lunes, 23 de noviembre de 2020

TEMPLANDO MI ESPÍRITU, por Mariví Verdú


Escribir hoy, con lo que sé además de lo que sabía ayer, es un despropósito. Me dan unas terribles ganas de llenar este archivo en blanco de ternos y palabrotas que solo harían mancharlo para después tener motivos de arrepentimiento y eso no me lo permite mi oficio, este que no es otro que encauzar las palabras hacia lo que son, hacia el fin para el que fueron creadas que no es otro que hacernos entender y ya sabéis el refrán: a buen entendedor, pocas palabras bastan. Sí, dan ganas de blasfemar pero Dios no tiene la culpa y las palabras que salen de nuestra boca nunca pueden volver atrás. Aunque mucho peor son los hechos y sus consecuencias. Esos sí que no tienen vuelta atrás. Aunque exista el perdón ¿Quién reparará el daño causado? Para las lágrimas vertidas no hay marcha atrás. No hay vuelta de hoja. Solo cabe el olvido o el perdón. 

En resumidas cuentas, la historia va hacia adelante. De lo hecho, cada cual que apechugue con lo suyo. Quien no tiene corazón, no sufre pero hay sufrimientos de los que ninguno estamos exentos y este que nos ha tocado vivir es uno de ellos. Nadie está libre de que le entre esta zangarriana. No tiene mala leche ni ná. Y para más inri tenemos a una enorme pandilla de tarados que andan por ahí sin mascarilla, inventando nuevas formas de morirse o haciéndose los duros, como si la cosa no fuera con ellos. 

Hace unos días me mandó me hijo un post de esos que circulan por la red y que no sabe una si creerlo o no. Era de una chica entrevistando a otro joven:
-¿Podrás decirme algún escritor del 27? 
A lo que contesta el chico: -Pero si estamos en el 21, del veintisiete no hay ninguno aún.

Os juro que no me reí, aunque parece que está hecho para provocar risas. Lejos de eso me infundió una clase de tristeza y de miedo que no puedo traducirlo. Es un miedo que incluye el futuro de mi familia y el mío propio, de todos, estar en manos de ignorantes sumos, un peligro en cualquier rama que estos busquen un boquete para trabajar. Espero que no lleguen nunca a nada relativo a los trabajos sociales o asuman responsabilidades de las que dependa nuestra vida. 

Y hablando de responsabilidad: no me permito ningún movimiento que ponga en riesgo la salud de ninguno de los míos ni de los que me cruce por la calle. Cuesta trabajo restringir las salidas, estar encerrados, no podernos ver tanto como quisiéramos. Soy tan humana como cualquiera de los que estáis leyendo y sufro como vosotros. Me parece tan triste que el municipio donde vive mi hijo linde con el que alberga este despoblado Garitón, que no podamos vernos en dos larguísimas semanas y que ahora, como el que no dice la cosa, se conviertan en otras dos semanas y media más, en otro mes de muchísimos días -como si habitáramos Marte-, que comienzo este lunes con ganas de llorar. Y como tengo ganas y no está prohibido, lloraré.

Desde este rincón del alma donde se aburre el poema...Mariví Verdú

domingo, 22 de noviembre de 2020

DONDE REINA LA BIGNONIA, por Mariví Verdú

“El tiempo ha dejado de tener la medida de la infancia y se ha convertido en algo irreal y sombrío, como una masa viscosa y lúgubre que nos tapa la boca haciéndonos perder la noción de la vida. Miro hacia el pasado más reciente y me parece tan lejano, tan onírico, más cercano al Éxodo que al cielo prometido”... 

 “Aparcada al costado del centro de salud, dentro del coche, hago tiempo mientras espero turno para que me pongan la vacuna de la gripe y de la neumonía... ¿Habrá alguna que sirva para darle un poco de color al desencanto? Quisiera vacunarme de la rabia, de la desconfianza, del olvido...¡Ay, si existiera alguna que me dejara volver al dulce vientre de mi madre! 
 

Yo pasé el colorín cuando era chica, mi padre me traía los tebeos, los lápices alpino y me arropaba”... 

He escrito muchísimo en estos días de clausura, mucho, y he vuelto a la vieja costumbre de la libreta y el bolígrafo para desconectarme de la máquina y de las estupideces varias que en ella dormitan y despiertan nada más que la enciendo. No he tenido ganas de pasar lo escrito a la memoria del ordenador y mucho menos de hacerlo público en aquellas ventanas por donde no me entra el sol pero sí se escapa cualquier sentimiento sabe dios dónde. La negatividad se transmite más rápidamente que el optimismo y todo lo que he ido escribiendo tiene más que ver con el lado oscuro de la cosa que con la esperanza. Bien es cierto que siempre ando buscando la salida del túnel, buscando la verdad, ese estado luminoso que nos pone el alma en su sitio, pero, como es ya costumbre, tengo que pasar por lugares inhóspitos, por momentos terribles antes de dar con una gota de luz, con una brizna de aquella claridad que me anunciara Claudio Rodríguez en su don. 

