domingo, 14 de noviembre de 2021

QUEDAN MUCHAS FLORES POR NACER TODAVÍA, por Mariví Verdú

Ayer, sábado trece y extrañamente caluroso para estar a mediados de noviembre, me pareció uno de esos días especiales que te regala la vida y que aceptas preguntándote qué he hecho yo para merecer tanto... Sí, vino la luz llenándome las manos de cristalitos azules y romos, los oídos de canto de pájaros y colmándome el resto de sentidos de delicias varias, de risas y ternuras. El viernes por la tarde ya empezó la mañana de sol y todo cobró sentido con la preciosa sonrisa de mi Emma que solo tiene tres años; ayer, por la más vieja de mi familia: mi prima Julia que con sus ochenta y siete años sigue siendo divertida, intrépida y exultantemente guapa y alegre.  

Había hecho planes con ella para el domingo pero la cosa se anticipó y, sin rumbo fijo, salimos a quitarnos años de en medio.  Después de dar una vuelta turística por Málaga, desde el Paseo del Limonar hasta la carretera del Colmenar, de parar para retratar estas incógnitas que dibujaban los aviones en el cielo -foto que ilustra la crónica- y de reírnos como colegialas de mis despistes y de nuestros propios errores, le conté una historia familiar: la huída de mi tío Federico de un bando a otro en la guerra civil y de cómo se cayó desmayado después de tres días sin descansar, campo a través, con miedo, cruzando la provincia de Granada y la de Málaga hasta llegar a la Calle Pacífico donde vivían su tía Victoria y su novia María Teresa. Tres jornadas caminando de noche, escondiéndose de día, escaso de agua y sin comer lo tenían derrotado. Un hombre de más de un metro ochenta, débil, desnutrido, que vino a encontrarse con un tazón de puchero que le ofreció mi abuela Victoria, un caldo concentrado, recién sacado de la olla que hervía en su hornilla económica, cómo se desvaneció nada más entrarle en el estómago. Así estuvo durante otros tres días, menos mal que se había sentado en la camilla turca que mi gente tenía en un rincón de la sala, de lo contrario no hubiesen podido con él entre todas la mujeres de mi casa. Hablamos del episodio vivido por mi abuela y sus dos hijas, mi madre y mi tía María, en el cuartelillo de Falange por una falsa denuncia, fruto de los celos que a veces pueden llegar a ser motivo de odio. Este relato es un capítulo de mi libro “El poder de las cosas pequeñas” que pretendo publicar en 2022 si tengo salud y me alcanza el dinero. Julia y yo hablamos de su dilatada vida de trabajo y experiencias, mientras subíamos uno de los parajes que más amo de mi provincia: los Montes de Málaga, no en vano mi sangre llega desde el Lagar de Jotrón por la parte de mi abuelo materno, mi abuelo José. La verdad es que todo me gusta por allí, parar siempre en la perdida Venta El Mirador y recordar con inmenso cariño a María Gaspar Postigo, pero pasar la Fuente de la Reina es mi delirio. Como era natural, fuimos a parar al Puerto del León, a 900 metros sobre el nivel del mar, y a la venta que ostenta el nombre del puerto y que es una de las mejores del mundo. Allí están Paco y Victoria, sus hijos Paco y Jorge, sus nueras y sus nietos -bienvenido, Miguel, precioso el Benjamín- un nuevo miembro de la Familia Chinchilla, tan querida. 


Bajamos con un dulzor de flan de chirimoyas en la boca y disfrutando cada curva del camino de vuelta, el paisaje no estaba nítido pero a pesar de la brumilla a Málaga no le falta de nada, sigue en su sitio, siempre nueva como diría hace años -en mi parte de alimón- en “Azogues Malagueños”: "Las luces que desprendes son las mismas, las del génesis claro, día primero." Las demás cosas que pasaron y que omito no tienen poesía.

Al despedir la tarde, mi amigo Juani Soler, tan noble como generoso, me dijo que me llegara a su finca a recoger naranjas, aguacates y mandarinas de su cosecha. Al llegar, un besito de su nieto deja en mi rostro su ternura y su inocencia y me siento feliz. En un hogar tan familiar nadie puede sentirse desdichado. Su hermana Mari Carmen, que se alegra de mi vuelta al ruedo, me pide que escriba cosas más alegres, que no esté triste. Pues no estoy triste, Mari Carmen, estoy viva y la vida es alegre y triste a partes iguales, lo que me pasa es que la balanza a veces se descompensa y no puedo decir lo que no siento. Mira por dónde, hoy todo se ha puesto a mi favor y la balanza marca la flor de la alegría. Hoy va por tí, Mari Carmen, y por mi hijo Pedro, mi Cristina y mi Dani que pasaron un día maravilloso en Aldeanueva de Barbarroya -a casi quinientos kilómetros-. Va por Julia y por Emma. Y por Miguel Chinchilla.

Hay mucho que vivir todavía, muchos cristalitos pulidos que recoger del rebalaje y quedan muchas flores por nacer, en El Garitón y en las hojas de mis libros inéditos, encapullados, locos por estallar.

Con los ojos niños, Mariví Verdú


viernes, 12 de noviembre de 2021

LA HERMOSA CLARIDAD QUE SUBE DESDE EL MAR Y NOS HACE A TODOS DE COLORES, por Mariví Verdú

Es muy agradable sentarme a escribir por puro agradecimiento, emocionada, exaltada por el placer que me ha proporcionado la música y relajada como solo ella consigue dejarme. Esta mañana, frente al televisor, ese aparato que últimamente se ha convertido en diabólico, me he sentido alegre y llena de esperanza. Todo un milagro gracias a la 2. Los Conciertos TVE2 siempre nos ofrecen una buena programación pero la de hoy ha sido muy especial, novedosa, didáctica: Bioclassics, una hora de creatividad que me ha causado una agradable y gratísima sorpresa . Ésta plausible iniciativa es obra de Sheila Blanco Gutiérrez, salmantina de treinta y nueve años, cantante y compositora española, además de comunicadora y divulgadora cultural, muy conocida por fusionar textos con música, tanto clásica como pop, rock, folk y jazz, creando una simbiosis entre lenguajes artísticos, con un estilo muy personal. Asimismo, su trabajo está muy enfocado a la reivindicacion y recuperación de escritoras españolas, como las poetas de la Generación del 27 de las que ha realizado cuidadosas adaptaciones musicales de sus letras. Sheila ha conseguido en este trabajo acercarme a la vida de los autores clásicos a través de sus obras y títulos más representativos, cantándome su biografía a compás de títulos conocidísimos de talentos como Händel, Schubert, Ravel, Vivaldi, Tchaikovsky, Wagner, Beethoven, Bach y Brahms.  Vaya mi más sincera felicitación a Sheila Blanco y a la Orquesta Sinfónica de RTVE dirigida en esta ocasión por el soriano Carlos Garcés, a los Conciertos de la 2 y al programa que han ofrecido esta mañana desde el Teatro Monumental de Madrid.

Esto ocurrió el sábado 17 de octubre y escribí con ferviente deseo de dar gracias por lo aprendido y disfrutado pero se quedó tan solo en deseo y en archivo dormido en mi escritorio. Hasta hoy he estado desconectada de la red, no he podido usar ni mi ordenador ni he disfrutado de wifi, ni de impresora, ni de datos libres en mi móvil...bueno, ya sabéis cómo va esto. El cable de telefonía tenía casi cuarenta años y dijo a morir y se murió. El pasado 28 de octubre pusieron dos postes de ocho metros en mi finca para cambiar el viejo cableado de Telefónica por la fibra óptica de Movistar y aquí ando de nuevo, después de tres largas semanas, de vuelta al tajo, a hablar sola en el silencio, a mandar pensamientos sabe Dios dónde, a convencerme que esto sirve para algo más que para satisfacer una inclinación natural -llamésmole pérdida de juicio, tendencia a la locura o al narcisismo...- vaya, que no es una obsesión como otra cualquiera. La cuestión es que sigo aquí, inmersa en un silencio colectivo, voceando palabras a los cuatro vientos y creyendo que el mundo empieza y acaba en mi portón y solo me utiliza para llevar su cruz. Y su estandarte.

No me he alterado demasiado porque creo haber aprendido a asumir los cambios con una naturalidad que solo permite la vejez o su antesala. En solo un mes ha cambiado la fisonomía del mundo, la triste historia del mundo y la concreta del mío, de mi entorno, de mi casa, de mi vida. La casa se me ha caído literalmente encima, era muy vieja ya, y mi templo, ese lugar que alberga mi alma y que hace aguas por todos lados, también ha dicho aquí estoy yo. Liada de médicos y de especialistas, soy una real porquería. Una más porque todas mis amigas tienen achaques, cuando no por sí mismas, por sus hijos y nietos, por el uso que los demás hacen de su tiempo, por el poco respeto que tienen a sus vidas. No es mi caso pero sufro con los otros porque me importan. Todos mis amigos se van yendo despacio, utilizados hasta la saciedad por hijos tiranos que les han absorbido la salud, consumidos por enfermedades que padecen en la más absoluta soledad, sin respeto a sus muertes ni al legado que han dejado a base de sacrificios y trabajo. Ya solo toca esperar el número de orden que me tocará a mí, yo no sé, nadie lo sabe y menos mal. Mi madre decía que lo mejor que estaba dispuesto en este mundo es eso, que todos tenemos que pasar por ahí. Mientras llega el día -espero que tarde mucho tiempo-, no dejo de bendecir cada amanecer, es un verdadero regalo, un lujo: los días están contados. Tampoco dejo de dar gracias por todo lo que ha hecho de mí la persona que soy y por sobrevivir a tanta dosis de tristeza. No puedo entender que haya gente tan desagradecida en este mundo como para no valorar la hermosa claridad que sube desde el mar y nos hace a todos de colores y no padecer ataques terribles de tristeza.

Sé que tengo familia y amigos a los que les importo, sé cuanta gente me importa a mí y sé que vivir se conjuga solo en presente de indicativo pero viva siempre en mi corazón el pasado hermoso y el futuro esperanzador para afrontar la vida que me queda con la dosis justa de alegría y la tristeza justa que me otorga la razón.

Desde El Garitón, pidiendo la sagrada lluvia, Mariví Verdú. 

