jueves, 30 de abril de 2020

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS II, por Mariví Verdú

Mi padre me dejó muy cerca de El Torcal, en un paraje de formas caprichosas, en una sierra  emergida del mar, grande y maciza, una mole gris semejante a la armadura de un dinosaurio dormido bajo el sol. La recorre un laberinto de pasillos, corredores y cuevas y está salpicada de galletitas de piedra que, una sobre otra, en un erguido y rígido equilibrio, vencen la gravedad. Yo estoy en su ladera sur, muy cerca de un nacimiento que día y noche me recuerda las formas de mi padre y los ojos de mi madre, una fuente que los hombres llaman “de la Teja”. Nunca para su caño, ni en lo más  seco de la estación de verano, y me siento feliz por ello. Anclada a este maravilloso emplazamiento, llevo toda mi vida. Me siento un ser con suerte al pertenecer a un suelo de tan saludable altura, de aires tan sanos, y de poder divisar el extraordinario paisaje que me brinda:  un valle hermoso y verde extendido a mis pies, entre el Arroyo de las Pilas y el del Paraíso; un abrazo de montes tan azulados como malvas de seda: las Serranías de Mijas y de las Nieves, a mi derecha; mi Sierra del Torcal, al norte, y a mi izquierda... los Montes de Málaga. Enfrente, con su horizonte infinito,  un fondo repleto de aguamarinas, el viejo Mar Mediterráneo. Es un placer para mis sentidos ver cómo, una sierra tras otra, se van volviendo transparentes, según incida el sol del atardecer o de la mañana, y el mar se hace de plata, de oro, de bronce... Es en este lugar privilegiado desde donde descubrí, conmovida, la evolución del mundo, el ciclo de la vida, de las estaciones, de la Luna, de los cometas... 

    En mi quietud de piedra, viendo pasar los siglos, me fue permitido asistir al nacimiento del reino animal. Iban llegando, desde la linfa de mi padre, de menor a mayor y en constante evolución, convirtiendo en su habitat la faz de mi madre. Por entonces había equilibrio en la naturaleza, hasta los seres más diminutos eran de una importancia grandísima en la armonía del mundo, un mundo al que ya había llegado hacía mucho tiempo el reino vegetal y se encontraba vestido completamente de plantas con sus diferentes clases, órdenes, familias y géneros, desde los más altos árboles del bosque, hasta los más pequeños organismos vivientes, esos que forman un tupida alfombra a nuestros pies, de donde nacen flores diminutas blancas, rojas y azul índigo y que viven de la gracia. Todo estuvo dando su fruto ante mis ojos quietos y mi madre, más que nunca, se había convertido en un verdadero, frondoso y fértil paraíso.

    Entre todos los seres vivos que llegaron después que yo a la superficie, la corteza que protegía a mi madre de la intemperie, puse mis ojos en una raza animal muy especial: andaba a dos patas, lloraba y reía, era muy desvalida porque, cuando pequeños, necesitaban ayuda de sus padres o del resto de la tribu y pasaban muchos años hasta que era capaz de vivir por sí mismo. Desde que dejaban de mamar hasta poder comer lo que cazaban o pescaban, hasta poder recoger bayas o drupas (celebraban muchísimo los pomos) pasaban muchos años por lo que yo sentía verdadera lástima de aquellas criaturas, vástagos indefensos. Los que llegaban a la vejez también me infundían una tristeza enorme porque eran tan vulnerables que parecía como si volvieran a ser pequeños pero más arrugados y torpes en sus movimientos. Sin embargo, fueron muchísimas las veces que sentí admiración por ellos, siempre, y me parecían los más raros y hermosos animales. 

    Aún recuerdo mi perplejidad y entusiasmo ante uno de sus grandes hallazgos. Lo protagonizaron dos humanos y yo lo presencié. Vi cómo aquella pareja buscaba a algunos de mi familia, buscaban por los alrededores de la fuente, entre las rocas... Pedernal, cuarzo o sílex, sólo querían eso, y desechaban, después de su reconocimiento, a muchas hermanas mías, hasta que al fin dieron con ella: una piedra, no muy grande, casi como yo, que tenía el mismo color del pelo de la hembra. Y fue en ese preciso instante cuando vinieron hacia mí.


  Estaban ya muy cerca. Ella traía colgando de su cintura una pequeña bolsa alargada confeccionada con piel de conejo. La desprendió de su cinto. Estaba anudada en su apertura y se intuía que traían algo muy valioso, según el trato que le daban debía de ser un tesoro. Entonces se colocaron justo delante de mis ojos, frente al pilón en el que, ellos y sus familias, habían convertido un grandísimo pedrusco para recoger el agua que manaba, convirtiéndolo así en abrevadero para sus bestias y en fuente para los de su especie. Deshicieron el nudo y sacaron su preciado contenido. Era una piedra con forma de cubo, la reconocí. Era pirita. Aquella piedra se formó en el primer mundo con sangre materna y portaba un misterio relativo a su sexo, por eso brillaba con tanta intensidad. Contenía metal de hierro, recuerdos del centro de mi madre, y era una hermana que yo apreciaba muchísimo aunque ignoraba por qué era tan apreciada para ellos si no conocían ni formaban parte de nuestra historia. 

    Comenzó entonces todo un ceremonial: sobre un gran tronco de encina dispusieron los  objetos de su mágica liturgia. Las piedras, lo primero. En el centro arrimaron la flor de unos hongos de color pardo. Cerca de estos, habían colocado un montoncito de paja; abajo, en el suelo, formaron un lecho con hojas secas y cruzaron sobre él unas pocas de ramas viejas que partían en trozos pequeños y crujían al romperse. Yo les había visto antes manipulando a mis hermanas para sacarles filo -creo que con ellas cortaban y raían las pieles- pero se ve que esto iba a ser otra cosa. A mí me latía muy fuerte el corazón, como si el acontecimiento que estaba a punto de suceder fuese una acto sagrado.

miércoles, 29 de abril de 2020

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS O METAMORFOSIS DEL SILENCIO, por Mariví Verdú

La nueva tarea que me impongo hasta que llegue la vacuna contra la mala leche, es verter poco a poco en mis blogs los trabajos que esperaban salir a la luz en papel impreso, algo que, aunque para muchos resulte tan romántica la idea de libro y sea tanto el placer de su tacto, no es más que un convencionalismo que empieza a estar pasado de moda. Mientras se siga haciendo con papel y arrasando el Amazonas, ya no me parece tan romántica la idea. Lo hago también por mi nieto Daniel, por el orgullo que siente de su abuela y que me ha sido confesado por alguien muy cercano a quien no traicionaré divugándolo. Además, no es nada despreciable llegar a tantísimas personas como las que se alcanza con este medio. Al fin y al cabo, el que escribe lo hace esperando que alguien lo lea y que el pulso que tuvo mientras escribía logre contagiárselo algún día a su lector poniendo en movimiento su corazón, su cabeza y  veces hasta sus manos para tomar ideas, consuelo o alas. Ya ni decir si es capaz de memorizar alguna frase en su integridad... eso, aunque no se pueda saber con seguridad, es el culmen de un escritor. Yo lo he vivido en pocas ocasiones. Recuerdo una de ellas, en una excursión a Granada, a la casa de Federico García Lorca. Ocurrió en el autobús mientras hablaba con la compañera que me tocó de asiento: me contó prácticamente entero y parafraseado un fragmento de mi novela mientras me confesaba que había sido toda una experiencia su lectura. Estuve por no decirle nada pero fue tan grandísima la satisfacción personal que no me lo pude callar. Se quedó un poco atónita porque los humanos tendemos a idealizar al que nos hace mella en la cabeza como un ser que, a pesar de su cercanía, es inalcanzable. No de andar por casa, como soy yo. De todas formas, con lo quese escribe no solo se disfruta, se sufre y se duda porque la responsabilidad es igualmente grande. Peero la emoción que sentí fue algo indescriptible. Dejar tu idea fijada en otra cabeza, recordada, memorizada... es como estar viva en otro sitio, en otra dimensión. 

Ya que no podré dejar de escribir mientras esté viva y de la escritura no iba a poder comer nunca -materialmente hablando-, veo una idiotez morirme con cosas en el cajón o en la frágil memoria de un ordenador. Es, cuanto menos, una obligación moral la que tengo con mis lectores a la par que un derecho de mi libertad como creadora. Por más que signifique un libro para cualquier escritor, algo así como la culminación de su obra -placer ególatra o masturbación espiritual- y para cualquier lector empedernido -tener a la mano el volúmen que dice lo que dijo aquel otro- y tanto sitio tiene para sus anaqueles, la verdad es que voy a escoger este soporte por convencimiento de que es el futuro. Y para devolver mis palabras al aire que es de donde vienen y adonde van las palabras. 

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS O METAMORFOSIS DEL SILENCIO
1ª parte

La primera luz del Sol la vi en Gondwana. No sabría decir el momento exacto de aquel milagro porque mi tiempo no se mide con la métrica del hombre, ni siquiera con el reloj del viejo olivo o del helecho, solo sé que nací cuando, detrás de un fuerte cataclismo que me sacó del hirviente útero de mi madre Tierra, mi padre, Agua, lavó mi cara y me dejó, como los humanos dejan a sus recién nacidos, limpios y en su cuna. Como yo, así quedamos cientos y cientos de nosotros, miles de millones de hermanos, cada cual en diferentes sitios del planeta. Vinimos a dar fe de la creación, testimonio de ese prodigio que llamamos vida, instaurando un nuevo orden terrenal, el mismo que conocéis los hombres. Todo comenzaba a tomar forma: cumbres y valles, montañas y ríos, cordilleras y precipicios... se creaban simas y abismos en un inmenso latir que nos llevó, desde el sur, hasta los más recónditos lugares del orbe, lugares en los que somos el más viejo vestigio del cosmos y de la nada.

