martes, 29 de diciembre de 2020

JUGANDO CON LA SOMBRA, por Mariví Verdú

El día veintisiete de septiembre de este siniestro año que está a punto de dar la boqueada, comencé un libro de poemas al que di por título “Descubriendo las sombras”. Creo que no he compartido ninguno de ellos todavía y puede que no la haga nunca. Hay tantas cosas que se me quedarán en el tintero, en los cajones o simple y llanamente no sucederán: viajar de nuevo a Venecia, guisar la fideuá, ponerme tacones, prometer cosas o dejar algo para mañana... Hace casi quince años me di cuenta lo poco que dista la vida de la muerte, solo un suspiro y ¿cuánto dura un suspiro? ¿qué espacio de tiempo se necesita para pasar de un estado a otro: de la voz al silencio, del calor al frío, de la mirada a la clausura definitiva de los ojos? Nada, un instante y se abre la eternidad. 

Hoy, veintinueve de diciembre, tan cansada como cualquier día después de aquel mes de mayo, me dispongo a despedirme del año sin guardarle rencor, con muchísimo dolor pero perdonando sus días, ese acumulado de fechas que conforman mi vida. No será así con las personas, indignas de mi perdón, que intentaron amargarme la vida. A esas, que las perdone Dios. Mi calendario lleva ya más de cincuenta años con navidades tristes y mi vida se convierte en un cementerio de fechas, en una monstruosidad si no empiezo a olvidarlas todas y a vestirme de vida, de la vida que me queda y que quiero disfrutar al sol de esta recacha que me he ganado a pulso y que existe gracias a mis padres y a mi trabajo. Y que pude conservar con la ayuda económica de mi hijo y de mi nuera que pararon el triste proceso de expulsión, de expropiación de una tierra tan batallada, un rinconcito del que no quiero salir si no voy con los pies por delante. Aún así, muerta ya, quedaré en el almendro para siempre, aunque los que vengan detrás les importe un pito el lugar de mi descanso eterno. Si no le ha importado ni a la propia familia el sitio de los muertos anteriores ¿a quién mierda le va a importar? A pesar de todo, volveré cada año en flor como mi madre vuelve en violeta, mi padre en uva, mi tía en jazmín y mi hijo en piedra y matorral detrás del muro, que no en mi corazón. Aquí -y señalo mi pecho- es solo belleza y bondad. 

Hay una inglesa que lee mi blog y que se atreve a recomendarme el ir a un siquiatra. Yo me meo en ella y de paso me cago en toda su casta. Es fácil recetar desde los palcos. Es fácil tildar de enfermas mentales a las personas con las que jamás sentirás un grado de empatía. Hay mucha gente en el mundo que come y caga, que compra mucho, muchísimo, y contamina y se cree que el agua del mundo es para su ducha. Gente que de vez en cuando folla y se cree que lo de amar pasa solo en las películas. Creen en las cosas materiales y se aferran a ellas de tal forma que morirse significa tener que dejarse aquí lo único que les ha importado en sus vidas por lo que se mueren pataleando, dando golpes a diestro y siniestro y queriéndose llevar consigo a todo el que pilla por delante. Hay gente para todo pero la de los consejitos me repatean el hígado. Qué se los metan por el mismísimo. Una vez fui a un siquiatra, estaba atormentada, criando hombres sin saber siquiera qué es un hombre, sin medios, improvisando, una joven inexperta que temía perder el juicio. Resultó que el médico que me atendió estaba totalmente ido de la olla, no me miró en ningún momento y no me hizo ni una pregunta después de ¿Qué te pasa?, solo decía: sí, sí, sí ¿qué más?...no sé si es que le parecía poco lo que le estuve contando... Sin embargo, al despedirnos, me reveló un secreto maravilloso: cuando te quedes sin aire, piensa que todo el que existe es para ti. Igual no estaba tan loco. Yo tampoco lo estaba. No volvió a darme ninguna crisis de ansiedad, me limité a respirar y es lo que sigo haciendo. Respiro mucho y profundamente mientras mando a tomar por culo a todo aquel que no me quiere y viento a la farola al que no me lo demuestra. 

Aún comparto mi mesa con quien me trae el pan tierno de la amistad. Y hay rosas todavía, las tengo de olor, de pitiminí, de arriba España, malvas y fuxias; hay violetas, margaritas y un sin fin de variedades que la tierra me regala y yo acepto agradecida. Por ellas sobrevivo y a ellas me encomiendo, son lo que más se le parece a mi alma. 