Una vez llegando a éste tercer párrafo me obligo a ir concluyendo. Nadie es capaz de leer más de cinco minutos lo que pasa por un corazón cualquiera. Ni siquiera los de tu propia familia dedican más de dos minutos a la tristeza de esta vieja estrafalaria. Hay que asumir que hay dolores intransferibles y sentimientos tan propios que solo algunos elegidos son capaces de transmitir haciendo que la persona que lee desee estampar su firma debajo al sentirlos como suyos. Estos últimos, tan escasos como los primeros. 

He de decir, en honor a la verdad, que, a pesar de la oscuridad que trata de impregnarlo todo, tengo muchos motivos para despedirme con palabras de agradecimiento dando un baño de color a esta mañana de domingo en la que vuelvo a sentarme ante el ordenador. Además de escribir como posesa, llevo muchos días valorando el minuto como jamás lo hice y eso me parece algo buenísimo. Disfrutar del momento presente estando en él y sentirlo como el valiosísimo regalo que es, es digno del mayor agradecimiento. Sacar fuerzas de flaqueza para sonreír y cantar canciones infantiles dan como resultado cubrir de paz los días. Como consecuencia, he aumentado el número y la intensidad de mis poemas, he añadido retratos a la serie de acuarelas que estoy dedicando a mis amigos y he cocinado cada día. Y no solo porque tenga una sagrada obligación conmigo misma, la tengo con una pequeña y dulce criatura con quien comparto la mitad de mi tiempo. Emma pinta de colores mis mañanas y de preparativos mis tardes. Agradezco infinitamente su compañía. Missi, Maya y ella han estado a mi lado durante éstas dos últimas semanas de confinamiento municipal haciéndome grato cada instante. Y en cada respiración he dejado que mi imaginación vuele hasta el municipio colindante, hasta esa casa llena de amor donde vive mi pequeña gran familia, a oír detrás del auricular esas voces queridas que son mi verdadera música. 

Desde este rincón del mundo donde reina la bignonia, Mariví Verdú

domingo, 8 de noviembre de 2020

CUÁNTO QUEMA EL HIELO, por Mariví Verdú

Llevo varios meses, que son muchas semanas y más días desbordados de horas interminables, haciendo tiempo, dejándolo pasar porque va herido. Una actitud pasiva que no es otra cosa que impotencia ante el acoso y derribo que éste extrañísimo virus ha decidido declarar en contra de los seres humanos por toda la chata redondez del planeta. Esta inacción mía es obligada ante la dura realidad para la que no existe decisión alguna más que la sumisión y tomar las medidas oportunas para no ayudarle a la muerte a salirse con la suya tan temprano. 

 He dejado pasar el tiempo intentando templar mi espíritu para no hablar de la muerte así, en caliente -¡cuánto quema el hielo!-; he dejado pasar ese tiempo en el que cuesta creer lo sucedido y aún no se nota el rotundo vacío que marca en el corazón esa fecha fría como el mármol en el que los recuerdos salen del rincón vago y empiezan a traerte cosas que parecían olvidadas, que se nos habían borrado pero el dolor nos las devuelve con la nitidez propia de los que estamos en el umbral de la vejez, a un paso de ella y a muchísimos de aquella juventud donde se fraguaron amor y amistades, los sentimientos más hermosos, esos que arrancárnoslo supone desprendernos del alma. 

Cuando a los álbumes acudo en busca de la información que a veces olvida mi cabeza, el corazón cae en una terrible depresión sin ríos ni valles, como en un pozo donde lo único que veo reflejada sobre el negro espejo es mi propia cara. Otras veces pillo un atajo y acudo directamente a la propia tristeza, saturada de voces, esa que pone nombre y dibuja siluetas a mis muertos. He perdido a tanta gente querida, ya sea por este virus aterrador como por el maldito cáncer, por la inevitable vejez o por la soledad y el hastío que provoca la vida en sus últimos estadios, que este escrito se me podría volver un inmenso memorandum al que acabaría por dejar arrinconado por dolor y por falta de fuerzas. Por eso nombraré con mi boca cerrada a cada uno de ellos sintiendo la infinita tristeza del que, acorde con la naturaleza, vive y deja vivir sin pensar en el pecado ni en el cielo prometido pero con la grandísima alegría de haberlos tenido cerca y haberles ofrecido de vez en cuando un plato de comida, de haber compartido el pan y el vino y de haberles dado mis besos y abrazos más sinceros. 