    Desde las más altas cimas hasta las costas, mi madre fue dejando su linaje de piedra, cada cual con el color y la textura del trozo de ella misma que le iba tocando derramar: cuanto más cerca de su corazón, gemas y cristales, cuanto más de sus pies, basalto y granito; cuando provenían de sus manos, mármoles y pizarra; cuando nacían de sus ojos, areniscas y piedras calizas, fósiles todas de sus lágrimas, y así cada uno de mis hermanos somos  la prueba de que la Tierra, siendo una, es tan diversa como la huella que hemos dejado sus hijos, sus más antiguos y callados habitantes.

    Mis tatarabuelos venían de Vaalbará y Ur, mis abuelos de Kenorland y Columbia y mis padres habían nacido en Rodinia los dos. Yo nací de la boca muda de mi madre, vine directamente desde su lengua, soy su saliva fosilizada, la metamorfosis del silencio, de estruendo desgarrado y violento hacia el eco sonoro de la vida. Me gustaría hablar pero me contento con inspirar respeto a cualquiera que se fije en mí, que me mire con ternura y me enternecen los que me miran con piedad. Con varios seres humanos he llegado a sentir confianza y cariño. Hay alguno a quien dicto los nombres que le damos a las cosas, revelo los sentimientos que albergamos y confío la finalidad de nuestra existencia.  Son pocos los elegidos  pero me siento halagada con que haya siempre alguien dispuesto a traducir mi pétrea locura. Vine con  el estigma de la inmovilidad, expuesta al sol y a la lluvia, al viento y a las noches de tormenta, sin embargo poseo el don de la paz y una dosis desmedida de paciencia a lo que he de añadir la gracia colorida y sabia que me otorgan los líquenes, un montón de parejas de algas y hongos que se entienden y ayudan mutuamente formando un tierno vestido sobre mi lomo en sombra, calentando con su verde espuma mi espalda y aliviando la umbría. Dicen que ellos son como un viejo cronómetro que permite a los hombres leer nuestra historia, datar el paso de nuestro tiempo, conocer las condiciones de nuestras vidas... ¿pueden saber acaso los altibajos que ha experimentado mi corazón de piedra, mis desencantos? ¿pueden ver mi alma?  Sin embargo, nadie puede imaginar que yo les veo, que les quiero, que sufro con sus penas y desengaños, que me entristezco cuando no valoran el prodigio de estar vivos y, sobre todo, cuando desprecian a mi madre, que es la suya.

(...) Continuará.

lunes, 27 de abril de 2020

¿QUIÉN PERMITIÓ SALVARME DE SER PIEDRA? por Mariví Verdú

¿Quién permitió salvarme de ser piedra?

No sé en qué momento oí ésta rotunda y desertora frase ni qué circunstancias rodearían al humano que la pronunció para provocarle esa renuncia o, tal vez, ese alto sentido de las cosas inanimadas, inertes, yertas. Desde luego, en mi fuero interno, ninguno de esos calificativos tiene que ver con piedra. Ser piedra es para mí ser el máximo ser que existe en este mundo. Testigo de la creación y del fin, silenciosa y profunda, fuerte, expuesta y vencedora sin aspavientos. Cualidades y atributos por los que cambiaría esta vida loca con su loca realidad que tiene el ser humana por la infinita quietud de ser piedra. Puede que, en su trayectoria, después de años rodando, quedara fija en un altozano, tal vez llegara a él porque una mano inocente me salvara de ir al fondo del mar y me rescatara en la misma orilla de la playa para meterla en su bolsillo y ser un prodigioso talismán...

Ayer salieron los niños a pasear. Después de cuarenta y tres días de confinamiento, abandonaron por una hora el encierro y salieron al fin de sus casas. Ayer fui muy feliz desde que me levanté pensando que desde las nueve de la mañana la ilusión de los niños podría verse hecha realidad, como un nuevo día de reyes pero menos materialista e interesado. Sé que soy una idealista pero estoy segura que, si pudiera, me comprometería a no salir más de mi casa con tal de que le devolvieran a los niños la tierra de mi infancia, esa Málaga agricultora con sus huertas y campos, la que olía en primavera a chilindros y rosas. A las once y cuarenta y cuatro minutos recibí cuatro fotos que me provocaron lágrimas y risas de emoción. Eran de mi nieto paseando por el campo, un campo repleto de margaritas y malvas silvestres, jaramagos, espigas y amapolas sobre una alfombra verde y jugosa como solo la lluvia y el sol son capaces de producir en el Valle del Azahar. Estuve feliz todo el día hasta casi las ocho de la tarde que vi las noticias. Se me borró la sonrisa de la cara. Estaba hablando con mi hijo por wasap mientras veía las imágenes que mostraban el comportamiento incívico de alguna  gente en ciudades como Barcelona, Valencia, Alicante y Cádiz. Nada, que para esa gente no vale ni el miedo al virus ni la confianza que se deposita en ellos para lograr los objetivos tan importantes que tenemos entre manos. Les importa poco ir consiguiendo paulatinamente el desconfinamiento general, les importa menos hacerlo con seguridad manteniendo el distanciamiento y les importa nada respetar las órdenes que nos dan los expertos. Eso es que se lo pasan por el forro. Es increíble con la ligereza que se toman una cosa que tanto nos afecta a todos en general. ¿No se dan cuenta de que están en juego nuestras vidas?

Esos pocos que dan problemas a la sociedad y causan un daño a veces irreparable hacen que siempre paguen justos por pecadores. Se las dan de listillos pero son una pandilla de imbéciles de la que dependemos los que nos hemos tomado en serio esto desde primera hora. Parece que no han oído que si el comportamiento no era el esperado, daríamos marcha atrás en la toma de decisiones. Si por culpa de esos padres que tanto ruido hacen y tan poca educación transmiten les arrebataran a los niños su paseo de una hora diaria sería para encerrarlos a ellos pero en un encierro de verdad, detrás de los barrotes, y dejar que el mundo sea habitado por buenas personas, por los justos.

Empecé hablando de ser piedra porque cosas como ésta harían hablar a las piedras, porque me gustan muchísimo las piedras y porque mañana voy a publicar un relato que se titula “El discurso de las piedras” , un cuento que dedico a todos los niños del mundo, a mi nieto en particular y a mis sobrinos nietos Ángel y Emma. Por si algún día lo encuentran por la red cuando hayan desaparecido todos mis papeles, momento que está cada día más cerca.

Rodeada de piedras preciosas, entre el Jabalcuza y el Jarapalos, Mariví Verdú

*Las fotos son de  Pedro Durán Verdú, de ayer mismo,  hechas en el del paseo de ayer.

domingo, 26 de abril de 2020

NO SE PUEDE CONTENTAR A TODO EL MUNDO, por Mariví Verdú

¿Qué te hace pensar que tienes algo que decirle a la gente?

Hoy, veintiséis de  abril de dos mil veinte, es un día especial, un domingo con tintes de domingo, de fiesta, de desconfinamiento y paseo para los niños menores de catorce años (con esa edad, yo habría dado positivo ya en coronamor), en fin: un día para recordar. Después de mes y medio de encierro, podemos analizar un poco qué es lo que tenemos en la vida, qué somos, quiénes somos y quiénes tenemos al lado, enfrente o en la lejanía, quién es nuestra familia (aunque ya lo supiéramos algunos) y a quiénes les otorgamos el noble título de amigo; a quiénes le importamos, a quienes un poco, algo o nada y hemos visto claro el grado de febrícula que tiene su envidia o las pulsaciones que transmiten en sus palabras. Hoy es un día para el recuerdo y también para la reflexión. Es muy importante saber que si nos quedamos sin poder abrazar ya a nadie de aquí en adelante, si nos tenemos que comer los besos y tragarnos la hiel que eso deja en la boca, si ya no habrá más caricias ni achuchones a los que queremos ni sentiremos cerca el aliento o el sudor del amante, siempre podríamos reflexionar sobre el tema y sentir la cantidad justa de tristeza, no más. Sentirla nada más por los que nos han demostrado en este tiempo de infinita cuarentena que le importamos. Será más llevadero porque quedará reducida a sentirla tan solo por los que queremos tanto que no necesitamos más que saber que se encuentran bien de salud y que sobreviven felices. No tendremos que sufrir por los que le importamos tres leches y a los que darles un beso o un abrazo sería tan injusto como prescindible.