 Desde El Garitón, rozando nubes y pasendo por una alfombra de hierbas, Mariví Verdú

miércoles, 23 de diciembre de 2020

TESIS SOBRE LA TRISTEZA, por Mariví Verdú


Dos mil veinte se acaba. Se va sin gloria y con tantas penas que no habría forma de enumerarlas. Ha dejado tanto horror a su paso que estamos deseando que llegue la Nochevieja y le sumemos un uno a este veinte del infierno. Nos ha pasado un año por encima del que solo tuvimos dos meses para vivir y diez para morir, dos meses en los que disfrutamos una vida de verdad y los demás de dolor, miseria y mucha, muchísima, tristeza. Dos mil veinte deja ante los que aún lo podemos contar un panorama tan desolado, tan angustioso y tan sumamente frío que está calando nuestros huesos. Un helor y un miedo que no se nos quitará en la vida. La frialdad con la que hemos encajado las muertes ajenas quiero considerarlo una consecuencia de nuestra impotencia, al menos eso espero, y no una pérdida en masa del corazón humano. 

Mi soledad, este anticipo del frío total que nos espera a los mortales, no logra hallar consuelo. Si no pudiera escribir, acabaría como Pavese. La vejez es una etapa para vivirla acompañada aunque haya excepciones que, casi siempre, acaban malamente. Más tarde o más temprano necesitamos ayuda porque así es la naturaleza del ser humano: no podríamos sobrevivir si nos abandonaran los primeros años de nuestra vida y tampoco podemos hacerlo si nos ocurre en el ocaso. Lo sé por experiencia y lo confirmo observando a mi alrededor. La soledad puede llevarnos al delirio, a la pérdida de empatía y al abandono. Es normal que hayan muerto miles de personas en residencias: las que no mató el virus murieron de soledad y pena. Añoro aquellos tiempos de mi querida abuela Victoria. Ella vivió y murió con nosotros. Por entonces los mayores eran todavía parte integrante de la familia y vivían con dignidad y respeto en su seno. Aunque yo sé, salvo la excepción que confirmará la regla, que mi generación es la última que ha cuidado de sus padres hasta el final de sus días. Por eso, estos tiempos del desamparo me duelen tanto que he tomado la noticia de la legalización de la eutanasia con tal satisfacción que, paradójicamente, me pareció una noticia alegre. La tomé con más ilusión que la del divorcio en su día. Espero no tenérmela que aplicar pero, llegado el día, no tendré ninguna duda ante la “no vida”. Vivir en el desamparo no es mejor que morir con plena conciencia del acto definitivo de la despedida. De todas formas, solo adelantaríamos la hora, cosa que hacen con nosotros cuando le da la gana quien leche sea. 

Espero que algo cambie en este dos mil veintiuno. Lo deseo con todo mi corazón. Dos mil veinte me está costando tanto digerirlo que acabaré enfermando. Tal vez los niños y jóvenes puedan ir olvidando -en el supuesto de que haga su efecto la vacuna y mejoren las cosas- pero los de mi generación y los más mayores no nos recuperaremos nunca. Nada podrá devolvernos los amigos perdidos, el tiempo perdido, la fe perdida. Por eso huelo a tristeza -huelo porque transpiro tristeza-, mis palabras suenan a tristeza, como y bebo tristemente, leo tristemente, escribo, hablo, me muevo tristemente y guiso con tristeza. Mi mirada la ha ocupado una tristeza desvaída que se ha hecho con mis ojos y no me los devuelve. Respiro y exhalo tristeza, me acuesto con la tristeza y con ella me levanto. Navego en un barco llenito de tristeza y adonde miro no veo más que eso, una tristeza infinita. 

Entre la vida y la muerte hay una línea finísima. Solo necesitamos un golpe de suerte que es, a la postre, quien decide. Nuestra única protección es seguir a rajatabla las órdenes dadas en este estado de alarma que vivimos y no tentar demasiado al demonio puñetero.Y es que la muerte y su cara viva, el desamparo, han aprovechado cualquier brecha, cualquier excusa, para argumentar y excusar lo que nos hemos ganado a pulso con esta vida deshumanizada. Todo es justificable y sombrío, hasta los actos más ingratos. Por eso ya no quiero nada de este mundo. Solo pido que me dejen en paz y que nadie ose despojarme de éste humilde vestido de tristeza que me cubre el cuerpo y el alma. Y que me dejen seguir escribiendo para entretener mi espera. 

Solo espero la bienvenida de los cigarrones. 

Desde Garitón, el 23 de diciembre de 2020, con las últimas rosas del invierno y un prado de violetas donde mi madre se entretiene mientras escribo, Mariví Verdú.