Madroño de Belvis.
Foto de Pedro Durán.

domingo, 26 de septiembre de 2021

BENDIGO LAS COSAS DEL CAMPO, por Mariví Verdú

No sé qué clase de alineación de astros oscuros está teniendo lugar durante estos dos últimos años. Mire para donde mire, solo veo gente sufriendo, catástrofes, desaliento y no hallo consuelo alguno. Y eso que intento ser positiva: mirar con optimismo cualquier rasgo de bondad de la naturaleza, valorar los actos solidarios y estar agradecida al sol que acude cada día a la cita para darnos su luz. Y sin olvidar en ningún momento que la vida aún me pertenece, o sea, que disfruto un grandísimo milagro. Una de las cosas que me ayudan a mantenerla es respetar mis normas y la más importante de ellas es no dejar nada para mañana que, como dijera Josep Pla, sería dejarlo para siempre. Bien es cierto que se han invertido mi orden de prioridades y se me ha trastocado la concepción del tiempo. Hace varios años, con los ojos pegados, me tiraba de la cama directa al ordenador, a escribir versos e impresiones que me parecían una obligación para con mis lectores y conmigo misma. Hoy han cambiado las cosas, se ha invertido el orden de mi trabajo diario y le echo más tiempo al campo, a faenas antiguas, a las de siempre, esas que repercuten en lo más íntimo. La azada, el pico y la chapulina me mantienen viva y me siento la mar de agradecida y pagada con que las buganvillas se caigan de flores, pueda recoger la cosecha de membrillos, de almendras, de aceitunas... Aunque tengo tan solo para consumo propio, orégano, mermelada de kunquats (fortunela o naranja china), hierbabuena, tomillo y romero se han llevado todas la amigas que han venido a verme. Y me doy cuenta que me importa mucho más un rato de charla con mis próximos que un par de folios escritos sin destinatario fijo. Sin embargo, el gusanillo de la escritura me reconcome por dentro y de vez en cuando pide su hoja y su metamorfosis. 

El pasado año, como una sufridora más del Covid, me tocó aislarme. Perdida en este monte, llevaba sobre mi alma a los que tuvieron que estar al pie del cañón, enfermeros y servicios públicos, desde el dependiente de un gran almacén hasta el mancebo de una farmacia...Y sufrí muchísimo por los niños que no entendían de la misa la mitad y por los ancianos que morían sin socorro. Sin el consuelo de un abrazo, de una visita, de una mirada y atormentada con las noticias, sufrí mi propio purgatorio con un infierno en la cabeza y un cielo en el corazón. 

Aún recuerdo cómo pasó lo de mi pérdida de olfato, así, de la noche a la mañana, y me encontré con que esa parte tan importante de los dones que nos fueron otorgados a los seres humanos y que tan poco valoramos, había desaparecido llevándose mi gusto, mis sabores, mis perfumes, mi memoria y mi seguridad. Pasó en otoño de 2019. Recuerdo haber ido a mi médico par contarle el problema y se lo achacaba a la gran cantidad de medicamentos que había tomad ese año y el anterior para varias bronquitis y un principio de neumonía que sufrí. Asqueada de aerosoles porque me asfixiaba y con la sangre envenenada de potingues y una tristeza infinita, sin un duro y más sola que la una, valoré sobre manera el premio que me otorgaron por mis letras flamencas y el viaje que improvisé a Chefchaouen y Arcila en el mes de diciembre. Allí encontré mi olfato perdido. Sin embargo, mi cabeza no podía ocultar el peso de estos cinco últimos años y tomó el color gris de la desidia ¡cuántos siglos me cayeron encima! 

La inquietud que generaba en mí un papel en blanco hace, precisamente ese mismo tiempo, que se ha transformado en un profundo desasosiego, tan similar al miedo o al desencanto que, con la fusión de ambos, ha resultado un terrible monstruo, invisible, orlado de tristeza, que me ata las manos ante el teclado o paraliza mi acción de abrir la libreta, me impide tomar un folio, agarrar el bolígrafo o la nueva pluma tan preciosa que me regaló mi prima Magdalena... Sí, pero ese engendro que me entumece y frena cualquier impulso de escribir, de destapar mi corazón, no sabe que está generando antídotos invencibles, que el agarrotamiento y la inmovilidad que me frena el cuerpo deja mi pensamiento libre, volando en redor mío, tomando fuerzas, buscando adjetivos y nombres olvidados para realizar mi torre y desliar Babel. 

 Si la sensación que siento pudiera describirse, se verían cientos de frases volando a mi alrededor como un enjambre de abejas, libando mi sueño y mi moral, intentando fecundar mi aburrimiento, buscando entre todas mi corazón. Verbos sueltos como amar, reír, soñar o alegrarse que huyeron despavoridos hace mucho tiempo de mi lado -cuando llegaron en bloque otros como temer, frustrar, desengañar y olvidar- vuelven, zumbando en mis oídos, como coplas de las de bailar juntos. Llegan devorando palabras como venganza, desolación, dolor, pobreza, amargura... Llegan y dependerá de mi salud si fructifican. Si así fuera, un río de versos inundará mi vida para siempre y la sombra de algunos verbos inolvidables volverá hecha luz como la piedra que tirara el poeta Juan Ramón. 

Desde este Garitón adornado de domingo y cielo azul, espero que la justicia alce su pequeña bandera blanca sobre mi cabeza y se abra mi corazón a la esperanza. Mientras tanto, colocaré entre mis ojos el bindi y sobre ellos mis gafas y escribiré en recuerdo de mi padrino Muñoz Rojas bendiciendo las cosas del campo.



Qué la salud nos acompañe. Mariví Verdú

domingo, 5 de septiembre de 2021

PACO PADILLA, A LA MEMORIA DE MI BUEN AMIGO, por Mariví Verdú

Ayer, recién caído el sol del día 4 de septiembre nos dejó Francisco Padilla Robles, mi querido Paco Padilla. Me siento a escribir y a recordar esta mañana de domingo, cuando todavía está de cuerpo presente el que fuera uno de mis mejores amigos y quien más me enseñó de flamenco y de poesía. Mi agradecimiento siempre ha sido tan grande como hoy es el vacío que deja, no así en el recuerdo que hoy se agudiza, agolpándose los momentos vividos en mi cabeza y en mi corazón.
Me queda la satisfacción de haber gozado de su amistad y de su compañía en momentos inolvidables y haberle propiciado momentos de alegría y de justicia, no en vano lleva la insignia de “Calle del Agua”, un botijo de oro que lució siempre con orgullo, y de haberle acompañado en cuantos homenajes, cursos flamencos, en la inauguración del rincón flamenco que lleva su nombre y en el último homenaje que le brindó la Casa de Álora-Gibralfaro, acto del que guardo preciosos recuerdos y un magnifico video de Juan Antonio Piña, la misma persona, el amigo que acaba de darme tan triste noticia.

En 2003, junto al grupo malagueño Tabletom, tuvimos la idea de convocarlos y la suerte de reunirlos en el Centro Cultural “María Victoria Atencia”, que por entonces se denominaba “de la Generación del 27”. Allí fuimos para rendirles homenaje y escribí la biografía de Paco para la ocasión y para publicarla en nuestra revista "Calle del Agua". Dice así:

 
“Francisco Padilla Robles lleva toda una vida escuchando flamenco. Nació en Masmullar (Comares) el día 1 de julio de 1937, de Francisco y Dolores, y con diez años vino a vivir al Lagar de Morales, en Los Montes de Málaga, pintando el campo (sembrando) y ejerciendo de cabrero. Con 12 años trabajó de lechero y cuenta que el cabrero   le  echaba   la  bronca   porque dejaba  el  candil  encendido  hasta  las tantas. Lo que Paco hacía era leer: La araña negra, El Quijote, Diego Corrientes, El Barquero de Cantillana..., todo lo que le llegaba a las manos. Sólo necesitó muchas horas de lectura para aprender el idioma que hoy usa en su más genuina expresión.

Con 18 años vino a vivir al Arroyo de los Ángeles, en Málaga capital. Fue voluntario al servicio militar y como tenía ya buena letra y pocas faltas ortográficas, se encargó, junto con tres maestros, de la alfabetización de los quintos, que en aquellos tiempos franquistas era de lo más común. Hoy aún recuerda unos versos de Calderón de la Barca que estaban escritos en la puerta del pabellón: (…) caudal de pobres soldados/ que en buena o mala fortuna/ la milicia no es más que una/ religión de hombres honrados.  Me cuenta que sus primeros pinitos en verso  los hizo para un compañero de cuartel. Fue estando de cabo en Montejaque con ocho soldados para custodiar armamento. A petición de un tal Pepe, escribió una postal que envió junto a una foto hecha en Calle Cerrillo (algo así como en nuestra calle Camas, típico por las mujeres de la vida) con una mujer, para el día de San Antonio, y el texto decía así: A mi padre por su día/ esta postal le dirijo/ junto a una fotografía/ para que vea a su hijo/ hablando con la quería. Y...las cosas de los pueblos. A la semana siguiente novia y suegra corretearon a Pepe por todo Montejaque.  



Paco heredó de Francisco, su padre, el saber escuchar y  el amor por el flamenco. Venían andando desde el Lagarillo para ver y oír a todos los de la edad de oro flamenca: Manuel Vallejo, Niña de los Peines, Pepe Pinto, Niño León, Niño de la Huerta, Niño de Vélez, Diego El Perote, Niño de la Alameda, y trabó amistad con Niño Marchena y Niño de las Moras, a quien llamaba “El Compadrito”. Paco Padilla empezó de muy joven a cantar. Coincidió en el Campamento Benítez con su amigo Gonzalo Rojo. A veces se iban a una tabernilla de Churriana  llevando lo justo para media botella de vino. Se ponían en la barra y empezaban el mano a mano su amigo Antonio Ruiz Urbano y él... y comenzaban a llegar las botellas. Gran conocedor de todos los palos flamencos, los dice con un paladar exquisito.

Tras sufrir un grave accidente, Paco comienza a trabajar en la centralita del Hospital Civil como telefonista nocturno -también es elegido secretario del Comité de Empresa- por lo que durante diez años y suministrado de grandes lecturas conoce El Don Apacible, el 98, el 27... César Vallejo, Miguel Hernández, Lorca... Compañero en ideales de Paco Rabal, guarda muy gratos recuerdos del actor. Su capacidad, su entrega a los demás y un gran sentido de la justicia le hace escribir poesía social y de denuncia.