Me eduqué en el cristianismo y me cuesta mucho todavía decir cosas que pueden resultar  ofensivas o agravios para los creyentes pero todos somos libres de creer, desengañarse, descreer o profesar el amor al prójimo de la manera que le dé la realísima gana. Ya está bien de hipocresía. Una vez, hace ya muchos años, me dieron una lección de moralidad sobre lo que para mí era un acto social más, sin trascendencia alguna. La recibí de un hombre con el que estuve unida sentimentalmente durante tres años, tres años sin convivencia pero viéndonos casi a diario y tomando confianza familiar. Fue en una entidad flamenca bastante famosa donde la recibí. Tras besar a todo el mundo que se me acercó (en aquel tiempo estaba más delgada pero tenía más peso específico) y saludar a todos por igual, a los que me querían en la piqueta y a los que yo creí que sentían hacia mí una amistad sincera (una vez pasado el tiempo, han quedado tan reducidos que se puede decir que son cuatro gatos). No me dijo nada entonces, estuvimos allí mientras duró la actuación de todos los actores flamencos, y nos fuimos. Al despedirnos, fui a darle un beso y me retiró la cara. Me dijo las siguientes palabras: no, yo no quiero ningún beso. Primero lávate la cara. Y piensa, ¿cómo vas a darle un beso a todo el mundo o sonreír a quienes no te quieren? No sería justo para los que te queremos. Para mí, no. Y se fue.

No niego que aquella noche lloré y estuve dándole vueltas a la cabeza hasta que me dormí con el corazón encogido, pero me dieron una de las lecciones más importantes que he recibido en la vida. Desde entonces, no tengo besos para los que no quiero ni sonrisas a go, tampoco pelos en la lengua para expresar los motivos. Siempre fui amigable, totalmente sociable, desde muy niña quería contentar a todo el mundo... pobre de mí. Nada más lejos de una misma, del yo interior, del espíritu y del desarrollo como persona única e irrepetible que somos. Ya nunca más voy a excederse en ser buena para quitarle a la bondad el sitio de privilegio que merece, qué nadie confunda el ser sociable con el ser imbécil o peor aún, con el ser hipócrita. Demos a cada uno lo justo y necesario. Nos ayudará en la vida y más aún en el desconfinamiento.

Desde El Garitón, en un domingo inolvidable, sobre un reguero de acelgas, Mariví Verdú

*La frase que encabeza este escrito de hoy la cogí al vuelo en la película "Rebelde entre el centeno", film que narra la vida del famoso y enigmático escritor Jerome David Salinger (nacido en Manhattan- Nueva York el 1 de enero de 1919) centrándose en las circunstancias que rodean la creación de su obra maestra, "El guardián entre el centeno". Salinger murió con noventa y un años. La pusieron anoche. La película está dirigida por Danny Strong y protagonizada por Nicholas Hoult y Kevin Spacey. Me gustó muchísimo porque, menos en lo de la obra maestra -todavía no la he conseguido-, por lo demás...un alma gemela.

sábado, 25 de abril de 2020

DE LOS CUARENTA P'ARRIBA, por Mariví Verdú

Esta primavera es toda para los pájaros. Desde que empieza a clarear el día hasta que anochece, hay un coro de pajarillos cantando, agradecidos por la descontaminación que ha aclarado el aire y devuelto el azul al cielo, felices por el silencio, notorio y agradable, que existe desde que comenzó el confinamiento por COVID 19. En contraste a la estela de dolor y muerte que va dejando, ajena a sufrimientos, la naturaleza entera canta agradecida por el respiro que le hemos dado los seres humanos, parece que hasta llueve más y todo florece sobre un verdor semejante al que tenían los campos de mi niñez, los campos de mis sueños. Todos los tonos son más intensos, desde la música a la cromática, como si de pronto hubiesen pasado un paño que devolviera el lustre a la vida.

Por cuarenta y tres días, la mayor parte de los mortales que están vivos se han dedicado a las tareas que eran habituales, salvo lo relacionado con la tecnología, cuando yo tenía la edad que hoy tiene mi nieto: estar en casa compartiendo con los tuyos el grato regalo de las largas horas, el tibio placer de los minutos que faltaban para el recreo, el eterno placer de esos instantes únicos: comer juntos, hacer juntos las tareas de la casa, de la cocina, inventar juegos, agradecer el momento de compartir con los vecinos cuatro palabras y un balcón, ser más humildes y conformarnos con poco. Y todo ello mirando por la salud como el mejor de los dones. Las vivencias de la niñez son la masa de la que están hechos nuestros recuerdos y esta manera de vivir los crea tan gratos que en el futuro serán fuente de nostalgia.

El próximo domingo podrán salir a la calle los niños, acompañados de un mayor, con muchas limitaciones pero al menos podrán disfrutar del aire y del sol una hora y en un kilómetro a la redonda de sus hogares. Yo lo celebro porque tengo niños que me importan, mejor dicho, los niños me importan todos, los que considero míos y los que no lo son. Para ellos deberá ser una experiencia nueva romper esta cortina de miedo que nos han puesto delante de los ojos cubriendo la esplendorosa visión de la primavera. Puedo afirmar que me ha afectado más lo que les está pasando a los niños que lo que me haya pasado, pueda pasarme o me esté pasando a mí. Los mayores han sufrido mucho, lo sé, pero somos culpables en una u otra medida de la evolución del mundo, de los desastres del mundo, de sus sacudidas, pero los niños son puros, ingenuos, limpios de corazón, y ellos no merecen sufrimiento.

Menos mal que no creo en el pecado original. Mi trabajo me costó arrancarme el pesimismo de aquel adoctrinamiento que sufrí en mi grandiosa y cortísima infancia, en mi querida niñez y en mi adorable juventud. Eso de que todos tenemos que arrastrar un pecado por el simple hecho de nacer humanos me comió mucho la cabeza durante el primer tercio de mi vida. Que los demás tengan que cargar con nuestras culpas es algo que me indigna muchísimo. Me aterra pensar en lo malo que habré podido influir a los que estaban bajo mi responsabilidad. Sin embargo, quiero y pretendo convencerme de que todo lo que hice estuvo al menos dirigido por la mejor de mis intenciones o provocado por la ignorancia. Beneficio que otorgo también a los demás. Por eso espero que la decisión tomada respecto a los niños y a su desconfinamiento se haya tomado con el criterio de expertos pero con la bondad y las mejores intenciones del corazón de los que dirigen nuestro pueblo. Me gustó mucho una contestación que oí de uno de los encargados de este menester en referencia a quiénes iban a vigilar el tiempo, el recorrido y el acompañamiento de los niños en su primera salida. Contestó que apelaba a la buena voluntad y criterio de sus padres, que habiendo sido modélicos a la hora de estar encerrados no iban a dejar de serlo a a hora de la libertad. Totalmente de acuerdo. A mí me gusta también la mano abierta.
Mi madre decía que la mitad del mundo no tienen atadero ni por pescuezo, que los españoles no tenemos remedio, que cada uno necesitaba detrás un civil con una porra porque estar solos significaba algo así como tener la oportunidad y la voluntad de delinquir. Mi abuela decía que a esta España no la arreglaba ni el mismito Lucifer. Sin embargo, yo quiero otorgar un voto de confianza al sentido común de todos nosotros, quiero pensar que hemos cambiado aunque solo sea porque en nuestra conducta va la vida de nuestros niños.



Hace una semana decidí desconectar de la red para descansar un poco de los mensajes radicales y del mal gusto que corren como la pólvora por Facebook pero hoy me motiva volver porque dedico mis palabras a los niños, a mi nieto Daniel y a mis sobrinos nietos Ángel y Emma en nombre de todos los niños del mundo.
Va por vosotros.

Desde El Garitón con cariño y olor a pan recién hecho, Mariví Verdú

viernes, 24 de abril de 2020

EL DON DE LA CONTINUIDAD, por Mariví Verdú

Quería seguir y finalizar con este tercer escrito a lo que di en llamar “Todo es preciso” -el primero- y “Por detrás del ombligo” -el segundo-. Hoy lo titularé “El don de la continuidad” porque pretendo escribir sobre lo que nos caracteriza y divide en masculinos y femeninos,  en machos y hembras, sobre lo que nos diferencia genitalmente y en nuestro sistema reproductor. La continuidad de la especie depende de ese don llamado sexo, motor del mundo, impulsor de actos de redondas consecuencias que hacen que todo ser vivo siga otorgando vida sucesivamente, una generación tras otra, desde el albor de los tiempos.

Una vez escrita la palabra sexo, palabra tan importante para la vida, me han entrado ganas de apagar el ordenador y salir corriendo, de volver a otra cosa menos delicada, más segura, para no caer en error y ser una mera interpretación de mi corta visión del mundo, porque me meto en un terreno de arenas movedizas donde estoy segura de que me hundiré, me ahogaré, sin remedio. Es tanto el valor que se le ha dado y el lugar tan prominente que ocupa en nuestras vidas que toda ella está condicionada girando en torno al sexo como gira la tierra en torno al sol sobre sí misma. Acabo de recordar un sueño que posiblemente me salve de meter la pata hasta el corvejón, un sueño que tuve hace muchos años, no sé si revelación de mi subconsciente o presagio del intelecto, pero desde luego fue un sueño inolvidable.

