lunes, 31 de mayo de 2021

CASI VEINTICINCO MIL AMANECERES, por Mariví Verdú

Rasga el silencio el canto de un gallo en la lejanía. El sonido llega debilitado haciéndome suponer que está a un escaso cuarto de legua. Son las cinco y cincuenta de la noche. Ahora ladra un  perro, pobrecito, debe sufrir insomnio, como yo y, mientras a mí me da por encender el ordenador y sentarme a escribir que canta un gallo y ladra un perro, él se queja con ese aullido ancestral que tanto tiene que ver conmigo. Seguidamente comienza el coro de los pajarillos que viene anunciando que pronto comenzará la amanecida. Los primeros rayos de sol devolverán a la tierra el precioso aspecto que tiene después de la lluvia. La tierra es espléndida y devuelve flor por agua, fruto por rocío, verdor por humedad. Sí, hay mucha humedad en el aire por lo que todavía uso un pijama de algodón, finito pero de manga larga, el mismo que llevé a Tetuán cuando se podía viajar y al castañar de Parauta después de vacunarme. En el monte refrescan bastante las madrugadas y hay que defenderse de un resfriado llegados estos años que tiene una ya, tan inclementes. Dice el refrán que las mañanitas de abril son muy dulces de dormir y que las de mayo no tienen fin ni cabo pero se ve que el mes de las flores no surte efecto en mí porque desde las cuatro estoy entreteniendo el tiempo para ver si se adelanta el amanecer y me permite ver qué puñetas le ha podido pasar al motorcillo del aljibe que no me deja sacarle el agua y me tiene en vilo. En un par de días no servirá para nada la última lluvia si no riego pronto el sembrado.

Me he levantado a hacerme un poquito de café. Al tiempo que se calentaba la leche, he puesto en la tostadora una rebana de pan, he pelado un ajo y he echado un platillo con aceite. Por unos momentos he pensado en la inutilidad de lo que escribo, de todo lo que hago salvo el hecho de estar preparándome el desayuno, del aquí y ahora. Recapacitando doy la importancia precisa al hecho de ser libre para cualquier cosa que se me ocurra, pintar, leer, reír o blasfemar. Encadenando pensamientos empiezo a elucubrar buscando a quién dirigir mi agradecimiento. Casi me pierdo el momento mágico: raya el alba. A través de la ventana de mi cocina observo un leve resplandor perfilando los montes, tiñendo el cielo de un tono azul violeta encendido que no tengo en mis lápices acuarelables. Ni en mis óleos tampoco. Sé cómo conseguirlo en una melangé que siempre resulta sin fulgor por mucho que logre acercarme a la tonalidad. En pocos minutos se ha inundado el cielo de malva y al volverme al escritorio ya habían tonos rosas y naranjas por donde se espera la inminente salida del sol. He aquí el día.

Bajo la luz todo va cobrando los volúmenes perdidos, la profundidad oculta, los matices exquisitos que solo la pátina del amanecer sabe dar a las cosas. Esta madrugada estaba sumamente triste, una tristeza sin motivo preciso y sobrada de  ellos que me incitaba a despotricar del mundo y del humano, a cagarme en todo lo pseudo, particularmente en la pseudoamistad y  la pseudofamilia, esa carga  que todos soportamos en alguna medida y que no sirve para nada más que para lastrarnos la vida. Esa gente que espera de ti lo que nunca fue capaz de darte. Sé que para continuar avanzando hay que olvidar a los impíos (hablo de piedad) y materialistas que vinieron a la vida de una a demostrar lo poco que merecen la pena, a regalarnos una tristeza con la que convivir hasta la hora de la muerte. Desechando estos desgraciados pensamientos, vuelvo mis ojos al cielo amanecido y me doy cuenta de que hoy va a estar nublado pero, aún así, procuraré salir al día con la frase de Horacio entre los labios: Carpe diem.

Sé que seguiré dejándome la piel en lo que hago, me importa un bledo si me leen, si le interesa a alguien lo que pinto, lo que opinen o dejen de opinar de mi trabajo, y seguiré porque cada uno vino aquí a algo y yo he venido a esto, a lo mío, a mi vida, a sacarle al día las pequeñas cosas que hacen que la propia vida sea singular y no de rebaño. 

Ay, si me viera en la tesitura de tener que salvar personas de un caos tremendo, sé perfectamente a quiénes no me dejaría atrás. Ocuparíamos una embarcación a modo de arca y esperaríamos cantando la llegada de la paloma con la ramita de olivo en su pico. 

Y a seguir dibujando amaneceres.  

Desde El Garitón, con las amarilis decapitadas sobre el fértil lecho del huerto, Mariví Verdú

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