martes, 28 de agosto de 2018

MI DICCIONARIO PREFERIDO EMPIEZA POR M, por Mariví Verdú

Madrugar: amar decidida, incondicional, apasionadamente y sin objeciones la mañana.

Mi diccionario preferido empieza por la M de madrugar, un verbo que conjugo en presente y que me gusta soñar en un futuro siempre que me encuentre sana y consciente. Sin lugar a dudas, cada día me siento más hermana del Sol y de la Luna, tan cercana de Eos como de Aurora y es Mater Matuta la diosa absoluta de mi tiempo, de mi vida. El tiempo y la vida se unieron en mí hace ya sesenta y cinco años (veintitrés mil setecientos treinta y nueve días en los que incluyo los bisiestos. No cuento el amargo amanecer de mayo ni los nueve meses que viví en el vientre de mi madre, porque ese tiempo corría extrañamente en un sentido opuesto a las agujas del reloj). Desde entonces vivo atenta y agradecida a la luz, atónita, maravillada ante la alborada, despierta al ser de día y dispuesta al sacrificio.

    

No sé los motivos que la vida tiene para seguir instalada en mis venas ni el encargo que me hicieron antes de nacer, parece ser que no lo he cumplido todavía. La verdad es que se me olvidó hace mucho tiempo -tendría yo unos seis años o cosa así de inocencia- y, por más que intento recordar, no consigo acordarme de la misión encomendada. Tal vez por eso sigo buscando cristalillos de colores, piedras, conchas, maderas, piñas y nubes. Sigo haciendo miles de cosas, desde la carpintería a la fabricación de compost, pasando por la artesanía y rozando la agricultura, por todo cuanto es susceptible de dar respuesta a mi cuestión vital: saber a qué he venido. Por este motivo sigo atenta, a ver si en algún momento me llega la revelación.  Otro de los menesteres es el de leer libros, tal vez por si en alguno encuentro la clave secreta que me haga recuperar la memoria. Tengo el convencimiento de que todo está en ellos y que han habido muchos sabios en el mundo que dejaron escrito su conocimiento del misterio de la existencia. Estoy segura de que alguno me ayudará a descubrir la razón de la mía. Entre tanto, ahondando en lo cotidiano, imaginando respuestas, intento conocer el secreto de las cosas pequeñas, sencillas y necesarias para el avance óptimo de la vida (por algo titulé mi libro de relatos corrientes -que no vulgares- “El poder de las cosas pequeñas”). En ésta última etapa concedida me parece esencial, antes de despedirme, dar con el sentido de mi vida y no dejarla pasar como un absurdo, un accidente o una insoportable obligación de respirar y aguantar la tragedia.  

Llegue o no ese momento en que se me haga saber la naturaleza del olvido, tengo razones demás para dedicarle unos minutos a rendirle honores a la luz. Soy su hija legítima y heredera de su sombra; prima hermana del color azul, amiga íntima del verde y loca por el amarillo. Adoro los atardeceres naranja, por lo que está implícito mi amor al rojo. Vivo apegada al monte, a ese monte malva que oscurece el último, y me limito a dar gracias con los pájaros por cada día vivido, esas  veinticuatro horas mágicas del reloj que agradezco trabajando, pensando en el sencillo devenir de la vejez que va llegando pensativa e irremediablemente. Sobre un fondo de tierra sombra natural y bajo un cielo azul Eastmancolor perforado de luces lejanas, dejo que pase este tiempo extraordinario que quiero que me pille escribiendo, pintando y cuidando mis gallinas mientras aparecen dulcemente las rosas del almendro.


Desde El Garitón, en un tímido retroceso a la niñez, invadida de rosas quemadas, recordando que soy una niña mayor, jubilosamente triste, Mariví Verdú.

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