Transcurrió lentamente, más arriba de la estratosfera, sobre un azul aestamncolor oscuro salpicado de estrellas y nebulosas donde flotaban toda clase de objetos desde las formas más complicadas hasta las más simples figuras geométricas. Las simples, las esféricas, cónicas, piramidales, prismáticas, cúbicas o cilíndricas junto con las demasiado complicadas, figuras extrañísimas pero con las más variadas formas cóncavo-convexas que se puedan imaginar, viajaban por aquel cielo, cada una con su propia velocidad, a veces lentísima y otras de vértigo. Todas podían chocar entre sí, la propia trayectoria no podía evitarlo, pero acoplarse y viajar juntas era otra cuestión. Casi todos los encuentros eran bellísimos, saltaban chispas de colores cuando chocaban las figuras simples por alguna de sus caras cayendo en un bucle en el que duraban juntas según la intensidad del choque, inversamente proporcional. A veces salían simplemente despedidas después de una explosión de luz, un estallido o una ráfaga. Algunas esferas se partían del encontronazo y salían disparadas hacia la nada con más posibilidad de encontrar acoplamiento que antes de ser esferas. Dependía del material del que estuvieran hechas porque no todas soltaban esquirlas o reventaban, muchas salían ilesas y se disponían a ser errantes hasta el confín del universo. Desaparecían en soledad. Solo lo cóncavo y convexo perduraba unido en el viaje dependiendo del grado de encaje que había entre ellos y de la velocidad que tomaran después del acoplamiento. No he visto colores más claros, intensos y bellísimos en los mejores lienzos de los maestros pintores del mundo que los que vi aquella noche cuando todavía era joven y me incumbía aquello del sexo.  No sé cuánto duró mi sueño pero lo suficiente para saber de él más que leyendo libros y oyendo a los doctores en la materia.

He dejado la piel, el sudor y la lengua para el final. La piel, más de dos metros cuadrados de sensibilidad, expuesta al frío, al sol, al viento y a las caricias. Hay que olvidarla ya porque hemos entrado en la era de comernos los besos, de sudar hacia dentro, del llanto que enquista las caricias, es la hora de los abrazos al aire. Pero la lengua, espero que quede por muchos años en su sitio, que no sea afilada como un lápiz pero tan expresiva como una docena de libros de gramática, que siga dando mucho que hablar y dándonos el maravilloso regalo del sabor, hoy más agrio que dulce, de la vida.

Desde El Garitón, mirándose en los membrillos y triste por la negra que le ha caído al níspero,
Mariví Verdú

*Rosas. Óleo de Rosanna Tomasi
  Almendros. Óleo de Ellen Dijkgraaff

jueves, 23 de abril de 2020

POR DETRÁS DEL OMBLIGO, por Mariví Verdú

No me culpes que no tenga
en mi pecho el corazón,
dejaste el hueco la noche
que tu amor me traicionó.

(Carcelera, Por los almendros 2019)

Ayer dejé sin terminar “Todo es preciso” y posiblemente hoy tampoco pueda acabarlo porque son tantas las cosas que precisamos en esta vida, tantas las esenciales que podrían dar para un texto interminable. Desde lo material y carnal hasta lo divino o etéreo, todo un mundo de sucesos, posibilidades, acontecimientos, circunstancias y necesidades las que tenemos los seres humanos. Ayer, enumerando los órganos vitales de nuestro cuerpo, bajando desde nuestra cabeza, me quedé en la segunda parada, en la del pecho, a la altura del corazón. Ay, el corazón, un músculo que mide como un puño cerrado y que depende de lo que abramos y extendamos la mano su capacidad de sentir, de dar, de recibir: su capacidad de amar.

Hoy, continuando con los órganos básicos de nuestro cuerpo, bajo del pecho y, a un palmo y medio de él, nos encontramos con la marca de la vida, con la cicatriz que nos deja para los restos el haber nacido de madre: el ombligo. Es nuestra señal de identidad, la de animal mamífero, la que nos hace a todos iguales, sea del color que sea nuestra piel y sea del lugar que sea nuestra procedencia.

Hay dos dos cosas en la vida
que nadie puede evitar:
la cicatriz del ombligo
y el destino de mortal.   (Debla. Por los almendros 2019)

Detrás de ese botón redondo que llamamos ombligo, punto central de nuestra rosa de los vientos, todo un laboratorio de química orgánica que mantiene a punto los niveles de nutrientes para continuar caminando erguidos, con salud y vitalidad. Así, trabajando sin parar en equipo, todos a una y en silencio, nosotros vivimos sin echarles cuenta, como si de ellos no dependiera nuestro ánimo. Intestinos, hígado, bazo, páncreas y riñones, unos pequeños y otros más grandes pero todos ellos indispensables, ejecutando el trabajo que le da nuestra voluntad de comer, al que le obliga nuestra propia elección, sufriendo si le damos mal trato o agradeciendo con una buena digestión si se la facilitamos. Una prueba de mal trato la tenemos en la aspiración de tabaco, una pésima costumbre que deriva en vicio y en padecimientos crónicos y que no solo afecta a los pulmones sino que es en el estómago y en la sangre donde acaba su veneno, creando adición, dependencia y muerte. (A la tercera fue la vencida. Fui fumadora desde joven, exceptuando el tiempo de los embarazos. Luego estuve sin fumar como seis años, después volví y estuve algo más de un par de años fumando. Recaí y me sentí mal conmigo misma y físicamente.  Al final, con voluntad y decisión, lo conseguí. Y me encuentro tan feliz por haberme vencido...)

Tendría que seguir con el sistema excretor, pero de él forman parte algunos órganos ya citados anteriormente como los pulmones -para recoger el oxigeno y expulsar el anhídrido carbónico- o el aparato digestivo -para metabolizar alimentos y desechar a través de los riñones y del recto la materia que ya no necesita-. En esta tarea el aparato circulatorio es vital, la sangre trae y lleva energía y nutrientes, lo bueno y lo malo, lo útil y el desecho, es como un mapa de ríos que nos recorre el cuerpo limpiando y reconvirtiendo, dándonos la vida.

Que un hijo es
tu sangre corriendo fuera
y sin dejar de doler.   (Solearilla, juguetillo de la caña. Condesa del Perchel, 2003)

Acabaría por hoy hablando del sistema reproductor pero ese necesita un capítulo aparte porque no se puede hacer sin desvariar. Y no digamos de la piel, del sudor, de la lengua... Es todo tan recurrente, tan esencial y tan ambiguo a la vez... Mañana seguiré, si tengo ganas, que hablar de estas cosas me hace recordar y mirar dónde lo dejé todo... ¿Dónde se guardan los recuerdos?...

Siempre tendrá el corazón
dos dudas fundamentales:
¿de dónde vino el amor?,
¿dónde irá cuando se acabe?   (Debla. Campo de trigo, 2004)

Desde El Garitón, en un día de primavera otoñada, con las flores marchitando sin que nadie las observe, las requiebre ni se apiade de ellas, Mariví Verdú

martes, 21 de abril de 2020

TODO ES PRECISO, por Mariví Verdú

 ¿Puede alguien dejar de respirar? ¿A que no? Y si se parase el corazón ¿podría algo sustituir su latido? Vitales son los pulmones y el corazón pero también los riñones, el estómago, el hígado, el páncreas y los intestinos. Aunque la medicina haya avanzado tanto como para poderlos sustituir llegada la ocasión ofreciéndonos la posibilidad de la cirugía y del trasplante, nadie me podrá negar que hay otro órgano no nombrado que es imprescindible para la vida: nuestro cerebro. Ahí está la central, la máquina que pone todo en funcionamiento, la que nos rige, una nuez de menos de un kilo y medio que corona nuestro cuerpo, en nuestra cabeza, donde se albergan además nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra nariz y nuestra boca con su lengua y sus dientes, en tres palabras: nuestros cinco sentidos -a veces, hasta el sexto-.

En el pecho está la siguiente parada principal: ahí residen nuestros pulmones y nuestro corazón. Oxigeno, sangre, pulmones, corazón... Al corazón recurrimos mucho cuando nos embargan los sentimientos, diciendo frecuentemente frases como “corazón mío, te quiero con todo mi corazón” o, después de pasar un mal rato, “tengo el corazón en la boca” o, recurriendo a nuestros pulmones, “me falta el aire”. Decimos que nos rompen el corazón sin dejan de querernos, que el corazón se nos va cuando alguien se nos muere, que no nos sentimos el corazón cuando llevamos un desengaño y vuelta al aparato respiratorio: es que sin tí no puedo respirar... Y todo es mentira, una mentira con ciertos visos de verdad porque siempre nos duele el pecho en los momentos de ansiedad, cuando hablamos de amor o desamor, de angustia o de pesar, de dolor y de miedo. Pero todas son frases hechas, retórica dialéctica que otorga a estos órganos funciones relacionadas con sentimientos cuando lo que debería dolernos es la cabeza ya que todo se genera allí, dentro de nuestro cerebro, todo está basado en reacciones químicas y eléctricas, somos nuestra memoria genética y estamos condicionado a la causalidad y a la coincidencia. Lo único cierto es que, si nuestro corazón deja de latir y bombear sangre y nuestros pulmones de respirar y aportar oxígeno, nuestro cerebro tarda muy poco en apagarse: la mitad de lo que tarda el sol en salir. 

Sí, nuestro cerebro es el órgano principal y aún siendo el centro neurálgico de nuestra vida, no es nadie si le fallan el resto de nuestros órganos vitales. No sería nada sin corazón y sin riñones, no sería nada sin pulmones y sin hígado, nada sin estómago o sin intestinos, sin el poco conocido y menos recurrente páncreas, todos son importantes el uno para el otro y todos para cada uno de ellos, para nuestras funciones normales, para nuestra actividad, para mantener nuestro cuerpo y nuestra alma, que el alma no deja de ser lo animado que esté nuestro cuerpo, el ánima es la vida. Y aún sabiendo que dentro de nuestro propio cuerpo todo se necesita y de nada podemos prescindir, ni siquiera de la bilis o de los excrementos, seguimos empeñados en llevarnos mal de la piel hacia fuera, como si los demás no fuesen tan templo como nosotros mismos.