Foto: Pedro Durán Verdú

martes, 8 de diciembre de 2020

CACTUS DE PASCUA, por Mariví Verdú

Son las cinco y cuarenta y nueve de la mañana. El aire viene pegando fuerte, cortando la cara. Llega helado, a menos cinco grados, desde la Sierra de las Nieves y azota cuanto pilla a su paso. He salido a la terraza para recoger la ropa que tendí ayer tarde. También he recogido las macetas, mi Santa Teresita y mi helecho treinta nudos. Han estado a punto de volarse, como los trapos y los platos  que cuelgan de la pared y que eran de mi madre. Yo misma he estado a punto de salir volando, a pesar de haberme puesto la bata y la bufanda para cubrir mis tres mil doscientas cuarenta y cinco onzas. He estado a pique de de coger una pulmonía en este ventisquero que tengo atrás. Cuando me levanté lo hice con la intención de sentarme a escribir un rato pero he cambiado de parecer después de volver del aire: me voy a hacer un cafelito. 

Me acabo de tomar el café bien calentito con una torta de aceite y almendras. Ya es otra cosa. Las ideas se empiezan a templar y nacen con más ganas de hacerse palabras. Sin embargo, llevo ya mucho tiempo en que todo lo que escribo me parece insípido. No me contento con nada y hay cosas que no quiero hacerlas pública para no compartir con nadie la vieja herida, aquella que no se acaba de cerrar y que últimamente es grande y dolorosa, abierta entre mis costillas, entre el corazón y el hígado, como de lanza, esa llaga que no tiene cura. Los acontecimientos últimos han ulcerado hasta las palabras y no puedo escribir sin que sangren. 

Se acerca la Navidad, en un par de semanas estaremos en ella y en tres será Nochevieja. Dos mil veinte ha sido un año que nació para el olvido. Todos queremos huir de él, dejarlo atrás, olvidarlo. Yo también quiero que acabe pero en el fondo siento una inmensa piedad por él, por lo que ha significado para todos nosotros, para toda la humanidad. Hay fechas que se vuelven malditas sin que ellas tengan culpa de nada. La culpa la tenemos nosotros que tanto nos gusta contar, medir, pesar, poner número y calificativo a las cosas, incluso al padre de todo lo creado y de todo lo desaparecido, a ese viejo de pelo cano que se llama tiempo y que yo prefiero pintar hoy con la ternura y el candor de un recién nacido. 

Y de nuevo vuelvo a escribir sin decir nada. Ni siquiera he aprendido bien el oficio, a pesar de haberle dedicado medio siglo. Escribir dando la medida del corazón, eso es lo que sigo pretendiendo, lo que intenté durante toda mi vida y aún no he conseguido. Ahora solo doy de sí mucha décima repipi, mucho verso y pocas nueces. Sin embargo, lo que quería decir era bien fácil, lo entiende todo el mundo y se puede memorizar porque se escribe usando pocas letras: cinco para salud, cuatro de amor, tres de paz, dos de tú, una de "y" y algunos puntos suspensivos... 

Escribir, describir, abrir, sentir... escribir sin fingir, sin mentir, sin dormir. Intuir, compartir, bendecir... escribir, escribir, escribir...

Y yo sigo creyendo que lo lograré algún día, tal vez entre los almendros. 

Desde El Garitón, el día 8 de diciembre de 2020, esperando que salga el sol,
Mariví Verdú

lunes, 23 de noviembre de 2020

TEMPLANDO MI ESPÍRITU, por Mariví Verdú


Escribir hoy, con lo que sé además de lo que sabía ayer, es un despropósito. Me dan unas terribles ganas de llenar este archivo en blanco de ternos y palabrotas que solo harían mancharlo para después tener motivos de arrepentimiento y eso no me lo permite mi oficio, este que no es otro que encauzar las palabras hacia lo que son, hacia el fin para el que fueron creadas que no es otro que hacernos entender y ya sabéis el refrán: a buen entendedor, pocas palabras bastan. Sí, dan ganas de blasfemar pero Dios no tiene la culpa y las palabras que salen de nuestra boca nunca pueden volver atrás. Aunque mucho peor son los hechos y sus consecuencias. Esos sí que no tienen vuelta atrás. Aunque exista el perdón ¿Quién reparará el daño causado? Para las lágrimas vertidas no hay marcha atrás. No hay vuelta de hoja. Solo cabe el olvido o el perdón. 

En resumidas cuentas, la historia va hacia adelante. De lo hecho, cada cual que apechugue con lo suyo. Quien no tiene corazón, no sufre pero hay sufrimientos de los que ninguno estamos exentos y este que nos ha tocado vivir es uno de ellos. Nadie está libre de que le entre esta zangarriana. No tiene mala leche ni ná. Y para más inri tenemos a una enorme pandilla de tarados que andan por ahí sin mascarilla, inventando nuevas formas de morirse o haciéndose los duros, como si la cosa no fuera con ellos. 