Ha sido Consiliario de la Peña Juan Breva cinco legislaturas, Secretario de la Casa de Álora durante tres, Delegado de Flamenco en A.M.E. y en la Peña El Sombrero, pregonero en la Noche Sanjuanera de Santón Pitar. Ha organizado Cursos de Flamenco en el Centro Cultural La Malagueña, en la Peña Fosforito “Influencia de los Cantes de Málaga en los Cantes de Levante” con Antonio de Canillas y Gabriel Cabrera; en la Peña Abadía “Ciclo de Cantes de Málaga “; Rincón Flamenco Parque del Sur, Peña La Trilla de Salobreña (Granada), Peña La Seguiriya de Osuna (Sevilla), Peña Manolo Caracol de Montalbán (Córdoba), Peña La Platería de Granada, Peña Curro de Utrera en la Guijarrosa (Córdoba)...y tantas más. Su más reciente colaboración ha sido con la Federación de Peñas, Centros Culturales y Casas Regionales “La Alcazaba”, como responsable del Área de Flamenco. La Junta de Distrito n.º 5 de Málaga le publicó un libro en la colección    Memorandum a Rafaela Luque, dedicados a una mujer, impulsora del movimiento ciudadano, muy querida y que por demás fue su esposa. Botijo de Oro de la Asociación Cultural Literario Flamenca “Calle del Agua” en el año 2003, es colaborador habitual de la revista de igual nombre y del periódico La Alcazaba. Hace más de una década que dirige un programa de radio en Onda Joven titulado “Así se canta en Málaga”, antes “Raíces del Cante” y es requerido para cualquier acto relativo al Flamenco ya que,  como veis, de raíces y frutos flamencos está llena la vida y la obra de Paco.”


Desde que le dediqué esta pequeña biografía hasta hoy han pasado dieciocho años. Así como son incontables las veces que nos hemos reunido en la década de los noventa y los primeros años del dos mil, en estos últimos quince años, después de la muerte de mi hijo, de dejar Málaga e instalarme en Alhaurín, puedo contar con mis manos las veces que nos hemos visto, pero todas son gloriosas.  

Hemos pasado momentos inolvidables que hoy cobran un color nuevo, un aire nuevo, una transparencia de eternidad. Descansa en paz, mi querido amigo Paco. Todas tus cosas, los libros, las enseñanzas, las risas, están a buen recaudo. Todo lo que me diste lo conservo y hoy alcanzan la cumbre de las herencias, la del alma, la más sublime de todas.

Desde El Garitón, oyendo cantar los pájaros y con lágrimas en los ojos, Mariví Verdú

miércoles, 18 de agosto de 2021

GEODA DE PULPÍ, TODO UN MILAGRO, por Mariví Verdú

Orientada al Este, el sol entraba por cualquier rincón de la habitación desde que alcanzó el cielo. Antes de las diez saldríamos de este lugar de paso en Puerto Lumbreras. Imaginé el batiburrillo que habrían organizado en recepción y se me erizó la piel. No tenía ningunas ganas de estar en grupo pero tenía hambre y bajé a desayunar.  Podría contar ese momento vergonzante en el comedor pero no merece ninguna mención. Pobrecitos los chicos del servicio de restauración, tener que bregar con tanto agonioso. Solo diré que el hotel me sirvió para descansar y que nadie interrumpió mi sueño por lo que me enfrentaba al día descansada y agradecida. Y desconecté durante el trayecto que me separaba del nuevo destino: La Geoda de Pulpí.


Después de  una hora de autobús que me parecieron cuatro, estábamos en Pulpí, término municipal de Almería situado al noreste de la provincia, que alberga tan extraordinaria formación geológica. Se encuentra allí desde el Triásico, cuando aún vivían los dinosaurios en el continente Pangea, nuestra Tierra, hace unos 250 millones de años. La Geoda está localizada en la pedanía de Pilar de Jaravía, entre el tercer y cuarto nivel de explotación de la Mina Rica, en la ladera oriental de la Sierra del Aguilón que, vista desde el aire, tiene la caprichosa forma de un águila en vuelo. La Mina Rica se explotó buscando minerales como el plomo, el hierro o la plata desde mediados del siglo XIX. Cuando la explotación llegó a su fin, en los años 70, la mina quedó abandonada. Nadie imaginaba que, entre las paredes de este antiguo yacimiento minero, se encontraba una fascinante maravilla geológica obra de la naturaleza, oculta durante millones de años. Fue un minero asturiano llamado Efrén Cuesta junto a su padre y hermano, quienes descubrieron la Geoda de Pulpí, fruto de la más pura casualidad, cuando se encontraban realizando una expedición en este yacimiento minero en 1999. Poco tiempo después, un grupo madrileño de especialistas en mineralogía estuvieron realizando investigaciones sobre esta formación geológica excepcional a nivel mundial.
 

Nuestra visita a la Mina Rica estaba concertada a las once. Yo entraba con el primer grupo de quince.  En las afueras de la mina, un despoblado enorme sin un árbol adonde buscar cobijo, se agradecía cualquier tinglado, la caseta de recepción, las mesas y los bancos en sombra, los aseos y hasta las máquinas expendedoras. El agua y los refrescos cobran doble valor en este agosto de dos mil veintiuno de temperaturas extremas. Mientras se congregaba la gente tuve tiempo de imaginar el sofocante calor que nos esperaba durante el trecho a pie hasta la boca de la mina, lo que me dio valor para interrumpir a nuestra guía y pedirle permiso para coger el sombrero y las gafas de sol que habían quedado con el resto de pertenencias en el autobús. Usar el móvil dentro está prohibido y el DNI lo llevaba en el bolsillo del pantalón para así tener las manos libres. Regresé en un minuto con mis cosas y oí atentamente cuanto dijo nuestra acompañante.

Después de observar a mitad de camino unas hermosas vistas de San Juan de los Terreros, de la Isla de Terreros (la Isla Negra no se puede ver desde allí) y las dos grandes chimeneas que servían para calcinar el la piedra y extraerle el mineral,  nos pusimos un gorro desechable y el casco protector que ellos facilitan. La mina no me hubiese despertado demasiada inquietud de no ser por la persona que nos tocó en suerte para acompañarnos, la propia coordinadora responsable de la Geoda de Pulpí. Milagros se encargó de explicarnos fielmente su historia, de desentrañárnosla a cada paso con una agradabilísima mezcla de cualidades.   Milagros Carreteros Tortosa, licenciada en Ciencias Geológicas por la Universidad de Granada, hizo puntualmente de guía demostrando desde el minuto uno de la ruta su profesionalidad, su amor y su dedicación a la mina y a su geoda.


Durante el recorrido necesario para llegar al culmen de nuestra visita, había que atravesar varias galerías. Lejos de sentir ningún cuadro de claustrofobia, hice el camino con entusiasmo y disfrutando de una temperatura de 19 a 21 grados. En el interior había el suficiente oxígeno para no sentirme angustiada en ningún momento. Tampoco me resultó cansado. Para evitar el tramo de bajada en la escalera de caracol que nos llevaría a la geoda -que era el que peor hubiera llevado-, usé el ascensor. No paré de asombrarme en todo el itinerario, desde el nombre que le dieron a las galerías: “Quien tal pensara” y “Por si acaso” y el trabajo tan sacrificado de los mineros hasta la observación a la que Mila nos invitó, apagando la luz del tramo donde nos encontrábamos y ayudada por una linterna de rayos ultravioletas,  pudimos disfrutar las propiedades luminiscentes de algunos minerales como la calcita o estroncio calcita, presentes en el yacimiento, y que se iluminaban destellando azules, morados y rojos anaranjados. Un momento asombroso.


Ya estábamos a un paso del momento cumbre. Bajamos el último tramo de escaleras y lo hacíamos de dos en dos, con las manos protegidas para así proteger la geoda y, en el rellano que hay justamente delante de ella, Mila nos daba las pautas a seguir. De uno en uno, después de dar tres pasos sobre peldaños estratégicamente colocados, metíamos medio cuerpo y girábamos nuestra cabeza a la izquierda... y allí estaba toda la belleza contenida, refulgiendo, pura, concentrada, sorprendente, un momento imposible de describir del que algunos salíamos envueltos del halo de los elegidos, inmersos en el éxtasis que provocan los milagros.

“Una geoda es una cavidad rocosa que normalmente mide hasta 30 cm de diámetro con las paredes tapizadas por agregados cristalinos de naturalezas muy diversas. En el caso de la geoda de Pulpí, la cavidad, que se encuentra a 50 metros de profundidad, tiene unas dimensiones extraordinarias. Mide ocho metros de largo, tres de ancho y casi dos de alto, y está tapizada de grandes prismas de selenita (una variedad de yeso cristalino) que surgen como flechas del techo, las paredes y el suelo de la cavidad.La gran importancia de este fenómeno geológico reside en las características únicas de los cristales de yeso encontrados en la geoda. Se trata de cristales con un tamaño anormal de medio metro de media (y algunos de hasta dos metros) que no se encuentran en la mayoría de las otras geodas del mundo. Además, la ausencia de impurezas y la increíble transparencia de los cristales hace posible cosas como leer un libro a través de ellos.
Se formó por disolución de una dolomía, por karstificación. Al encontrarse en una zona de vulcanismo, la cavidad que quedó se fue rellenando de fluidos calientes ricos en minerales que, con el tiempo y las condiciones adecuadas, dieron lugar a los cristales tan espectaculares que hoy podemos ver.”

http://www.cuevasturisticas.es/geoda-de-pulpi-y-mina-rica


Hubiese sido mi gusto haberme sentado y haber metido mi cara entre las manos durante un buen rato para asimilar lo descubierto por mis ojos y que me hacía estallar el corazón. Juré volver con mi nieto pero tuve que salir y volver al mundanal ruido.

Hablar de algo que no sea mágico después de contar, con palabras que existen,  lo indescriptible, no sería oportuno. Pero dejar de mencionar el buen rato que pasé sentada en la playa de San Juan de los Terreros no sería justo. Estuve toda la tarde, hasta la hora indicada para el regreso a Málaga, sentada frente al mar. Gracias al camarero de La Bahía que tan amablemente me trató y gracias a Jota y Juan, Cristóbal y Martín, dos lorquinos, un lumbrerense y un sanfeliuense, que me provocaron este poema.

Bendita juventud,
bendita sea
la vida que regresa,
ciclo eterno,
en los ojos del dulce adolescente.
Todo lo que me importa de este mundo
es eterno retorno,
vida nueva,
esperanza en el hombre que os habita.