Ayer comencé a escribir y lo dejé a medias. No tenía ganas de continuar porque cerrar la ventana de Facebook ha sido privarme también de saber de personas buenísimas y de opiniones tan válidas y tan enriquecedoras que el castigo que me inflijo puede ser peor que la enfermedad de contagio que me causan las malas influencias, influencias tan negativas que sobran en la red. Sin embargo y aunque no voy a volver por el momento, lo que he escrito es una contestación a mí misma de lo útiles que somos todos los seres humanos ¿Cómo sino podríamos saber distinguir dónde se encuentra cada uno?

Para todos los que están en mi corazón y particularmente a Pilar Zheras, que hoy es su cumpleaños, cariñosamente.

La tercera parada la dejo para mañana.
En un martes luminoso, desde El Garitón, Mariví Verdú

*El dibujo es de mi amiga y alumna Alba Martínez Luque.

sábado, 18 de abril de 2020

HABLANDO CON LAS FLORES, por Mariví Verdú

Esta mañana se ha levantado triste el día. No sé qué tienen estos últimos amaneceres grises que me ponen el ánimo del mismo color. Debería de estar contenta por poder respirar un aire tan limpio como no recuerdo en décadas, por la vuelta de una primavera de rebeca y rociá y porque nos ha sido devuelto el mes de abril con su lluvia caladera y sus perfúmenes antiguos. Debería estar agradecida por la renovación de la atmósfera, por apreciar con mis ojos y mis pulmones cómo ha bajado la contaminación que la hacía espesa, opaca y enfermiza. Debería bastarme con todo lo que siento y disfrutar además de este silencio que me rodea y que tanto necesito. Tendría que estar contenta pero no lo estoy. Todo lo que nos ha venido bien por un lado ha sido a cambio de sufrir esta pandemia que asola medio mundo. Si, hemos tenido que pagar un alto precio, muchos  con su propia vida, la mayoría a cambio del confinamiento por miedo a ser contagiado  , los menos por miedo a contagiar- cuando debería de haber venido por el convencimiento de que estábamos matando a nuestro planeta en vez de cuidarlo como lo que es: el único lugar que tenemos para vivir. 

Y si cierto es que me alegro de los beneficios que ha traído ésta obligada reclusión, es más cierto aún que me come la tristeza. La imposibilidad de opción a una presencia, recibir una visita o hacerla -aunque fuera una entrada por salida y con las precauciones- o poder caminar una hora por el trecho que más nos guste o mejor nos convenga es muy duro de entender pero estar condenada a no escuchar siquiera una voz, ni pronunciar la palabra más cotidiana, un hola, un gracias, o al saludo más simple deseando los buenos días está empezando a hacer mella en mi corazón. Nunca me había pesado tanto estar sola. Es cierto que tenemos medios digitales para vernos y aparatos telefónicos para oírnos, pero nada suple al abrazo y al beso, a mirar los ojos frente a frente y disfrutar del calor de la presencia querida. Nunca me gustaron demasiado los móviles y ahora es el único vínculo que tengo con los míos.  En directo solo hablo con mi gata o con los perros del vecino, cosa que no deja de ser un sinsentido. Hablar con las flores es ya para tenerlo en cuenta y pedir cita con algún psicólogo. Y no voy a achacarle a la pandemia culpas que no tiene, ésta especie de locura la trae, con toda seguridad, la soledad. Agravada seguramente por el momento que vivimos pero crónica desde hace más de diez años.

Ayer, con la mejor intención, sin duda, me recomendó una amiga que cantara y me acordé de aquel refrán que mi madre decía: cuando el españolito canta, o le han dao por culo o poco le falta. Y no canté. Me fui con la chapulina, un pico y una espuerta que aquí siempre hay un rincón donde liarse a dar cavás y arrancar malas yerbas o sembrar nuevas que las dos cosas son igualmente necesarias. Sí, me fui a desalojar todo la mala leche que al me corría por el cuerpo. La memoria de Manuel Alcántara merecía el primer escrito que hice y que murió sin poder evitarlo. Las primeras palabras que nacieron en su honor tenían la frescura de las primeras rosas de la temporada, de las violetas que acaban de recibir la lluvia, de las margaritas salvajes, esas que tanto le gustaban a Manolo.

Entre el mosqueo y los problemas personales que no cuento a nadie pero que tengo como los tiene hoy el más pintado, me fui a desenterrar la tarde, a enterrar mi ira y  a transformarla en algo positivo. Me traje rosas. Y una varita dulce de chilindros.

Por eso escribo hoy. Solo por eso. Porque tengo la conformidad de las flores, la misma sangre de las buganvillas, hermana de la que está cuajando mis granadas...


Desde El Garitón, deseando encontrarme con mi familia, deseando ver a un amigo y poderle dar la mano, deseando que a alguien quiera y pueda venir a a verme, Mariví Verdú

viernes, 17 de abril de 2020

ABRIL LLUVIOSO. MEMORIA DE UN OLVIDO. A Manuel Alcántara, de Mariví Verdú

Anoche me acosté pensando en Manuel Alcántara. La semana pasada estuve releyendo poemas suyos, recitándolos en voz alta, cantando su palabra. Y lloré devolviéndole así la vida al poeta. Manolo fue poeta desde que aprendió la o con un canuto y lo será para los restos, esos restos que significan siempre y nunca jamás ninguno. Malagueño universal, Manuel Porras Alcántara escogería su apellido materno para quedar en lo eterno.

Por la mar chica del puerto
andan buscando los buzos
la llave de mis recuerdos.

(Se le ha borrado a la arena
la huella del pie descalzo
pero le queda la pena.

Y eso no puede borrarlo).
(...)
Canción 1 de  “El embarcadero”, 1958

Nadie ha expresado mejor que él ese fino dolor de ser malagueño. Sí, nació en Málaga. Y ser malagueño es sinónimo de ser universal, tan normal como ser luz en un rayo de sol extraviado. Ser malagueño es serlo para la humanidad entera si de aquí salieron hacia la eternidad María Zambrano (cuánto me acuerdo de ella, ahora que duermo y vivo con la ventana abierta), Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, Alfonso Canales y José Antonio Muñoz Rojas. O Picasso. No cabe la menor duda de que Málaga es también sinónimo de inmortalidad, una estrecha consecuencia.  De su poema “Biografía” (Manera de silencio, 1955) por el que consiguiera el Premio Antonio Machado de Poesía, os dejo sus ocho primeros versos...

Lo mejor del recuerdo es el olvido...


Málaga naufragaba y emergía...


Manuel, junto a la mar, desentendido;
yo era un niño jugando a la alegría.


Ahora juego a todo lo que obliga
la impuesta profesión de ser humano,
y a veces, al final de la fatiga,
enseño a andar palabras de la mano.

Decidida a que hoy escribiría por y para él, esta mañana he buscado entre los recuerdos de mi corazón y tengo muchos. Los mejores son los de su agudeza mental, su palabra rápida y mordaz, su gracia, sus ocurrencias y su ágil y recurrente memoria. Tengo grabaciones que así lo atestiguan, son mis tesoros. También he encontrado otros testimonios en las entrañas de mi ordenador, he dado con “El diario de las lágrimas”, algo que empecé el dos de enero de dos mil dieciocho y no he cerrado aún pero lo voy a dejar para otro día.  Ayer lo estuve buscando en las fotografías. Y encontré bastantes, pero en todas hay gente y hoy no quiero gente. Lo tengo de más joven y de la última vez que nos encontramos. También conservo los recortes de prensa del pasado año que, tal día como hoy, emitieron los periódicos en su obituario. Me los proporcionó mi cuñado, lector asiduo de prensa escrita. Todos esos artículos en su memoria están firmados por nombres conocidos, de esos que bracean entre la multitud, tal vez con la intención de hacerse hueco en la última página, esa que él dejó sin escribir, soñando en que siguiéramos la inercia a la que dichosamente nos tenía acostumbrados: la de leer arábigamente empezando por la última pagina del periódico. Tarea imposible encontrar a Manolo en el día de hoy que ya es mañana. Náufragos en su isla, todos somos huérfanos desde que se fue.

Manolo, para finalizar su Biografía, nos dice:

Lo mejor del recuerdo es el olvido...

Málaga naufragaba y emergía...


Manuel, junto a la mar, desentendido;
hubo una vez un niño en la bahía.

Y hay un hombre de pie sobre mis huellas
indefenso y sonoro, a ras del suelo,
que se irá mientras hacen las estrellas
propaganda de Dios allá en el cielo.

Hoy, que tenemos a nuestra disposición esta paloma mensajera, esta red que pilla más pajarillos que ninguna y da más vuelo del que soñara Da Vinci, sería un crímen no usarla en su memoria. En ella todos corremos con nuestra suerte. Cada cual pone su corazón y su palabra. A veces tan íntima y directa como una carta de amor. Sin embargo, ya nada es como era, ni es lo que parece, ni Manolo se fue cuando dicen las fechas, ni se irá mientras haya alguien en el rebalaje jugando con la niñez y muriendo cada día en lo mejor de la memoria, mientras corra el mes de abril.