Y voy a dejarlo aquí por mi bien, mientras mi casa huele a canela de Chaouen y a ras-el-hannout, yo me visto de claro para ir a ver a mi nieto y darle fuerzas de super abuela y no sepa lo vacío que se me está quedando el corazón. 

Con una claro paisaje pintado por la lluvia y despejado por el viento, desde El Garitón con una sola rosa de noviembre, Mariví Verdú 

*Al abuelo Fernando y a los amigos Antonio Arjona, José Miguel Sánchez Vicioso y Francisco Montoro.

sábado, 7 de noviembre de 2020

CONTRA EL OLVIDO, por Mariví Verdú

 Son las seis menos cinco de la mañana, es noviembre pero no hace ni chispa de frío. Aunque estamos a punto de despedir su primera semana, el aire otoñal viene caliente y corre como una exhalación tirando macetas y desnudando árboles. La lluvia, racheada y peligrosa, y el viento, violento y huracanado, acabarán siendo dañinos y dejarán a su paso inundaciones y destrozos amedrentando más, si es que cabe algo más, estos ánimos nuestros hartamente deteriorados por la pandemia. Parece que vinieran a dar la puntilla a una tierra desolada y a la entereza que empieza a flaquearnos. Maldito Covid que nos tiene a todos en vilo rozándonos con su espada, que fuera de Damocles, ahora más cerca que nunca. 

Dicen que hay borrasca para dos días más pero quién pudiera decir lo mismo de este virus que no sabemos cómo atajar. Últimamente ando muerta de miedo, no soy capaz de hilvanar dos palabras positivas y no me atrevo siquiera a respirar. Hacia donde miro veo ese mismo miedo en los ojos, siento los besos abortados tras las mascarillas y observo la quietud de unos brazos a los que les impedimos dos de sus básicas funciones: abrazar y trabajar. Las manos, llenas de caricias enquistadas, van del mando de la televisión a deslizarse por las pantallas táctiles del móvil como posesas, frustradas de no sentir el deseado tacto carnal, tan querido. Una vez más, la creatividad se convierte en tabla de salvación en este mar de espera que no sabe bien lo que espera y que siente la muerte en toda su crudeza, esa que ya no da tiempo de adornar y que nos acerca a nuestro verdadero reino animal del que vanidosamente nos erigimos reyes y del que somos el peor ejemplo de depredador, de aniquilador, de engreimiento estupido. 

He salido a respirar al alto mirador que fuera de mi padre porque, a pesar de que el viento es intenso, me falta el aire. Es como si se revelara a entrar en mis pulmones y al conseguirlo usara un doloroso cuentagotas. La visión del amanecer siempre me impresiona pero en esta ocasión me resultaba una necesidad, una urgencia, una forma de confirmar que sigo aquí, que el sol vuelve a darme los buenos días por malos que estos sean, de que el mundo no interrumpió su curso ni la naturaleza su orden natural mientras yo vuelvo al torno dejando mi huella y rebelándome contra el olvido. 

 Contra el olvido, cojo el lápiz -o enciendo el ordenador- y me siento a escribir. Inevitablemente me pongo a pensar y a un paso de dolerme el pensamiento. Entonces busco un analgésico y cojo los pinceles, la aguja, el bloc de acuarelas, el dedal, las tijeras o el metro. Con todos me pincho por lo que no me puede faltar de ninguna de las maneras el paquete de klínex. Y acabo a moco tendido, guardándolo todo en sus estuches y costureros y ordenando la casa de mi alma, quitando de los rincones la pelusa gris de la desidia. 

Contra el olvido, anduve mucho tiempo con la cámara de fotos recogiendo momentos pasados. Eso, a la larga, se paga con la tristeza. Ver lo que ya no puedes ver, recordar lo que fue, volver a ese tiempo encapsulado en la belleza es sentirse inmensamente triste. Sin embargo, en esa tristeza está la enciclopedia de mi vida. A ella se la debo. De no haber sido por la tristeza no me habría dado cuenta de haber querido tanto ni conocería la esencia de los hombres, esa que tal vez un día nos hizo vanagloriarnos por tener la exclusividad de las lágrimas. 