Y gracias a Milagros Carreteros Tortosa, joven amable y culta que nos deslumbró y enriqueció a todos con sus conocimientos y nos conquistó por su simpatía.

Nada que decir de la A7. Mi coche estaba esperando en la Avenida de Andalucía y vine en silencio y deseando ver a Missi, abrir mi cancela y coger mi cama. Eran las dos de la mañana y venía traspuesta, ida, envuelta en el manto de luz de la Geoda.

Desde este garitón lleno de rosas, de tomatillos y salvando la briza máxima,
Mariví Verdú

lunes, 16 de agosto de 2021

UN MILAGRO TRAS OTRO. WEEKEND ÁGUILAS-PULPÍ (1ª parte), por Mariví Verdú

Hoy, día 15 de agosto de dos mil veintiuno, de regreso a mi rincón preferido, me siento a escribir sobre la hermosura de las cosas vistas en un viaje fugaz de fin de semana a las provincias de Murcia y Almería. En esta última, buscando, en el inhóspito paraje de El Pilar de Jaravía, una ‘mina riquísima’ que alberga un verdadero milagro: la geoda más grande de Europa. En la primera etapa del viaje fui buscando Águilas, ciudad en la que siempre me he sentido muy a gusto, con el único fin de llegarme a su Casa de Cultura. 

Desde que tuve intención de hacer este viaje, albergaba la esperanza de llegar en horas de puertas abiertas a su Biblioteca Municipal y a su Casa de Cultura “Francisco Rabal”. Hace tiempo que tenía ganas de hacerles una visita y era el momento este sábado de agosto. Pero no pudo ser. Podría haber sido pero depender de otros supone adaptarse, llegar tarde la mayor parte de las veces y sufrir una tremenda decepción el resto de ellas. Y ya se sabe que, el que llega tarde, ni oye misa ni come carne. Pero, como tengo la cabeza como un marmolillo, me busqué las mañas para dejar allí mi novela “Hijos de la Vid” y el libro de villancicos “Maytines del Nacimiento”. No hubiese tenido ningún sentido para mí ir a Águilas con el único propósito de bañarme en la Playa de Poniente con un puñado de desconocidos y quedarme tan fresca. Ninguno. Me senté en la Calle Iberia a calmar mi sed, a descansar, a controlar y ordenar mis neuronas que buena falta me hacía y en eso me encontré con una chica amable, nacida en Águilas, hija de malagueños, con casa en Gaucín, casa a la que no ha podido acudir en los dos últimos años a consecuencia del Covid... Hablando en la terraza, me lo comentaba con tristeza. Entramos en conversación con una pareja de Alcantarilla, padres de tres hijos que me mostraron con orgullo la foto de su redrojito, una niña preciosa llamada Martina. Se me pasó el rato amablemente y di gracias por ello. Me sorprendió la bondad del ser humano, la empatía que podemos generar y lo distinta y buena que estaba la tapa de ensaladilla rusa. 

Y como dice el refrán ‘más vale tarde que nunca’, a sabiendas que mi destino había cerrado las puertas, me encaminé por la acera en sombra hasta el centro de Águilas, pasando frente a su Casino que cumplió el pasado año su 150 aniversario. Me senté un rato a compartir con las palomas de la Plaza de España el pan de Alhaurín (la tortilla de papas con cebolletas tiernas de mi huerto, no). Más tarde me hice algunos selfies ante el hermoso desnudo de su Ícaro, ese hijo querido de Dédalo que tanto y tan alto quiso volar para salir del laberinto, que se precipitó al vacío porque sus alas estaban pegadas con cera y el sol las derritió hasta que Mariano González Beltrán las fundiera en bronce y se las colocara en un cuerpo eterno que quedó, para el goce de todos nosotros, en la explanada del muelle, en el precioso puerto de Águilas. Busqué -yo sí que estaba derretida-, la plaza de Asunción Balaguer, esa mujer que supo siempre albergar a Paco y que ya lo hará por toda la eternidad... Enseguida di con ella. Tengo buena orientación y me acordé enseguida. Hace doce años que estuve pero sabía adonde estaba todo. Y volví a emocionarme.  Le pedí a un chico que se disponía a salir en bicicleta que me hiciera la foto que os comparto. Y allí dejé mis libros. A eso fui a Águilas. A eso y a dar rienda suelta a mis emociones. Sé que llegará una mano amorosa que sabrá acoger ni trabajo con el mismo cariño que yo lo deposité en la puerta trasera del edificio cultural. Y me fui yendo despacio, sin pensar en nada, desechando cualquier tontería que se cruzaba por mi frente. Almorcé bajo las nubes blanqueadas del cortijo divino y tomé un cucurucho de chocolate con mis amigas las palomas que demandaban más pan alhaurino. Lo hice con sumo cuidado porque había una mujer que no paraba de barrer, una empleada municipal de la limpieza que iba dejando ante mis ojos, y de todo aquel que los tenga, la plaza escamondada, impecable gracias al manejo de su escoba de palma o de retama (no podría asegurarlo) y de tan encomiable y necesaria labor. Mis palabras solo dan testimonio de tan inusitado esmero. 

Volví sobre mis pasos a la tarde sin querer pensar en otra cosa que no fuera en lo positivo que el día me había proporcionado que no era poco. Y me volví a encontrar con el sol, esta vez de cara y sin cobijo alguno. Pero todo lo di por bien hecho. Aún me queda confianza en los seres humanos y en la bondad natural del mundo. 

Habían dispuesto pernoctar en Puerto Lumbreras. Después de una deliciosa ducha en la 317 y una aparatosa y lenta cena junto a mi amiga y compañera de colegio Carmen Toro, -que me proporcionó el acceso a ésta dichosa excursión- y Pepi Trujillo, agradable compañera de asiento y de habitación-, rumié cada aliento del día, los del cuerpo y los del alma, recordé miradas y palabras, sensaciones y calles paseadas, gente vista, sensaciones percibidas...y me dormí como una niña chica muerta de asombro.
 

 *Acabando estos renglones he hablado con Concha López, Bibliotecaria Municipal de Águilas, quien me confirma que mis libros están en su poder. Los encontró donde los dejé y los tomó en sus manos. Con éste simple acto mi viaje tiene razón de ser. 

Muchas gracias, Concha. No había dudado que llegarían a ti. Te envío un abrazo enorme desde este pequeño rincón del monte malagueño adonde vivo. 

Mariví Verdú.

 (Continuará. Aun me queda el milagro de la Geoda).

lunes, 26 de julio de 2021

ANA PEREA PÉREZ, IN MEMORIAM, por Mariví Verdú


Desde el pasado 19 de julio descansa en paz Ana Perea Pérez, la bisabuela Ana, después de una larga vida repleta de amor, valentía, buen carácter y conocimiento. Hoy, una semana después de su fallecimiento, recordándola en el día de su santo, quiero dedicarle mi pequeño homenaje en señal de cariño, admiración y respeto, un reconocimiento elaborado con palabras que es lo único que tengo siempre a mano y con lo que mejor puedo tejerle una labor para su ausencia, esa que no vemos pero que sentimos en lo más profundo de nuestros corazones. Hoy más que nunca, su huella y su falta se vuelven urdimbre y trama para mostrarnos el impresionante tejido de una vida ejemplar que contaba ciento tres años. Y eso es mucho que contar. Era pura vitalidad y simpatía, transmitía serenidad y una sabiduría que causaba la admiración de su propia familia y de la mayoría de casareños, villa donde residió hasta el final de su vida en la que no le faltó nunca el cariño de los suyos, de sus vecinos ni de su ayuntamiento que, desde su centenario, cada año lo ha celebrado obsequiándola con flores y recordándola en los medios de comunicación.  (La foto es del Ayuntamiento de Casares)

Recuerdo con ternura el día en que la conocí. Fue a finales del verano de 1997. Mi hijo Pedro, su novia Cristina (nieta de Ana) y yo fuimos a recoger un letrero tallado al pueblo de Benalauría. Lo habían encargado mis hijos a unos artesanos de la madera para la Casa-Mesón Durán y Verdú, aquel lugar en Calle Ángel que tantos y tan variados recuerdos nos provoca  como tristeza nos suscita. No era pensable ir al Valle del Genal, al bajo Genal, sin visitar a la abuela Ana, ni hubiera sido correcto. Yo deseaba conocerla y a Casares no se va todos los días. Además, no hubiera sido un día especial. Encontrarme con ella hizo que lo fuera: un día inolvidable. Conservo del encuentro tan grata memoria como unas bellísimas fotografías de la que comparto mi favorita.

Volví varias veces a Casares, el Día de Andalucía de 1999, a un recital poético en el que me acompañaron mi queridísima Rocío Moragas, poeta del grupo Cántico, y mi amiga de la infancia Pepi Triviño. Fui, como era de suponer, a visitarla. En julio de 2002 volví con mi hijo y mi nuera a pasar unos días en el valle y el 6 de agosto volvimos de nuevo. La abuela estaba en la casa de Los Pepes con su hija María Rosa. A pesar de sus ochenta y cuatro años tenía un aspecto extraordinario. Conservaba su piel tersa, libre de manchas, sus piernas limpias de varices y su pelo empezaba a ser gris hasta que se fue volviendo plateado, casi blanco, siempre precioso. Se ponía contentísima cuando iba a verla su familia y disfrutaba con los nuevos miembros que se iban sumando por amor. 


Me llamaba la atención con la agilidad con la que se movía y cómo caminaba por lo terrizo y se iba a pasear las riveras del río con sus babuchas negras y aquella ligereza inusitada... Sus ojos, vivarachos y limpios, eran como los de un recién nacido y sus manos hacendosas conservaban la agilidad de quien nunca paró de moverlas, siempre para dar vida y crear lo no existente, la sencillez del arte más primitivo y primordial de cuantos existen: el de las tareas más cotidianas, tan dignas. Aquellos días de estancia en el Genal fueron mágicos. Fue por entonces cuando escribí Río Genal, un canto íntimo que con tanto orgullo durmió en la mesita de noche de José Antonio Muñoz Rojas, mi admirado poeta, porque le gustaba...