Desde El Garitón, tres días después de mi propia república, Mariví Verdú


Manuel Alcántara nació en la Calle del Agua, en el Barrio de la Victoria de Málaga, el 10 de enero de 1928. Premio Nacional de Literatura en 1962, se dedicó al periodismo como articulista desde esa fecha y hasta su muerte. Por su labor en prensa posee premios tan prestigiosos como  el Premio Luca de Tena, el Mariano de Cavia, el González Ruano , el Javier Bueno, el José María Pemán o el Premio Joaquín Romero Murube. Es nombrado Hijo Predilecto de Málaga en 1979 y Doctor Honoris Causa de la UMA en 2001, recibiendo ese mismo año la Medalla de Oro de Andalucía. Y fue poeta desde que sintió el marismo malagueño acariciando su cara. Y aquí sigue, echándose a la mar cuando le nombro, esquivando las olas.

jueves, 16 de abril de 2020

LA MIRADA CONCISA. EL ARTE DE LA FOTOGRAFÍA, por Mariví Verdú

No he pegado ojo en toda la noche. Me desvelé después de una cabezadita en el sillón. Me asomé a la ventana de la cocina, como suelo hacer cada noche, y tuve que salir afuera, a la noche nítida y fresca que había dejado el día de lluvia.  Cogí la cámara y los prismáticos y estuve buscando en las ascuas de mi Málaga dormida puntos de referencia. La Catedral, la Farola, las luces del aeropuerto... Y pude ver, desde Casarabonela a los Baños del Carmen, nueve lugares entre pueblos y barriadas malagueñas con sus luces y sus farolas encendidas. Un momento emocionante.  Después me metí en Internet para compartir una de las fotos y me enteré de la triste noticia de la muerte de mi amigo Benito Lorenzo, el marido de mi querida Carmen Ocaña, tan amantes los dos de Málaga y de la fotografía, tan buenísimas personas...
Y adiós al sueño.

He venido a quedarme dormida una vez amanecida la mañana. Se me metió en la cabeza buscar la foto del día que les conocí. Y la encontré cuando el sueño ya estaba a más de dos horas de distancia. En la foto estamos brindando, tenemos en nuestras manos una copita de champán. Sonreimos como solo lo hacen las personas felices y en paz consigo mismo. Estamos guapos. Después me acurruqué con la postura fetal a ver si venía el sueño... y nada. He intentado todas las formas de relajación, desde los recuerdos amables hasta los recurrentes ejercicios de respiración profunda; desde contraer y relajar la musculatura hasta intentar dejar mi mente en blanco; música, infusiones, llorar a mares. Pensé en mi madre y en lo que iba a contar esta mañana y me acordé de algo que me me pareció un buen punto de partida pero se me ha perdido en el sueño y no lo encuentro por ningún rincón de mi cabeza. Estoy bloqueada por lo que me voy a poner ropa de faena y dejar este engreimiento de escribir que la mayoría de veces me cuesta un dolor de corazón.
Cuando, en días como hoy, no apetecía salir a la calle porque una pena traía de la mano otras penas, mi madre sacaba la caja de las fotografías. Muchas de ellas estaban metidas en un sobre al que mi abuela había escrito, con aquella letra suya decimonónica y temblorosa, un letrero para identificar su contenido: La Línea, Melilla, Tita Dolores... Mi madre también había hecho apartadillos en sus sobres correspondientes: Cieza, San Isidro, fotos de la Argentina, de Tito Gabriel y fotos de artistas. La letra de mi madre era muy similar a la de Emilio Prados. Igualita. Tal vez por eso quiero el doble a mi paisano.

He sacado mis álbumes esta mañana para ponerme luego, una vez haya hecho mi faena, a disfrutar del pasado impreso, de nuestra vida impresa, de la historia gráfica de los sentimientos. Ese amor por la fotografía me unía a la pareja de Benito y Carmen, así como el amor a los pueblos de nuestra provincia de quienes ellos han sido pregoneros y dinamizadores de su herencia cultura. En más de una ocasión, Carmen ha colaborado conmigo en Calle del Agua y ambos han difundido las actividades culturales que he programado durante los últimos doce años de vida social, antes de mi encierro. Nos hemos encontrado muchas veces y siempre han sido motivo de alegría, dejando constancia de las mismas en fotografías que guardo con muchísimo cariño. A Benito le pedí permiso en más de una ocasión para usar sus fotos, para pintarlas a óleo o simplemente para conservarlas porque me encantaban. Tenía una mirada concisa, delicada, bellísima del paisaje y del momento, esos momentos que captaba con suma maestría y compartía con todos en un acto diario de generosidad. Le echaremos de menos.

Lo que hoy escribo es para él, en su memoria, y para Carmen con quien comparto, con el pan de mi foto, mi cariño y mi tristeza a partes iguales.

Desde El Garitón, a punto de abrir la puerta y perderme entre grises y rosas nacientes, Mariví Verdú

*Las dos primeras fotos son de Benito Lorenzo. Único. Irrepetibles.

miércoles, 15 de abril de 2020

DESAPRENDER, por Mariví Verdú

Hay un momento en la vida en el que todo el aprendizaje adquirido así como nuestra escala de valores empieza a no servirnos, unas veces porque nos cuestionamos los resultados en carne propia y  otras porque la vida nos va enseñado nuevas formas, nuevos conceptos, nuevas alternativas. Y no es que no sirva para nada lo anterior, los posos que el tiempo haya ido dejando a cada uno conforman nuestra vida haciéndonos ser las personas que somos, pero, como decía Aute: el pensamiento no puede tomar asiento, el pensamiento es estar siempre de paso. Pues así ha evolucionado desde el principio la humanidad: rodando, como la piedra de León Felipe. O tirándola y floreciendo como la de Juan Ramón... Tira la piedra de hoy, olvida y duerme. Si es luz, mañana la encontrarás, ante la aurora, hecha sol.

Cada uno de nosotros somos el resultado de una educación programada por los gobiernos y confirmada en el seno familiar, somos herederos de un legado ideológico, lingüístico, y cultural, lleno de tradiciones y de convencimientos que un día, por cualquier situación -la mayoría de  veces por causa externa, grave y de ruptura-, nos replanteamos sin más y, de la noche a la mañana, en un abrir y cerrar de ojos, cambia nuestra vida y nos encontramos de nuevo desnudos como en el momento del alumbramiento. Ahora, con este miedo a lo desconocido que sufre el mundo por el maldito Covid 19, un problema que ha venido a ponerlo todo patas arriba, ha llegado el momento de quemar las naves. Se establece un nuevo orden de cosas, una nueva forma de vivir que tendremos que asimilar y deglutir despacito y sin atragantarnos. Estamos en un momento de inflexión a nivel mundial. Cada uno lo tomará a su manera pero lo tomará obligatoriamente porque no hay forma de evitarlo. Siempre habrá quien ni siquiera se plantee esta cuestión y, dejándose llevar, no saldrá de los cuatro ladrillos donde bailó el tango de su vida: comer, dormir, rezar y joder  (en todas las acepciones de jodienda) esperando que dios o el rey le saquen las castañas del fuego. Van listos. Anda que estos últimos están por la labor...

Los conflictos tal y como los conocíamos han quedado obsoletos. Habrá que replantearse el estado de guerra vivido hasta la fecha en todo el orbe y darlo por finiquitado. El llamado conflicto generacional ya tampoco existe como tal por problema de edad, existe por la postura de unos padres inamovibles que no han pensado en cambiar un ápice del sitio que creen ocupar pero que ya no es el de la atalaya. -Ahora no sabe nada ni el padre ni el hijo y mucho menos el espíritu santo-. La vida entera, desde que el ser humano existe sobre la faz de la tierra, ha sido una eterna improvisación. Yo la sabía desde hace mucho tiempo: soy aprendiz de abuela, como lo fui de madre y de hija, como seré aprendiza de vejez y de muerte llegada la hora. Aprender y desaprender, cambiar el rol de sabelotodo por el del aprendelotodo, ahí está el quid de la cuestión y de la supervivencia.

Los Hermanos Álvarez Quintero, Serafín y Joaquín, pareja de autores famosos desde principios del Siglo XX y durante el franquismo, fueron autores de teatro, mayormente de comedias melodramáticas llenas de prejuicios morales y poco fieles a la profunda y verdadera historia de Andalucía. En "Malvaloca" decían esta letrilla que se quedó en mi memoria:

Merecía esta serrana 

que la fundieran de nuevo 

como funden las campanas.

Esperemos que nadie tenga que fundir a nadie y que todos seamos conscientes de realizar el cambio por sí mismo, de voluntad propia. Sé que a muchos nos gustaría dar un giro de 180 grados y descubrir sin esfuerzo esa nueva dirección que lleva a la felicidad pero no sabemos adónde nos llevará ésta senda nueva, tal vez a Ítaka. Siempre nos lleva a Ítaka. Y habrá que seguir caminando. En el camino está la vida. Aceptemos que ha llegado el momento de desaprender. Sé que es complicado pero habrá que hacerlo sin traumas, despacito, con mucha paciencia. Vamos juntos, no queda otra.

Desde El Garitón empapadito de lluvia, Mariví Verdú

* Me comenta un amigo, maestro en éstas y otras lides, que en el apartado de soleares de tres versos presentes en el pueblo, en la "Colección de cantes flamencos" de Demófilo, en 1881, anterior a la obra de los Álvarez Quintero, ya aparece la misma soleá. Creo que debía incluir esta nota. es de justicia literaria. Muchas gracias, Salvador. Ya me parecía a mí que tenía mucha enjundia la letrilla...

martes, 14 de abril de 2020

NO SE BORRA DE MI MENTE, por Mariví Verdú

El camino de la vía
regando voy con mi llanto,
son tan grandes mis quebrantos
que tengo la fe perdía
y el mundo me causa espanto.

