martes, 20 de octubre de 2020

DEJÁNDOME DE IR, por Mariví Verdú

Hacía mucho tiempo que no me sentaba a escribir como hago esta mañana de martes, por simple apetencia, como un ejercicio del recuerdo, como una alegre pérdida de tiempo idéntica a la que a menudo practico mirando en lontananza, observando, sin otra ambición que disfrutar la belleza, los montes de mi tierra y el perfil de mi recoleta bahía y su mínima farola con su característico compás de tres por cuatro. Lo hago con la cabeza libre de rimas y de ritmos -me entenderá el que sabe de versículos-, dejando que mis manos escriban lo que mis sentidos vayan improvisando, dejándolas ir a dar un paseo por el teclado sin programa ninguno, igual que se dibuja un garabato mientras hablamos por teléfono, con el mismo y fugaz resultado de nuestro huella -ay del breve paseo por la arena a orillas de un mar antojadizo-, sabiéndome estela momentánea. Lo hago sin miedo al oleaje que vendrá a borrar el mínimo mapa que mi paso señale. No quedará marca de mi vida como no quedó de la vida de nadie. Hasta que todo acabe, únicamente me salvarán del olvido las palabras, las que aniden en algún corazón -lo que también será una salvación transitoria-. Solo estaré en la memoria amable de algunos seres queridos en los que el amor, con su vocación de eternidad, intentará salvar a toda costa. Yo lo hice con todos los míos, con aquellos que merecieron vida eterna, y en ello sigo, jugando este privilegiado solitario en mi mundo en blanco. 
 
Hoy es un típico día octubrino, uno más del año 67 de mi era... Pero ¿cómo se dice a lo relativo o característico del mes de octubre? ¿octubreño?... Solo el poder de una palabra me puede dejar colgada durante minutos -a veces horas- su porqué, su por qué no, su raíz, su desinencia -hoy lexemas y morfemas-. Las palabras y los largos ratos delante del ordenador sorprendida por ser la única que se pregunte por ella y le dedique este tiempo de octubre, un tiempo que robo del sueño que no tengo y que se convierte en palabra otoñal. Ando siempre aprendiendo, tanto de los diccionarios como de la vida y sobre todo del paso de Venus por el cielo, tan caprichoso. Marte ha estado muy cerca todos estos días. Ya no volverá a estarlo hasta dentro de quince años y esa vez no lo veré, al menos desde aquí. Y, si no lo veo desde mi altozano, no quiero verlo desde ningún sitio. Los astros, los planetas en particular, me hechizan. Me alucinan todos los cuerpos celestes, hasta el vino de la Ribera del Duero que me trajeron unos amigos el pasado sábado y que compartimos juntos todos los míos en nuestro Manneken Pis particular, esa fuente que ahora mismo esta dentro de la noche pero que en pocos minutos se irá tiñendo de malva, de sol, de espejo, de nube y de pájaro. Mi padre la hizo para su deleite y para el de abejas y libélulas, de torcaces, de gorriones y gurripatos, de mirlos, piquituertos y demás aves que planean sobre sus pilas, en particular de la superior que convierten en bañera durante los meses estivales. Yo creo que en el mapa de humedales que las aves llevan en su memoria existe El Garitón. Mi padre fue artífice de tal prodigio. Desde su jubilación, con paciencia infinita, se dedicó a cortar todas las mañanas las sobras de pan del día anterior en  pequeñas migas que echaba a los gorriones y verderones que por aquí abundaban. Había lechuzas y búhos por entonces. En una ocasión que estuvo enfermo y pasó varios días en cama, entró un gorrión a buscarle hasta el recibidor. Yo lo vi con mis ojos. Si no se hubiera topado conmigo, quizás hubiese llegado hasta la habitación buscando a su Ángel de la fuente. 
 
Ya se deja sentir el frío por las noches. Tengo que bajarme del altillo la bata. Tengo batas de todas mis muertas pero este año las voy a dejar en el contenedor de ropa usada. No quiero más que una, la más nueva, la más leve. Las demás pesan mucho y yo tengo cada día los huesos más frágiles. Me gusta, de vez en cuando, hacer una limpieza de cosas materiales. Últimamente también van los recuerdos al contenedor azul. En mi cabeza está todo lo que es digno de recordar y los colores y olores que desprendían los míos. Y la voz de cada uno diciéndome, repitiéndome que me quede aquí todo el tiempo que pueda, con poco equipaje y con el corazón que conocieron.

Espero continuar escribiendo otro día, dejándome salir a la nada de esta pantalla que tengo enfrente y asistir al milagro de una transformación que la llena de palabras que son yo, que la ilustra con la estela del calor de los míos: la presencia y tenacidad de mi hijo, la capacidad de su mujer, la evolución de la ingenuidad de mi nieto, la suerte de los amigos incondicionales, la grata compañía de mi gata Missi y, cómo no, con la metamorfosis que encierra una mazorca hasta llegar a ser palomita.

Desde El Garitón, bajo el arbusto de Pandora, entre violetas incipientes y membrillos de oro, 
Mariví Verdú

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...