En 2004 le dediqué un artículo en la revista “Calle del Agua”, un relato biográfico al que dí por título Hija de Banu Rabbah o “La Serrana” de Benarrabá. Fue un inmenso placer por lo que supuso conocerla íntima y profundamente a través de ahondar en su memoria en confesiones que iban naciendo solas al tirar un poco del cabo del recuerdo.  Tenía por entonces ochenta y siete años y la frescura de una rosa.
Estuve en su casa a primera hora de la tarde y la pasamos juntas entre preguntas y anécdotas, entre la alegría de estar y sentirse viva y y la profunda tristeza de la huella que paso del tiempo deja en todos nosotros. Su hogar era un fiel reflejo de ella: pañitos de croché, macetas a docenas, plantas cuidadas con tanto amor que alegraban las vista de cuantos pasaran por su puerta o subieran a su terraza. Era una casa viva.

“Mientras hablábamos, Ana sonreía como una eterna adolescente. Vive sola en su casa de Casares y conserva la maravillosa costumbre de las puertas abiertas. Está en calle Alta y tiene tres plantas antiguas con anchos muros y altas escaleras, con una entrada cuajada de macetas y un patio donde se encuentran plantas de toda variedad –corales o péndolas, geranios, aureolas, pilistras, begonias, etc.- plantadas con buena mano en cualquier recipiente: latas, ollas viejas, cazuelas cascadas, envases...Ana disfruta de una higuera salvaje que crece en la roca que comparte como parte de su casa. Da unos higos dulcísimos. Recogimos la mesa de la merienda mientras me contaba del frío de este año, de los modos y las formas de vivir, de las penas y las fiestas del pueblo.” (De "Calle del A
gua, 4).

Hubiese querido que me quedara a dormir pero yo había reservado habitación en la Pensión Plaza. Recuerdo que hacía frío, suelen ser bien fríos los inviernos en Casares. Había repartido el tiempo de mi estancia en la villa en la investigación del fandango casareño y en indagar en la biografía del cantaor “Niño de la Rosa Fina” pero Ana, tanto por su misterio como por mi preferencia personal, me brindó el mejor de los artículos y uno de los que me han tocado más profundamente en el alma.

Volvimos a vernos algunas veces, en un enlace familiar (estaba muy guapa, tanto como sus hijas) en 2007, y en 2008, en 2009, en 2010... pero ya nunca más fui la misma. Tal vez vuelva alguna vez al Valle del Genal, a sus “Gamonas”, a su Monte del Duque o a Los Pepes pero ya nada será igual sin ella. Ya nada es igual.


Se ha perdido la fuente,
la del viejo camino,
donde bebieron todos
los hombres de la aldea,

aquel agua apreciada
gota a gota que hizo
más fuertes a las hembras,
más frágiles los cántaros.

La que limpiaba heridas
a los niños de siempre
y en un cuenco de manos
les lavaba la cara.

Aquel agua tan dulce
que ablandaba garbanzos,
que dejaba de seda
la piel y los cabellos.

Ha sido mucho invierno
para la sed del monte,
mucho el agua vertida
por la arteria del agua.
 
Sepultado el venero
y en él los culantrillos
no queda de su paso
más que tierra mojada.

Entre cañaverales
crecidos  y tristeza
ha quedado el paisaje
de la fuente perdida.


A mi querida Ana Perea Pérez (Benarrabá, 14 de marzo de 1918 +Marbella, 19 de julio de 2021). Descansa en paz, bisabuela.

miércoles, 21 de julio de 2021

ABRELUCES, por Mariví Verdú


Pronto habrán pasado dos meses sin contarle al ficticio folio del ordenador mis confidencias, esas que tienen tanto que ver con inquietudes, alegrías o pesadillas. Sí, hace mucho que no me siento a teclear el corazón. Con lo que mis palabras significan no solo para mí, para muchos otros -ya sean escritores o lectores-. Sin ir más lejos, el pasado lunes -qué fracaso íntimo- vi publicado uno de mis hallazgos para lustrar texto ajeno encabezando su propio fraude. A ver quién llega antes a dejar por escrito sus carencias... Quede claro que no hablo de lectores lectores, para ellos siempre mi agradecimiento, hablo de otra clase de “lectores”, esos que no solo leen entre líneas sino que calcan ideas que, como es obvio, ni aplauden ni valoran hasta que no les ponen debajo su firma. Siempre buscando luces.

No a todos nos está dado el don de oportunidad. Menos aún el de la intuición y mucho menos todavía el de la impronta lúcida, el don de la espontaneidad. Si a estos dos últimos añadimos la dedicación, ahí surge todo. Yo agradezco este don mío: me basta con encender el ordenador y abrir el corazón, es como conectar un cable USB y dejar fluir la sangre entre los dos en un bombear de teclas y letras, ordenarlas como me da la realísima gana y después enviar el resultado lo más lejos que este invento me lo permita. Lo hago en horas en las que la tarifa de la luz es asequible porque ahora madrugar se ha puesto obligatoriamente de moda si no quieres que te sangren las eléctricas en el recibo. A mí no me resulta nada extraño estar a las cinco de la mañana delante del ordenador ni presenciar, agradecida, la salida del sol, esa que no me he perdido en los últimos veinticinco mil días y dió pié y título a mi entrada anterior. 

A poco que deje fluir mis sentimientos, se pone en marcha un laberinto de palabras dormidas, un pasillo verde que me lleva a la memoria y me saca de la rutina, esa que, llegada mi edad, dicen que tanta falta hace. Pues yo no la quiero y además no la necesito. La rutina me repele tanto o más que las tradiciones absurdas, esas que son casi todas las que tienen que ver con un pasado dictatorial y represor. Tampoco me gustan las que se han puesto de moda en democracia, las que, dándoselas de modernas y libres, arrastra a las masas como siempre, eso sí, otro tipo de gente, no tan aleccionada como las de mi quinta pero mucho más vacua de ideas y más loca que los pobrecitos que conformaban la sala 21. De todas las tradiciones mer quedo con las adoraciones al fuego, como en la antiquísima noche de las candelas, tan mediterránea y primitiva, y las pinturas en piedra, como en tiempos paleolíticos. Ni me gustan los santos de madera por la calle ni las carrozas con la gente ostentando libertad, semidesnuda, gritando y con copas en la mano como si sus hígados fuesen prestados. Yo no soy de ninguno de estos mundos, amo la palabra, el estoicismo y a las personas que tienen dos dedos de luces. Dios vive en los almendros y quien no lo vea ahí no podrá verlo en ningún sitio porque no está más que en los almendros. Si acaso, en el tacto de los pétalos de mi rosa malva. Si hubiera que seguir alguna rutina, que sea la del almendro, de la flor de enero a la almendra de agosto. 

Me doy cuenta de que el tiempo es finito y que, como dijera Josep Pla: Dejar algo para mañana es dejarlo para siempre. Sí, el tiempo se acaba, es finito, delgadísimo, como un hilo tensado a punto de quebrarse. Y lo es desde siempre, lo fue desde el principio, solo que la juventud no lo ve y en la madurez no da tiempo a verlo. Sabemos lo que es el tiempo en la niñez y a la hora del ahora, cuando el espejo te refleja la próxima canina, la que serás, la tuya, la que siempre fuiste, esa vieja que creo desconocer y que intuí una noche de otoño, con siete años, cuando me avisaron del pecado del mundo. Llovía aquel día en que me fue insuflada la tristeza. Había un gran charco en el camino de las Esterqueras. El ambiente se biselaba de un gris plateado como el que veo ahora en mis cabellos. Ese día me fue transmitido el dolor del mundo y cargué inevitablemente y hasta hoy con una cruz que contiene la vida entera. Dedicarse a la poesía es poco menos que un calvario. Y dedicarse a llegar el primero, una necedad. Todos vamos al mismo sitio. 



Desde un garitón en obras, con las tomateras de siempre en el huerto, hilando palabras

Mariví Verdú

 

lunes, 31 de mayo de 2021

CASI VEINTICINCO MIL AMANECERES, por Mariví Verdú

Rasga el silencio el canto de un gallo en la lejanía. El sonido llega debilitado haciéndome suponer que está a un escaso cuarto de legua. Son las cinco y cincuenta de la noche. Ahora ladra un  perro, pobrecito, debe sufrir insomnio, como yo y, mientras a mí me da por encender el ordenador y sentarme a escribir que canta un gallo y ladra un perro, él se queja con ese aullido ancestral que tanto tiene que ver conmigo. Seguidamente comienza el coro de los pajarillos que viene anunciando que pronto comenzará la amanecida. Los primeros rayos de sol devolverán a la tierra el precioso aspecto que tiene después de la lluvia. La tierra es espléndida y devuelve flor por agua, fruto por rocío, verdor por humedad. Sí, hay mucha humedad en el aire por lo que todavía uso un pijama de algodón, finito pero de manga larga, el mismo que llevé a Tetuán cuando se podía viajar y al castañar de Parauta después de vacunarme. En el monte refrescan bastante las madrugadas y hay que defenderse de un resfriado llegados estos años que tiene una ya, tan inclementes. Dice el refrán que las mañanitas de abril son muy dulces de dormir y que las de mayo no tienen fin ni cabo pero se ve que el mes de las flores no surte efecto en mí porque desde las cuatro estoy entreteniendo el tiempo para ver si se adelanta el amanecer y me permite ver qué puñetas le ha podido pasar al motorcillo del aljibe que no me deja sacarle el agua y me tiene en vilo. En un par de días no servirá para nada la última lluvia si no riego pronto el sembrado.

Me he levantado a hacerme un poquito de café. Al tiempo que se calentaba la leche, he puesto en la tostadora una rebana de pan, he pelado un ajo y he echado un platillo con aceite. Por unos momentos he pensado en la inutilidad de lo que escribo, de todo lo que hago salvo el hecho de estar preparándome el desayuno, del aquí y ahora. Recapacitando doy la importancia precisa al hecho de ser libre para cualquier cosa que se me ocurra, pintar, leer, reír o blasfemar. Encadenando pensamientos empiezo a elucubrar buscando a quién dirigir mi agradecimiento. Casi me pierdo el momento mágico: raya el alba. A través de la ventana de mi cocina observo un leve resplandor perfilando los montes, tiñendo el cielo de un tono azul violeta encendido que no tengo en mis lápices acuarelables. Ni en mis óleos tampoco. Sé cómo conseguirlo en una melangé que siempre resulta sin fulgor por mucho que logre acercarme a la tonalidad. En pocos minutos se ha inundado el cielo de malva y al volverme al escritorio ya habían tonos rosas y naranjas por donde se espera la inminente salida del sol. He aquí el día.