Así sentía. Así cantaba La Trini.

Hoy es catorce de abril y, llegada esta fecha, no puedo evitar traer el recuerdo de Trinidad Navarro Carrillo “La Trini”, famosa cantaora nacida en la segunda mitad del Siglo XIX en Málaga, creadora de varias formas de estilos de malagueñas. Su fama y su azarosa vida es de todos bien conocida. De su fuente bebieron cantaores de la talla de Antonio Chacón o Pastora Pavón “Niña de los Peines”, ni más ni menos. Siempre me han gustado sus letras y el aire de sus creaciones, particularmente una de ellas -creo que la más significativa- porque en sus versos nos cuenta un hecho doloroso que marcaría dramáticamente su vida y su futuro:

No se borra de mi mente
día catorce de abril,
y siempre tendré presente
porque ese día me vi
a las puertas de la muerte.

Estos impresionantes versos que cantó en su malagueña los escribió a raíz de sufrir la gravísima intervención quirúrgica que le practicaría con éxito el Doctor Gálvez Ginachero.

Siempre pensé que esta copla tenía algo que ver con el Día de la República. Y lo tiene por la  coincidencia de fecha de ambos acontecimientos que en mí memoria son ya inseparables. Y aunque no soy de celebrar mucho eso de los días oficial y mundialmente impuestos en el calendario -soy mujer de diario, totalmente al pie del cañón cualquiera de los trescientos sesenta y cinco y un día más cada cuatro años en los bisiestos-, hoy lo celebro. Y lo celebro porque para mí cualquier día es el día de la justicia social, el de la educación, el del planeta, el de las abejas, el del agua, el de los derechos humanos, el de los niños, el de la libertad, el de la solidaridad, el de las naciones unidas, el de la erradicación de la pobreza, el día de los inocentes, el de los refugiados, el de la filosofía, el del campo, el de la amistad, el de la paz... Señores, hoy es mi día, el día en el que deseo que todos aceptemos el mismo color en la sangre, los mismos derechos y los mismos deberes: las mismas posibilidades. Si eso requiere ponerle colores, no duden que se los pondré: dos ya los tiene pero pintémosle también el color de la tolerancia. Queda más bonita y mucho más sincera...Sí, sí, la bandera, la bandera.

No es malo pensar y decidir, saber lo que se es. Tampoco es malo amar y desear para el vecino lo mismo que queremos para nosotros mismos, lo malo es no dejar que lo hagamos y reprimir lo poco que nos va quedando de humanos en el alma. Salud, compañeros.

Ya ha pasado un mes de los largos, de los de treinta y un días, y seguimos recluidos. Y parece que ha servido para algo. Hoy hay un atisbo de esperanza por lo que seguiremos encerrados el tiempo que haga falta. Los sacrificios tienen su mérito y su recompensa.  Todo sea por la causa, amigos.


Desde este alto rinconcillo de las estribaciones de la Sierra de Mijas que busca el mar, me despido hoy, catorce de abril, con aires de La Trini y os canto esta malagueña que escribí hace dieciocho años en el trabajo “Por despecho”:

Ay de la pena de ser
humanamente mortal,
divinamente mujer,
poéticamente...fugaz
mariposa de placer.

Si en algo ayudaron mis palabras a entretener el encierro, ole ahí. 
Cariñosamente, Mariví Verdú

lunes, 13 de abril de 2020

PARA LA LIBERTAD...LIBROS, por Mariví Verdú

La libertad es una librería. Joan Margarit

Me gusta hacer un ejercicio de memoria cada noche, antes de darme al sueño. Las agendas, cuando ya no tiene una obligaciones con nadie ni citas de trabajo -ese horrible trabajo de ir a citas que no deseas, las otras no necesitaba apuntarlas y ya no tengo-, empiezan a ser útiles para escribir una especie de diario confesionario al que regreso cuando tengo alguna duda de si he muerto o si alguien lo ha hecho antes. En estas crónicas diarias que no sobrepasan la cuartilla, puedo expansionarme de puño y letra y muy a gusto y despacharme como me da la realísima gana. Espero que me dé tiempo a quemarlas antes de que me vaya y entre por mis puertas la curia descubriendo así mis íntimos secretos o, en el peor de los casos, tirando mi vida a la basura sin prestarle la más mínima atención. En una cuartilla caben besos y lamentos, en otras palabrotas y en muchas mando a más de uno a donde picó el pollo o directamente dejo de hablar de ellos, que no sé lo que es peor, hacer el vacío o despotricar de alguien.

De que me gusta escribir no caben dudas. Pero lo mismo que amo mi palabra escrita, amo la de los demás. Siento un profundo carño por cada uno de los libros que conforman mi librería o que han pasado por mis manos, bien sean desde la biblioteca pública, bien prestados por algún amigo del alma o heredados de la familia (una suerte haber tenido una familia dada a la lectura). Los libros son agendas sagradas, algunas más extensas que otras, bien contadas por otras personas, la mayoría inteligentes, ocurrentes, interesantes. Adoro los libros que vienen hacia mí como predestinados, tantos desde Platero hasta hoy, desde El Quijote hasta mañana, desde Un mundo feliz hasta la eternidad... La gente que no lee, con dificultad podrá pensar. La gente que no piensa es peligrosa. Desde que el hombre descubrió sus lágrimas, el vacío de una pérdida y la pasión amorosa -da igual el orden, creo que es a la inversa- y cogió barro, piedra o carbón...ay, el carbón y la gubia y la palabra, ya comenzó su perdición y la mía. Desde la primera duda hasta el encuentro con los dioses, todo me interesa.

Esta madrugada -no sé en qué programa ha sido porque me he despertado varias veces y en dos ocasiones he puesto la televisión- he oído una frase del poeta Joan Margarit, (Premio de Literatura Miguel de Cervantes 2019) que me ha llamado la atención dando inicio a mis palabras de hoy: “La libertad es una librería.” Es el verso dieciséis de los veinte con los que cuenta el poema La Libertad. Los dos anteriores son: Las palabras República y Civil. / Un rey saliendo en tren hacia el exilio. 

Si lo queréis oír en voz del poeta, podéis escucharlo aquí: 
https://www.joanmargarit.com/es/la-libertad/


Que a mí no me enmienda nadie:
libre quiero yo vivir,
libre me parió mi madre.
 

Sí, mi libertad, así le canté por soleá, ay mi libertaad, la libertad... la libertad de los libros y el labrador de más aire...

Ay, mi Miguel Hernández.

Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada,
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.



Desde El Garitón, envuelta en lluvia, Mariví Verdú

domingo, 12 de abril de 2020

CÓMO PONER TÍTULO AL DOLOR, por Mariví Verdú

Todas las fechas esconden sentimientos, recuerdos que se nos fijan en la memoria, pero este domingo de resurrección es, absolutamente, el más triste que hemos vivido en comunidad. Puede que individualmente la fecha de hoy traiga buenos recuerdos a muchas criaturas, o quizás los más tristes de su propia vida y puede que para los cristianos suponga día de esperanza, pero nunca ha sido tan dura y descorazonadora a nivel colectivo. Sería preciso ser creyente para poder afrontar con conformidad en este domingo de resurrección tanto dolor cercano y tanta muerte habida, tanto miedo, tanta impotencia personal y tan poca esperanza en recuperar la vida tal y como la dejamos el segundo fin de semana de marzo. El invierno continua en nuestros corazones a pesar de que la primavera campea a sus anchas. Mis dos primeros escritos en estado de alarma los titulé “Ahora y en la hora...” y  “De nuestra vida. Amén” pero hoy no sé cómo ponerle a tanta palabra absurda y a tantísimos litros de desencanto.

Me he levantado y me he ido a la cocina. Ultimamente he tomado la cocina como refugio antidepresivo. Ya viene de antes lo de meterme en ella cuando me veo enredada mentalmente. Parece que se me aclaraban las ideas metiéndome en harina y entre fogones. Ahora, ni echando horas extraordinarias de guisoteo se me va la paranoia. Acabo de hacerme una infusión de yerba luisa, manzanilla, orégano y tomillo, todo recogido a dos docenas de pasos de mi casa menos la manzanilla que se la debo a mis amigos Miguel y Pepi -que todo lo que me dan es bueno-. Mi rodal de manzanilla, así como el del almoraduj que me regalara en una macetilla Pepe Luque, de la Peña Juan Breva, allá por la primavera de dos mil seis, quedaron desgraciadamente en el terreno perdido. Aunque nada fue igual desde aquel fatídico año, hoy debería de mirar con esperanza el futuro y fijarme en el número de personas que han sobrevivido al virus pero es tan aplastante la sombra de la muerte que no deja resquicio para un rayo de sol.

He vuelto al ordenador. Antes he endulzado la infusión con miel castellano-manchega, regalo de mi hijo Pedro. Todo lo que tiene que ver con él es dulce y me alegra la vida. Y, entre sorbo y sorbo, pretendo que el papel se endulce a la par que yo porque he tenido un despertar que no quiero que dure más que el tiempo justo de quitármelo de encima. Quisiera no estar tan abrumada y poder transmitir en mis palabras confianza en vez de miedo pero no ayuda estar sola y en silencio la mayor parte del día, todo el día, salvo el ratillo en el que hablo con los míos por teléfono o video llamada y ese se me hace tan corto...