*Y después de tres días con este escrito guardado, lo publico mientras un lucero me saluda entre nubes de agua, anticipo del sol y de flores violetas. Desde El Garitón, Mariví Verdú

domingo, 1 de noviembre de 2020

EN VÍSPERAS DE FIESTA, por Mariví Verdú

Ayer fue uno de esos escasos días en los que, alrededor de una mesa, se disponen los corazones a disfrutar del encuentro, siempre sagrado y hoy más añorado que nunca, de un almuerzo familiar. Y al usar este adjetivo he recordado la palabra de la que proviene, primera y fundamental para la existencia de los seres humanos: “familia”. Sí, de familia, familiar... En  familia está el origen y en ella estará el final, su penúltimo destino antes del olvido.
 
Inevitablemente me he puesto a pensar en el significado de familia. Mientras lo hacía me he ido sumiendo en una enorme tristeza, en  recuerdos de los que ya no están y que son en número muchos más de los que aún me quedan en el mundo. Me he acordado de mi padre y de mi madre, de aquel con quien hice mi propia familia, Fernando; de mi hijo, de toda mi sangre perdida. Me he acordado de amigos entrañables, de mis tíos, de mis suegros, de cuando la familia era una institución venerada.

Una vez más, ponerme a recordar ha sido perder la conciencia del presente, del regalo que tenemos por contar con el aquí y ahora, lo único que existe, la única realidad, aunque empieza a ser pasado conforme voy escribiendo.... Sí, me he puesto a echar de menos. Y echar de menos a quien está muerto es ponerse triste y la tristeza siempre puede conmigo. Porque con las palabras divago pero con los recuerdos es que me echo a morir.

Tal día como hoy, muchos años atrás, era típico sacar el abrigo del armario, encasquetárselo y ponerse en camino del cementerio mientras comíamos castañas asadas y nos turnábamos para llevar el cubito con su taco de jabón verde, su estropajo y dos trapos: uno para fregar los azulejos y otro para secar y dejarlos  como los chorros del oro. La mayoría que acudía para tal menester eran mujeres. Los demás éramos  niños. A mí me tocaba ir al Batatal, el más cercano a mi barrio, porque allí estaba enterrada mi abuela Victoria. (El Batatal, conocido así popularmente, era el Cementerio de San Rafael, y le llamábamos de tal manera porque antes de ser camposanto fue campo de santas batatas...). Por entonces, era costumbre visitar a los seres queridos que habían pasado a estar bajo tierra. La finalidad era honrarles y adecentarles el aposento, limpiando la losa que los cubría y llevándoles flores frescas en un alegre y colorido recordatorio de la vida que todavía disfrutábamos y de la muerte que era la convocante. Todo transcurría con júbilo, primero, por la calidez que proporciona el seguir vivos, segundo, por la rotunda certeza de la muerte. Mucho creer en la resurrección pero si saliera un solo muerto de su tumba nos moriríamos del susto. Por cierto, viene al caso: expreso mi odio infinito a Halloween.

Bueno, el poder  que tiene el arraigo de esta tradición en los dos primeros días de noviembre me ha desviado por unas horas de lo que en realidad me había movido a escribir: la familiaridad que disfruté el día de ayer, ese ambiente que envolvió un simple almuerzo haciéndolo mucho más grande que un día de Navidad o que cualquiera de mis cumpleaños... Comer los seis en una mesa me ha hecho recordar el significado de familia y todas las acepciones que esta palabra tiene y contiene: cuánta sencillez y naturalidad en el trato, cuánta confianza y cercanía, cuánto cariño. Sí, cariño, eso es lo más importante: los sentimientos que revoloteaban por el aire, bajo los jazmines, ante la yedra, saliendo y entrando del pecho de cada uno de nosotros. Nos cayó la tarde y la noche. Hasta la luna llena vino a la fiesta. Brindar era todo un compromiso de seguir vivos para repetir brindis cualquier día no muy lejano. Degustar lo que pusimos encima de la mesa fue solo un preámbulo para lo que más tarde ocurriría en el sofá con mi nieto y nuestro Antoñito, en la mesa del comedor conmigo y mis pinceles y en el diván con mi hijo, mi nuera y nuestra Macarena y esa sonrisa transparente por donde el mundo solo ve la gloria. No hubo abrazos ni besos para despedirnos pero no hacían falta. Estaba todo el cariño confirmado.

Me comprometo ya, desde este momento único, a celebrar cada día, durante el tiempo que me quede, como la víspera de Todos los Santos, acompañada de los que quiero, viendo fotos de hace veinticuatro años y reconociéndonos en ellas, riendo como cuando fui niña, arropada por ellos, por esa familia con la que quiero contar el resto de mi vida. 
 
Desde El Garitón, soleado y fresco, recordando aquel puente de los Santos en el Río Borosa y aún disfrutando la jornada de ayer, todavía con el sabor del vinillo celeste de los cielos en la boca, 
Mariví Verdú

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...