Bajo la luz todo va cobrando los volúmenes perdidos, la profundidad oculta, los matices exquisitos que solo la pátina del amanecer sabe dar a las cosas. Esta madrugada estaba sumamente triste, una tristeza sin motivo preciso y sobrada de  ellos que me incitaba a despotricar del mundo y del humano, a cagarme en todo lo pseudo, particularmente en la pseudoamistad y  la pseudofamilia, esa carga  que todos soportamos en alguna medida y que no sirve para nada más que para lastrarnos la vida. Esa gente que espera de ti lo que nunca fue capaz de darte. Sé que para continuar avanzando hay que olvidar a los impíos (hablo de piedad) y materialistas que vinieron a la vida de una a demostrar lo poco que merecen la pena, a regalarnos una tristeza con la que convivir hasta la hora de la muerte. Desechando estos desgraciados pensamientos, vuelvo mis ojos al cielo amanecido y me doy cuenta de que hoy va a estar nublado pero, aún así, procuraré salir al día con la frase de Horacio entre los labios: Carpe diem.

Sé que seguiré dejándome la piel en lo que hago, me importa un bledo si me leen, si le interesa a alguien lo que pinto, lo que opinen o dejen de opinar de mi trabajo, y seguiré porque cada uno vino aquí a algo y yo he venido a esto, a lo mío, a mi vida, a sacarle al día las pequeñas cosas que hacen que la propia vida sea singular y no de rebaño. 

Ay, si me viera en la tesitura de tener que salvar personas de un caos tremendo, sé perfectamente a quiénes no me dejaría atrás. Ocuparíamos una embarcación a modo de arca y esperaríamos cantando la llegada de la paloma con la ramita de olivo en su pico. 

Y a seguir dibujando amaneceres.  

Desde El Garitón, con las amarilis decapitadas sobre el fértil lecho del huerto, Mariví Verdú

viernes, 30 de abril de 2021

ADIÓS, ABRIL, por Mariví Verdú

No quería dejar escapar el mes sin despedirlo. Abril de 2021, mes central de una primavera loca y triste, un abril para olvidar, que se va como ha venido aunque nos ha dejado más arrugas que cinco años seguidos. Hay quienes no se percatan de ellas pero...ya les saldrán. No pasan las cosas de un día para otro, no, hay que ir viendo los resultados en un plazo de tiempo que es directamente proporcional al aguante que tenga cada uno, a la resistencia o, como dice la palabra de moda, que la aglutina con  paciencia: resilencia. Y ya podemos tener más concha que un galápago y más buche que un palomo, nada es ajeno ni lejano aunque nos lo parezca. ¿Cómo podemos ver esas piras humanas en la India, resultado de la catástrofe Covid -y de lo que no es el Covid- y seguir siendo los mismos?... Simplemente: es imposible. Por más que vivamos hacia adentro, convexamente mirándonos el ombligo, este mundo es redondo como el alma de los hombres buenos y todo equidista del corazón. Cualquier cosa que pase en esta queridísima Tierra nos atañe a cada uno de nosotros aunque no nos grite al oído. 

Últimamente me he retirado de las redes y me asomo poco a la ventana. Necesito atenderme a mí misma. Reparto el día entre una niña y una vieja. Con la primera disfruto mucho, ambas ante el maravilloso encuentro con el lápiz, las palabras, las acuarelas y la vida. Con la vieja paso la tarde y la noche, un tiempo precioso que se me hace corto, que reparto entre el sueño y la vigilia y gana la vigilia por goleada. Casi siempre la uso para escribir. Si queda algo de luz se la echo al campo. Ayer mismo, día triste en el que aparecieron veinticuatro millones de abejas muertas aquí al lado, en Pulpí (Almería), sembré mis tomateras. Voy tarde este año. Ya no puedo cavar como antes y mantenerlo limpio de malas hierbas me cuesta la vida, aunque una vez que lo veo todo floreciendo me entra una satisfacción indescriptible y solo comparable con el gusto de recoger la cosecha. Si triste me pareció la noticia de las abejas, peor me sentó conocer el motivo: el uso de pesticidas para que las mandarinas no tengan huesos...¿Habráse visto un argumento más irracional que ese? ¿Qué puñetas le está pasando al ser humano que ya ni siquiera quiere encontrarse semillas en la fruta? A esto, de seguir así, le quedan pocos telediarios. Y no es que sea agorera es que nos hemos equivocado, nos hemos perdido. Estamos totalmente perdidos.

Ayer tarde, después de dejar la cama de tierra suelta, tierna y blandita, vinieron los gorriones a disputarse larvillas y lombrices que mis cavadas propiciaron y era una gustazo verlos aterrizar, tan leves como son y tan bonitos, contentos por el festín y cantándoles a la tarde su agradecida canción de cada día. Yo, como un gorrioncillo más, me fui para arriba daando gracias por tener manos, por ver y oír a los pájaros, por disfrutar el brillo de cobre que todo fue adquiriendo mientras se iba el sol por Casarabonela.

Preparé la mesa dispuesta a ver el rosco de Pasapalabra. Me puse la cena, acelgas de mi huerto, esas que nos comemos a medias mis caracoles y yo, guisadas con tomate frito y atún. Un lujo para el paladar. Apagué la televisión, recogí la cocina mientras me fui acordando de cosas importantes: hoy han operado a mi amigo Juanma, he hablado con mis amigas del grupo de wasap, las compis de básica, y la mitad ya están vacunadas. Hice planes para el fin de semana, saqué avíos para poner la comida que haré hoy y me acosté.

Mientras llegaba el sueño, pensé en los míos: mi hijo ha llegado bien del viaje, ha sido el cumpleaños de mi sobrino y le ha gustado mi regalo, he visto amapolas con Emma y he mandado fotos a mi nuera y a mi nieto para compartir mis esperanzas... Y he dormido como una bendita.



Desde El Garitón con calas todavía, con chilindros y rosas, me despido de abril y de todos los que hayan llegado hasta este punto.

Cariñosamente, Mariví Verdú

sábado, 10 de abril de 2021

A DIEGO GOMEZ DESDE EL RINCÓN DE LA VICTORIA, por Mariví Verdú

Acabo de llegar del Rincón. Salí a las diez de la mañana de mi casa para acudír, invitada y acompañada por mi amigo Carlos Prados, a un acto cultural dedicado a honrar la memoria de nuestro querido Diego Gómez, locutor de radio, presentador de televisión, actor y rapsoda, una persona muy querida que nos dejó el pasado 3 de marzo a causa de Covid. Se celebró en el vecino y querido pueblo de Rincón de la Victoria. 

Previsto al aire libre a las doce de la mañana en la plaza Pepe El Boticario -entre la plaza de Al Andalus y el mar-, por unos momentos tuvimos la impresión de que el tiempo, que amenazaba  lluvia, obligaría a suspenderlo. Al final hubo suerte y nos acompañó un día de un precioso color gris. Yo diría que las nubes ayudaron bastante al esplendor del homenaje salvándonos del sol, que hubiera sido insoportable ya que, lo que se había previsto para una hora de duración, acabó pasadas las dos de la tarde. La verdad es que no se hizo largo, fue ameno y emotivo.

Bajo el auspicio de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento del Rincón y por iniciativa de ARE, tuvo lugar un cariñoso espectáculo en el que  disfrutamos de poesía y cante, música y palabras de cariño hacia la persona y obra de nuestro querido locutor. Por orden de intervención, participó en primer lugar Mari Paz Redoli, profesora, cuñada de nuestro homenajeado, que nos ha hecho una semblanza de Diego llena de ternura y cariño, de recuerdos y anécdotas que nos han llenado de emoción. Para finalizar su intervención nos ha recitado un poema de Manuel Benítez Carrasco titulado “Juerga en el cielo” (poema y autor a quien tantas veces acudiera su cuñado). Una magnífica interpretación como solo ella sabe hacer que ha arrancado aplausos y oles de las personas allí congregadas. Ha estado acompañada a la guitarra por Dani Nuñez, guitarrista que ha puesto fondo musical a todos los rapsodas intervinientes.

Seguidamente subió al escenario Juan Real, presidente de ARE (Asociación de Rapsodas Españoles) quien nos recitó ¿Me da usted candela?, de Rafael de León. Alicia Alarcón recitó versos de Manuel Machado y Lorca acabando con una dedicatoria propia al Pasaje de Chinitas que culminó con el cante clásico de su hija Noemí Álvarez interpretando a capela los compases de Lorca. 


 A continuación entró en escena Manoli Borrego con dos poemas propios y Ricardo del Pino que nos deleitó con el conmovedor “Romance de El Feo”, de Rafael de León, otro poema que oiríamos tantísimas veces por las ondas de la radio en la voz de Diego. Las tres últimas intervinientes fueron Encarni Maldonado y Mari Carmen Fernandez con poemas propios y Tere Parra que nos recitó “Alba” de Federico  García Lorca y “Soleá del amor despredío” de Benítez Carrasco.

La Peña El Piyayo  colaboró en el acto en su parte flamenca con dos guitarristas y dos cantaores que pondrían fin al acto. La primera en actuar fue Mari Carmen Lastre. En esta ocasión sería Pepe Reina quien acompañaría la bonita voz de Mari Carmen. Cantó primeramente por alegrías, hizo una milonga y remató por fandangos. La milonga fue muy aplaudida ya que le puso voz y compás a unos versos de Fuensanta Gámez, poeta y compañera de AME, amiga mía, madre del fiestero Pepito Molina, ya tristemente desaparecida. Su poema canta a Bezmiliana, al Rincón de la Victoria.

El último en intervenir fue Curro González. Curro cantó por bulerías y soleá por bulerías acompañado a la la guitarra por Dani Nuñez.

Juan Real despidió el acto y tuvo palabras de agradecimiento hacia todos los colaboradores y participantes y nos despedimos no sin antes ir todos a abrazar a Manuel Alcántara que estaba sentado justo al lado del escenario, a nuestro querido Manolo, al poeta que hemos dejamos allí para toda su eternidad. Enfrente, en azulejos de cerámica, un soneto que nos recuerda el cariño que le tenía a su rincón. Todos sus versos me vinieron a la memoria...
La gente se fue disolviendo y solo quedaron el soneto, Manolo, las sillas amontonadas, los micrófonos recogidos, los poemas en el aire y el recuerdo de Diego. Nos fuimos a comer, era la hora. Y fue un gratísimo almuerzo, sobremesa larga y con café hasta la hora de tomar el viaje de vuelta. Lo hicimos por una Málaga adorable, mi cofre vivo y llenito de recuerdos de infancia, de juventud...Cánovas del Castillo, Paseo de los Curas, Calle Córdoba (con el viejo Consulado Americano, mi abuela Victoria y mi “Hijos de la vid”; la Alameda remozada, el Padre Tiburcio Arnáiz, Calle Jaboneros...