He acabado la dorada infusión y he vuelto a levantarme de la mesa de trabajo  para llevar el vaso a la cocina. Una vez allí, he puesto un puchero con la parsimonia de quien está efectuando un ritual. Dicen los meteorólogos que tenemos una borrasca a punto de entrar, que esta tarde va a llover y estará lloviendo hasta el miércoles. Hablando en nombre del campo, doy las gracias. Hablando en el mío, me hará compañía. La lluvia me hace mucha compañía, me resulta agradable porque últimamente está cayendo caladera y pausada, buenísima. Y es tan fructífera... Y me da pie a hacer migas con tocinillo y gachas con cuscurrones...Me he acordado de mi madre y de mi abuela y de pronto he sentido que se me aclaraban las cosas. Ha salido el sol y he recibido los buenos días de mi hijo y las novedades de su casa, sé que mi nieto está comiendo churritos que le ha hecho su madre  y se me ha templado el cuerpo. Me había levantado tiritando y, al despedir mi crónica, he entrado en calor. Ojalá os transmitiera este calorcito que me ha venido de pronto, este ánimo que me regalan el sol y los de mi sangre, desde este rincón donde mi vida se reduce a sentimientos, campo y palabras.

Cariñosamente, Mariví Verdú

*Las fotos que acompañan mi confesión de hoy tienen que ver con lo cotidiano en la sencillez de una cocina. Sin embargo, es un lujo que hay que valorar, una suerte que tenemos en España la mayoría y que da hasta apuro compartir cuando sabe una cómo están las cosas-. Querio dejar claro que para mí no son pequeñas cosas poner un puchero o hacer un budin de pan duro... son grandes cosas que hay que apreciar en la vida. Por eso quiero compartirlas. Es una forma de estar agradecida.

sábado, 11 de abril de 2020

FOLIO EN BLANCO, por Mariví Verdú

 Esta madrugada me he pasado un buen rato frente al folio en blanco, sin saber con qué palabras dar el primer paso para encarrujar mi crónica. Estoy alelada, descafeinada, obnubilada, apollardada y no sé cuántas otras hadas más me harían falta esta mañana para coger el hilo de tanta idea inconexa y torpe que pasa y cruza por mi cabeza sin pararse a meditar. Perdida en el blanco de la pantalla, miro por la ventana y, así como ayer me dieron ganas de vestirme y ponerme a hacer cosas bajo un sol apetecible, hoy me dan ganas de meterme en mi concha y dejarme llevar por la apatía. Espero no tener que luchar contra la glotonería, tan típica en situaciones de inacción.  

De pronto y como el que no hace la cosa, acabo de darme cuenta de que el primer párrafo está escrito. Entonces me acuerdo de Lope y de Violante y sigo p’alante. Una hora de la tarde de ayer se la dediqué a las torrijas. Me comí dos. Hice una fuente, como si viniera a comer un regimiento, y es que está una perdiendo la chaveta. Ahora tocará comérselas y cuando salgamos de ésta tendré un sobrepeso que en nada me beneficia. Necesitaré andar cada día un par de horas como poco, si no quiero tener que comprar de bulla una talla que no tenía y que no me gusta un pelo.

Ayer estuve interpretando mi papel de perfecto gañán, un rol que tomo bastante a menudo desde que vivo aquí, en mayo hará catorce años. Yo soy mi propia bracera, la cultivadora ideal porque nadie como yo quiere lo que es mío. Reconozco cada rincón de esta suerte, cada golpe de grama o rosa nueva. Hay quien tiene jardín para enseñarlo pero nunca va nadie porque no tiene amigos pero también los hay quienes dejan que habite dios en su jardín, todo dios, y lo disfruta. Los primeros tienen su jardinero, los segundos tienen dos manos trabajadoras y a dios suelto por el jardín. Y cuando van los amigos no saben qué ofrecerles, qué fruta darle, qué ramo de acelgas o de violetas o qué matita de orégano o de romero cortarle para que regresen pronto.

Antes de éste último párrafo me he levantado a desayunar. Sí, soy mala, malísima, pero qué bueno está un huevo frito con dos lonchitas de tocinillo ibérico acompañadas por un trozo de pan cateto y un café. Si estará bueno que ha salido el sol y todo para verme feliz. Y ahora sí que pongo punto y final, aquí mismo, porque dejé ayer una faena a medias y voy a aprovechar estos rayitos que me acaban de regalar para acabarla. Y para dar gracias por haber superado otro día más la prueba del papel blanco.

(...) Ya estoy en el segundo, y aún sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.

Desde este rincón alto de la provincia de Málaga, a punto de irse a barrer El Garitón, Mariví Verdú

*Dice hoy la RAE que, en una de sus greguerías, Ramón Gómez de la Serna dijo que «”pingüino” es una palabra atacada por las moscas». Sobre la «u» con diéresis, también decía que «es como la letra malabarista del abecedario». Yo no tengo otra cosa que decir que hasta mañana, amigos.

Fotos de Pedro Durán Verdú

viernes, 10 de abril de 2020

CORAZONES VIRTUALES, por Mariví Verdú

Ayer, jueves santo atípico y silencioso, no fue mi mejor día de confinamiento. El día transcurrió lento y vacío. Estuve pintando por la mañana un rato -estoy liada con el retrato de mi amiga Amparo López- y , faltando a mi promesa de no encender la televisión, quise ver los informativos. Me encontré con el directo del congreso de los diputados y estuve oyendo el debate. Ya no pude quitarlo. Las personas somos seres políticos y es importante saber quienes nos representan pero más importante todavía saber quienes no.  Me admiraba cuánta dialéctica usaron para una consulta tan concreta como la que allí se debatía: estar de acuerdo en quince días más de confinamiento. Todo lo demás fue un relleno vomitivo que acabó con el poco humor que ya me va quedando. No sé si soy exactamente lo que creo que soy, pero lo que no quiero ser lo sé y ayer me quedó más claro que el agua.

 Dejé las acuarelas, subí el volumen para seguir el rastro de las voces políticas y me fui al sagrado recinto de mi cocina. El mejor rato lo eché allí y fue el que dediqué a preparar el potaje de vigilia, tradicional en mi casa como en casi todos los hogares andaluces por estas fechas, porque me concentré en ello y quedó como un eco de indiferente compañía que, poco a poco, se hizo imperceptible. Lo consiguió del todo el perfume de orégano, ajo y pimentón que trasminaba inundándolo todo de esencias conocidas, familiares, esenciales para mi alma. Entre el refrito del potaje y la olla de lomo en manteca, se hizo un silencio milagroso. Aquellos trozos de cinta de lomo que tenía en adobo desde el día antes prevalecían sobre el potajillo. Con ellos llené una tarrina hermética de cristal con l capacidad que ya había calculado.La carne flotaba en la manteca hirviente, color de naranja líquida y de un aroma que invitaba a comer. Una tentación que no pude conmigo. Ni lo probé.  El bacalao seco y asado que usé en el potaje lo eché en agua para desalarlo más de veinticuatro horas antes de guisarlo y los garbanzos del potaje los eché la noche del miércoles santo en remojo con media cucharadita de bicarbonato.

Como me había levantado de madrugada, tenía hambre a la hora de los albañiles. Y comí. Me puse un fariña con gaseosa y me corté un pedazo de pan mientraas seuían los políticos hablando hasta que los apagué. Necesitaba concentrarme en dar gracias por los alimentos, las manos, la herencia de mi madre y el recuerdo de los míos con los que ahora no puedo compartir nada más que corazones virtuales. Me acordé de una amiga de mi grupo de wasap, de una compañera del colegio que me tenía preocupada porque casi siempre es la alegría del grupo y llevaba varios días sin decir ni pío. La llamé para preguntar por su salud. Ella es, como la mayoría de mis compañeras, grupo de riesgo, además está operada de cáncer y me tiene harta porque no deja de fumar. Y no me equivocaba. Estaba con el humor en los pies. Me dejó helada porque había tres bajas entre sus familiares por culpa del Covid 19. Y ya no pude hacer nada en toda la tarde más que ir de aquí para allá como una posesa. Hasta que hablé con mi hijo. Se puso mi nieto y de nuevo latió mi corazón. Es lo que tenemos ahora: corazones virtuales.
Ayer hizo un frío inusual para ser mediados de abril. Hay más de cincuenta rosas a punto de abrir pero están acobardadas, como yo, como el chilindro inmaculado, del hijo del de mi madre que los nuevos propietarios del terreno arrancaron y tiraron dejando el esqueleto mucho tiempo rodando delante de mi casa, detrás de la valla, y provocándome palabrotas e improperios cada vez que lo miraba acordándome de toda su puñetera generación. Incultos. También arrancaron una encina que ni siquiera usaron para leña... No son vecinos, son gente que me hace sentir más sola todavía. Y para no poner punto y final con los indeseables ni con los miserables de turno, brindo por unos vecinos tan humanos como Tina y Javier, con el sabor de su mermelada de naranja amarga, tan dulce, en mi boca y mi agradecimiento por unas acelgas más tiernas que el agua. Son profesores jubilados pero deberían de poner una academia de humanidad por el bien de todos nosotros.

Desde El Garitón, pidiendo a los humanos piedad y a los dioses...
A los dioses ya no les pido nada, Mariví Verdú

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...