a menos cinco grados, desde la Sierra de las Nieves y azota cuanto pilla a su paso. He salido a la terraza para recoger la ropa que tendí ayer tarde. También he recogido las macetas, mi Santa Teresita y mi helecho treinta nudos. Han estado a punto de volarse, como los trapos y los platos  que cuelgan de la pared y que eran de mi madre. Yo misma he estado a punto de salir volando, a pesar de haberme puesto la bata y la bufanda para cubrir mis tres mil doscientas cuarenta y cinco onzas. He estado a pique de de coger una pulmonía en este ventisquero que tengo atrás. Cuando me levanté lo hice con la intención de sentarme a escribir un rato pero he cambiado de parecer después de volver del aire: me voy a hacer un cafelito. 

Me acabo de tomar el café bien calentito con una torta de aceite y almendras. Ya es otra cosa. Las ideas se empiezan a templar y nacen con más ganas de hacerse palabras. Sin embargo, llevo ya mucho tiempo en que todo lo que escribo me parece insípido. No me contento con nada y hay cosas que no quiero hacerlas pública para no compartir con nadie la vieja herida, aquella que no se acaba de cerrar y que últimamente es grande y dolorosa, abierta entre mis costillas, entre el corazón y el hígado, como de lanza, esa llaga que no tiene cura. Los acontecimientos últimos han ulcerado hasta las palabras y no puedo escribir sin que sangren. 

Se acerca la Navidad, en un par de semanas estaremos en ella y en tres será Nochevieja. Dos mil veinte ha sido un año que nació para el olvido. Todos queremos huir de él, dejarlo atrás, olvidarlo. Yo también quiero que acabe pero en el fondo siento una inmensa piedad por él, por lo que ha significado para todos nosotros, para toda la humanidad. Hay fechas que se vuelven malditas sin que ellas tengan culpa de nada. La culpa la tenemos nosotros que tanto nos gusta contar, medir, pesar, poner número y calificativo a las cosas, incluso al padre de todo lo creado y de todo lo desaparecido, a ese viejo de pelo cano que se llama tiempo y que yo prefiero pintar hoy con la ternura y el candor de un recién nacido. 

Y de nuevo vuelvo a escribir sin decir nada. Ni siquiera he aprendido bien el oficio, a pesar de haberle dedicado medio siglo. Escribir dando la medida del corazón, eso es lo que sigo pretendiendo, lo que intenté durante toda mi vida y aún no he conseguido. Ahora solo doy de sí mucha décima repipi, mucho verso y pocas nueces. Sin embargo, lo que quería decir era bien fácil, lo entiende todo el mundo y se puede memorizar porque se escribe usando pocas letras: cinco para salud, cuatro de amor, tres de paz, dos de tú, una de "y" y algunos puntos suspensivos... 

Escribir, describir, abrir, sentir... escribir sin fingir, sin mentir, sin dormir. Intuir, compartir, bendecir... escribir, escribir, escribir...

Y yo sigo creyendo que lo lograré algún día, tal vez entre los almendros. 

Desde El Garitón, el día 8 de diciembre de 2020, esperando que salga el sol,
Mariví Verdú

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...