Dejé a Carlos en el Mercado de Salamanca y volví hacia mis pasos hasta el precioso pueblo de Alhaurín de la Torre, mi pueblo, donde pronto tendrá Diego una calle con su nombre. Subí la cuesta que me lleva a mi casa...

Estuve feliz hasta que me rindió el sueño. Feliz por haber visto a mi amigo Carlos, a otros viejos conocidos, por ser mayor y  saber disfrutar todavía con cosas sencillas, por poderme emocionar aún oyendo versos, por haberme podido comer unas coquinas que llevaban dentro el mar y la sal más malagueñas; por tener un coche para poderlo hacer, aire para respirar, marismo para disfrutar, ojos para admirar las maravillas del azul y una cámara de fotos para poder guardarlo todo y así enseñarles a todos lo que vi.

 Desde El Garitón, rodeada de rosas,  Mariví Verdú.


Podéis oír la voz de Diego aquí: https://www.youtube.com/watch?v=BEORQcLUxDQ

jueves, 8 de abril de 2021

RECORDANDO A DIEGO GÓMEZ CABRERA, por Mariví Verdú

El día 3 del pasado mes de marzo falleció Diego Gómez Cabrera, locutor de radio, presentador de televisión, actor y estimado amigo con el que me unía el amor a la poesía y el cariño que ambos profesábamos al poeta Manuel Benítez Carrasco, a Málaga, a Churriana (donde nació en 1936) y con una especial ternura a Alhaurín de la Torre de donde era Hijo Adoptivo.

Nada habría sido igual sin su voz, en aquellos años que solo la radio nos acompañaba. Si a la voz, ese instrumento de comunicación por excelencia que aporta al lenguaje aspectos que van más allá de la comunicación cognoscitiva, le sumamos conocimientos de arte dramático, inteligencia y buen gusto para traducirnos sentimientos, la voz se convierte en inolvidable. Y eso es lo que Diego tenía, lo que nos ha dejado, lo que todos los malagueños conocemos, respetamos y amamos. Era único para emocionarnos y su voz poseía una tesitura  tan particular que no la podremos olvidar a pesar de su ausencia.

Dicen que la voz nos distingue porque no hay dos iguales pero reconocer una entre miles y ponerle nombre propio suele pasarnos con pocas personas: con la familia y amigos, con cantantes y actores de nuestro gusto, con personas que nos han aportado conocimiento, que nos han transmitido sentimientos, amor al arte, que nos han provocado reacciones en el alma. Este es el caso de Diego. Si además le añadimos la sabiduría de toda una vida dedicada a la comunicación, a entusiasmarnos con sus gustos y descubrimientos, solo podemos estar agradecidos a su profesionalidad y a su entrega.

Diego siempre fue muy querido en mi casa. Mi familia le conocía desde que era un muchacho, todos vivíamos en el Barrio de Huelin. Mi padre era por entonces, además de ferroviario, operador de cabina de proyecciones de cine en el Real Cinema y Diego trabajaba como mancebo en la farmacia de la familia Maldonado (creo recordar que se llamaba así también la botica) y eran amigos de la mía.  Fue un tiempo en el que don Emilio Benavent Escuín (por entonces, párroco de San Patricio) se remangaba su sotana y subía en la Lambretta de mi padre cada vez que era necesario. Todos éramos vecinos, nos conocíamos, nos apreciábamos. Había mucho respeto y cariño, a partes iguales. Por cierto, don Emilio, que fue quien me bautizó, llegaría a ser obispo de Málaga, arzobispo de Granada y vicario general castrense de España, siendo el hombre más sencillo del mundo. Diego sería también muy importante en los momentos de mi niñez: despertó mi amor por la poesía y, sin saberlo, me inculcó el ritmo ya que sus programas de canción española me harían conocer parte de la obra del insigne poeta Rafael de León a través de voces únicas: Concha Piquer, Juanita Reina, Lola Flores ó Gracia Montes. Qué hubiese sido de mí sin “Pena, penita, pena”, “A la lima y al limón”, “A ciegas” ó “Y sin embargo te quiero”...

No puedo olvidar la faceta de Diego como rapsoda. Su interpretación de poemas como “Ahora me toca a mí”, “Romance del Feo”, “El seminarista de los ojos negros” o “Profecía” despertaron en mí el amor a la rima, al verso medido, al ritmo. Toda una vida transmitiéndonos cultura, día tras día, año tras año, alimentando nuestro espíritu detrás de un micrófono. Fue, a la par que Ángel Montes, de los primeros en divulgar en Málaga la obra poética de Manuel Benítez Carrasco por lo que mi admiración y gratitud hacia ellos será de por vida. Hemos colaborado, tras la muerte del poeta, en varias ocasiones. Acompaño fotos, la primera de un homenaje a nuestro querido Manolo y la segunda, recuerdo de una publicación en la que coincidimos, con motivo de los veinticinco años del reinado de Juan Carlos I, en un libro que le dedicamos veinticinco autores guiados por la iniciativa de Guadalupe Rodríguez Barrionuevo.  

Recuerdo con cariño la primera vez que me llevó a un programa, hace muchos años, en una televisión local, con motivo de mi premio del villancico “Los borrachuelos”. Debe estar grabado en una cinta de video VHF-cómo pasa el tiempo- que pronto pasaré a un formato legible en la actualidad. Todas las cosas adquieren con el tiempo la categoría de documento.

Esta pandemia nos ha dejado sin Diego. Nos está dejando sin ánimos, sin ganas de vivir y sin amigos...Estoy perdiendo la memoria a pasos agigantados y tengo tanta costumbre de estar triste que la tristeza ha pasado a ser cotidiana, amiga mía, allegada, constante...

Ir adaptándonos al presente dicen que es una forma de demostrar que somos inteligentes pero nadie te avisa de que serlo conlleva tanta amargura, tanta mansedumbre y tanta impotencia que me cambiaría sin dudarlo por el más idiota de los seres humanos.

No podré olvidar, mientras me quede conciencia, a quienes despertaron en mí el amor a  la poesía. Hasta siempre, Diego.

Desde El Garitón, donde llevamos tres días sin farolas, sin luz alguna, bajo la luna menguante pero esperando una explosión de rosas cuando amanezca,  


Mariví Verdú



Alhaurín de la Torre, a 8 de abril de 2021

lunes, 5 de abril de 2021

PONIENDO COTO A LA DESIDIA, por Mariví Verdú

A veces puede asombrar lo complicado que resulta sacar tiempo para las cosas importantes y con la facilidad que somos capaces de perderlo en trivialidades, cuando no en idioteces. Es un acto de locura ver cinco horas seguidas la televisión sin quejarse y dejar de leer, por un hora al menos, un día a la semana aunque sea, a algunos de los Migueles, ya sea Cervantes o Delibes, cualquiera de sus obras, o de cualquier otro autor poniendo las excusas más absurdas, tales como: no encuentro el momento, me duelen los ojos, se me caen las gafas, se me queda dormido el brazo, se me mueven los versículos y me mareo leyendo, no sé lo que leo y tengo que volver tres veces seguidas al mismo párrafo y al final...me duermo. Peor aún cuando sueltan eso de: no me gusta leer.

Pues algo así de estúpido y de imperdonable es lo que me sucede cuando, antes de sentarme a escribir, busco cualquier argumento para explicar este abandono al que someto a mi intelecto dejándolo en el más despreciable sinsentido, como si me hubiese declarado la guerra y hubiera cogido el arma más lenta y dolorosa de todas: la desidia. Hace ya un mes que no cuelgo nada en mi blog pero lo que más me asusta es que se me mueren los argumentos de mi próxima novela mientras veo cómo me engulle el sillón presa de una apatía intolerable, que pierdo el pulso, el temblor del poema mientras soy presa de una bulimia totalmente neurótica y me olvido de un acto tan necesario como escucharme y dar gracias por tener corazón. Me siento prisionera de una depresión injustificable, precisamente ahora, cuando la vida no me cuesta tanto trabajo y parece que la cuesta arriba ha llegado a un descansillo...

Ayer estuve reflexionando mientras limpiaba la nevera. Mucho. Casi lloro haciéndome propósitos de enmienda. Hice una lista negra de cosas que no volverán a estar en mi frigorífico, no tengo veinte años, y me juré no comprar nada que sea prescindible. El día lo había comenzado oyendo ‘La bohème’ y arreglando la casa. Oyendo a Nicola di Bari y Aznovour la vida cobra sentido y los recuerdos se levantan como nuevos y me cargan las pilas. Hoy me levanté cuando aún era de noche y volví al cuarto que fuera de mis padres a seguir ordenando y tiraando ropa, esa que tanto me cuesta el desprenderme. He tirado bastantes cosas pero quedan muchas más. Quiero dejar el ropero vacío, la casa vacía, que levitemos ambas, que nada material me ate a este mundo. Y la verdad es que me ha sentado tan bien que aquí estoy contándolo.

Y esta mañana de lunes de pascua en la que no se ve Málaga por la niebla y parece que anduviésemos perdidos entre nubes, siento un profunda necesidad de escribir, de sentir, de tomar las riendas de mi voluntad, de volver al tajo y recuperar mi conciencia. El sillón no es culpable de nada, el pobre está ahí para ofrecerme descanso. Primero lo hizo con mi madre y ahora lo hace conmigo. Es un objeto querido pero nada más. Útil y necesario pero no insalvable. Mi inercia no es definitiva todavía, es curable y tengo verdadera fe en que así será. No quiero ningún periodo de recuperación. Voy a echarme agua fresca en la cara y a decirme delante del espejo lo mucho que valoro la vida. Voy a darme una patada en el culo que me eche a la puñetera calle y a ver si se me quita este cuento chino. Porque, a decir verdad, la pandemia tiene mucha culpa de lo que pasa pero la única que puede salvarme de mí misma soy yo.

Gracias a cuantos han venido a verme en estos días: mi familia. Me han hecho muy feliz. Gracias a Juan e Isabelita que me han invitado a la mejor cazuela de papas de la historia y han compartido conmigo un resplandeciente y bellísimo jueves santo. Muchas gracias a las amigas que me han mandado su energía positiva, a Ana María Martín, Ana Olmedo y Ana Novell. Agradezco también a mis amigos Juan Miguel González, Fabián Labra y Carlos Prados, a mi prima Nina y a Ana Olirrey sus deseos de resurrección. Y para Eu Bandera. A Eu con mi deseo de que se restablezca pronto y pueda volver a su afición favorita: la lectura.

Desde El Garitón, poniendo coto a la desidia, Mariví Verdú

*La foto es un escapulario que tuvo mi abuela y que lo llevaron sus hijos con un imperdible en la ropa interior. Lo guardo como un tesoro familiar y lo conservaré mientras viva.


sábado, 6 de marzo de 2021

“UN TRISTE EPISTOLARIO”, por Mariví Verdú.


Pronto se cumplirán quince años de que comenzara a escribir una serie de cartas a mi madre con las que pretendía ilusamente ir poniéndola al día de lo que acontecía en mi corazón, en mi vida y en esta casa suya que habito desde que se fuera y que me la recuerda a todas horas del día. A ella y a mi padre, porque ambos se quedaron aquí, en cada rincón abierto de este hogar heredado, junto a mí, como lo están las violetas y las parras, como está el jazmín de mi tía María Teresa, como está mi hijo y el pedregal en el que han convertido su reposo. Siempre cerca de mi corazón como el silencio. Fieles y vigilantes como mi gata. A todos mis muertos les escribo cosas que guardo en un archivo al que di en llamar “Un triste epistolario”, un epistolario triste porque no recibo respuesta. A veces me pregunto qué ocurriría si tuviera la dichosa ocasión de ponerme al día con alguno de mis seres queridos pero me resulta, de momento, imposible. Y vaya si lo intento, pero ellos traspasaron ya la barrera de la muerte y yo todavía solo he atravesado la de la locura, esa que ocurre en vida cuando no se deshecha nada, cuando ésta transcurre en un trasiego que va del agotamiento a la frustración por los vericuetos del lápiz y el papel.

(...) Bueno, mamá, muchas cosas han cambiado en nuestro entorno pero no lo esencial. Vaya, que Málaga sigue aquí, tan bella, con achaques de vieja pero con muchísimas cosas nuevas que se van adaptando al paisaje con la misma naturalidad que una se hace a todo. El mundo sigue rodando y Málaga va con él, siempre a contracorriente, como nosotras: una, tú, porque no puedes moverte más que siendo parte viva de la naturaleza que se derrama en violetas, y la otra, yo, que asumiendo la tarea que me ha tocado, vivo aislada, eremita, manteniendo el encierro que requiere la escritura, dejándome llevar con el planeta hasta que se me permita. De momento sigo fiel a mi sombra como tú a la hierbabuena. Confiada en tus cuidos me abandono al destino, madre mía. Abrázalos a todos. Besos de tu hija. 

 *PD. Mamá, el otro día llamé a tu amiga Mari, la de Dottor, que vive y mantiene su cabeza buena con noventa y tres años. Hablamos de muchas cosas y le he prometido ir a verla. Espero hacerlo pronto, cuando me ponga buena. Sigue viviendo sola, en la vieja casa de la Avenida de la Paloma, porque aún se vale por sí misma. Una bendición. Ah, y felicité al amigo Muñoz Rojas por sus noventa y nueve cumpleaños el pasado 9 de Octubre, ya sabes, Pepe, el poeta de “Las cosas del campo”. Y otra cosa del campo, la jacaranda no ha dado flores, no sé porqué, pero el limonero ha tenido la mejor cosecha de su vida. Está cuajadito. Tu patinillo, con el lunero que no deja de florecer, siempre tiene azahar y huele a gloria. (...) 

Sigo escribiendo cartas lo que pasa es que ya tengo demasiada gente querida que ha traspasado la frontera, se me acumula el trabajo y escasea el tiempo. Además, lo voy necesitando para disfrutar de los que tengo vivos, de los que nunca quisiera que me faltaran. El tiempo ya no es maleable como lo fuera cuando joven. El tiempo, ahora, es un cristal finísimo que hiere tanto si se rompe como si se deja perder, así que lo mejor será tratarlo con suma delicadeza y sacarle el máximo partido. A pesar de su escasez, escribiré cartas hasta que llegue la hora de marcharme. Este triste epistolario es necesario para no dormirme.

* Debo carta a mi queridísimo amigo Antonio Arjona, fallecido el pasado quince de septiembre. Hablábamos tanto sobre el trabajo y nuestra vocación de herreros -cada uno con su fragua, su yunque y su martillo particular- que hoy lo echo de menos. Siempre concluía la conversación diciéndome que yo era su álter ego, su doble en femenino. Nuestras mutuas visitas o nuestras charlas telefónicas eran motivo para cambiar impresiones sobre la vida y sus temas fundamentales: realidad, pasado, filosofía y desencanto; para descubrir y hacernos partícipes de nuestras creaciones, para contarnos los proyectos. Ambos éramos incansables, eficientes, vivos... Siempre decía que no había que parar. Él ha parado, sin quererlo y para siempre. 
 
Antonio hizo suya una frase mía que surgió en una de nuestras interesantes conversaciones, un pensamiento que resumía una postura compartida ante el reto de vivir y que reza: (...) yo trabajo para entretener a la muerte. La citaba siempre como un acierto y se la refería a los amigos como rotunda, concluyente y sentenciosa. 
 
Antonio, amigo mío, no sé por cuánto tiempo más podré entretenerla pero te prometo que, fiel a nuestro compromiso, me pillará trabajando. 
 
Desde El Garitón, siendo martes 5 de marzo de 2021,  Mariví Verdú.

viernes, 12 de febrero de 2021

A MI MADRE EN SU CENTENARIO, por Mariví Verdú

Victoria González Sánchez nace el 12 de febrero de 1921 en Málaga, en el Palodú (Huelin) y fue la cuarta hija de seis hermanos. Su madre, Victoria Sánchez Martín, era de Benalmádena y su padre, José González González de Los Montes de Málaga. Contaba de su niñez recordando con nostalgia la Miga de Doña Micaela... Y que estuvo también en el Colegio de los Curas hasta los ocho años. Para seguir estudiando, cogía los libros de su hermano Antonio, los del grado preparatorio y leía mucho, todo lo que le llegaba a las manos, como el periódico La Unión Mercantil que, a veces, compraba su padre. José era un amante de la música y fue autodidacta en el aprendizaje del toque de la guitarra. Victoria le escuchaba tocar acompañándose por malagueñas y tarantas y por todo lo que gustaba por aquella época. De él heredó la afición al flamenco y, de oír la radio, a la copla. Desde niña y acompañada de un fino oído y de una buena voz, cantaba en bodas y bautizos, y, según dicen quienes la oyeron, lo hacía muy requetebien. Su hermano Gabriel también cantaba flamenco con un gusto exquisito. Así lo constatan José Luque, Paco Padilla, Pepe Cueto, Pepe de Cañete, Manolo Jiménez, Manuel Fernández Maldonado y la totalidad de los socios de la Peña Juan Breva que le conocieron.

Victoria cuenta cómo fue su encuentro con la Fiesta de Verdiales. Ocurrió en casa de su tío-abuelo Manuel González Pérez, violinero, que vivía en Los Chichuces, allá por el Partido de Jotrón, y se quedó maravillada. Se le hizo tan corta la tarde y la noche que les amaneció al raso envueltos en música y estrellas, mientras sangraban las manos de los platilleros y los nudillos del panderero. Contaba que fueron con sus hermanos María y Gabriel y dos amigas de la familia y que salieron de Málaga con una cacerola de pescado frito para los parientes del monte para los que resultaba un escaso manjar y el tío-abuelo guisó una gallina para los llegados del mar. Fueron en el coche de San Fernando y así volvieron, andando, sin haber dormido siquiera, bajando desde el Pantano del Agujero todavía en trance por ese soniquete que ya la acompañó durante toda su vida. Eran sus raíces, las de su familia paterna, todo un hallazgo.

Amante de todas las manifestaciones artísticas, Victoria fue una gran creadora de las formas, del más puro naif, del bordado. El primer trabajo que le quisieron comprar fue en la antigua mercería “La aguja de oro” de calle Nueva donde fue a consultar precio de su labor. Allí le dijeron que no lo tenía, que su trabajo no estaba pagado con dinero. Para un regalo muy merecido sí pero, para venderlo, resultaba incalculable. Y así lo hizo: lo regaló. Y eso es lo que ha hecho toda su vida: regalar. Regalar kilómetros de arte, dibujos originales -como ella decía: sacados de su cabeza-. Sus belenes de crochet, por los que recibió un premio; mantones bordados, colchas, tapicerías, paños, cuadros donde utiliza, aparte de la técnica del bordado, chinitos de la playa recogidos por ella y por su Ángel del Balcón de Europa -eran sus preferidos- en una especie de collages bellísimos. Adán y Eva, El Marinero, La Novia del Marinero, Calle Pacífico, La Virgen de los Dolores, Cristo y sus Espinas, etc. Sus obras han sido admiradas por artistas que la han valorado y no han escatimado en elogios: Díaz Oliva. Antonio Ayuso, Rafael Alvarado, Paco Chaves, Guillermo Aguilera, Juan Miguel González y tantos otros a quienes abrió la puerta de su casa ya que, de otra manera y hasta hoy, su obra ha estado oculta.

Podría estar escribiendo de ella sesenta y siete años y medio más nueve meses y no acabaría de decir sus bondades para con los suyos, en particular con mis hijos, nietos a quienes le regaló su tiempo más preciado. Tuve en ella una madre y una confesora que siempre absolvía mis pecados. Cuando alguien dice que me parezco a ella no saben el honor que me supone.

Amante de las flores, enamorada de las violetas, murió con el corazón partido el 24 de mayo de 2006 y el deseo consumado de volver a su casa de Alhaurín de la Torre, este lugar desde donde escribo agradecida en el centenario de su nacimiento.

El Garitón, a 12 de febrero de 2021


*En la segunda foto, tomada en la entrada principal de la Fábrica del Tabaco de Málaga, aparecen dos de sus más íntimas y queridas amigas: Julia y Mercedes Tuderini.

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...