Hace unos días me mandó me hijo un post de esos que circulan por la red y que no sabe una si creerlo o no. Era de una chica entrevistando a otro joven:
-¿Podrás decirme algún escritor del 27? 
A lo que contesta el chico: -Pero si estamos en el 21, del veintisiete no hay ninguno aún.

Os juro que no me reí, aunque parece que está hecho para provocar risas. Lejos de eso me infundió una clase de tristeza y de miedo que no puedo traducirlo. Es un miedo que incluye el futuro de mi familia y el mío propio, de todos, estar en manos de ignorantes sumos, un peligro en cualquier rama que estos busquen un boquete para trabajar. Espero que no lleguen nunca a nada relativo a los trabajos sociales o asuman responsabilidades de las que dependa nuestra vida. 

Y hablando de responsabilidad: no me permito ningún movimiento que ponga en riesgo la salud de ninguno de los míos ni de los que me cruce por la calle. Cuesta trabajo restringir las salidas, estar encerrados, no podernos ver tanto como quisiéramos. Soy tan humana como cualquiera de los que estáis leyendo y sufro como vosotros. Me parece tan triste que el municipio donde vive mi hijo linde con el que alberga este despoblado Garitón, que no podamos vernos en dos larguísimas semanas y que ahora, como el que no dice la cosa, se conviertan en otras dos semanas y media más, en otro mes de muchísimos días -como si habitáramos Marte-, que comienzo este lunes con ganas de llorar. Y como tengo ganas y no está prohibido, lloraré.

Desde este rincón del alma donde se aburre el poema...Mariví Verdú

domingo, 22 de noviembre de 2020

DONDE REINA LA BIGNONIA, por Mariví Verdú

“El tiempo ha dejado de tener la medida de la infancia y se ha convertido en algo irreal y sombrío, como una masa viscosa y lúgubre que nos tapa la boca haciéndonos perder la noción de la vida. Miro hacia el pasado más reciente y me parece tan lejano, tan onírico, más cercano al Éxodo que al cielo prometido”... 

 “Aparcada al costado del centro de salud, dentro del coche, hago tiempo mientras espero turno para que me pongan la vacuna de la gripe y de la neumonía... ¿Habrá alguna que sirva para darle un poco de color al desencanto? Quisiera vacunarme de la rabia, de la desconfianza, del olvido...¡Ay, si existiera alguna que me dejara volver al dulce vientre de mi madre! 
 

Yo pasé el colorín cuando era chica, mi padre me traía los tebeos, los lápices alpino y me arropaba”... 

He escrito muchísimo en estos días de clausura, mucho, y he vuelto a la vieja costumbre de la libreta y el bolígrafo para desconectarme de la máquina y de las estupideces varias que en ella dormitan y despiertan nada más que la enciendo. No he tenido ganas de pasar lo escrito a la memoria del ordenador y mucho menos de hacerlo público en aquellas ventanas por donde no me entra el sol pero sí se escapa cualquier sentimiento sabe dios dónde. La negatividad se transmite más rápidamente que el optimismo y todo lo que he ido escribiendo tiene más que ver con el lado oscuro de la cosa que con la esperanza. Bien es cierto que siempre ando buscando la salida del túnel, buscando la verdad, ese estado luminoso que nos pone el alma en su sitio, pero, como es ya costumbre, tengo que pasar por lugares inhóspitos, por momentos terribles antes de dar con una gota de luz, con una brizna de aquella claridad que me anunciara Claudio Rodríguez en su don. 

Una vez llegando a éste tercer párrafo me obligo a ir concluyendo. Nadie es capaz de leer más de cinco minutos lo que pasa por un corazón cualquiera. Ni siquiera los de tu propia familia dedican más de dos minutos a la tristeza de esta vieja estrafalaria. Hay que asumir que hay dolores intransferibles y sentimientos tan propios que solo algunos elegidos son capaces de transmitir haciendo que la persona que lee desee estampar su firma debajo al sentirlos como suyos. Estos últimos, tan escasos como los primeros. 

He de decir, en honor a la verdad, que, a pesar de la oscuridad que trata de impregnarlo todo, tengo muchos motivos para despedirme con palabras de agradecimiento dando un baño de color a esta mañana de domingo en la que vuelvo a sentarme ante el ordenador. Además de escribir como posesa, llevo muchos días valorando el minuto como jamás lo hice y eso me parece algo buenísimo. Disfrutar del momento presente estando en él y sentirlo como el valiosísimo regalo que es, es digno del mayor agradecimiento. Sacar fuerzas de flaqueza para sonreír y cantar canciones infantiles dan como resultado cubrir de paz los días. Como consecuencia, he aumentado el número y la intensidad de mis poemas, he añadido retratos a la serie de acuarelas que estoy dedicando a mis amigos y he cocinado cada día. Y no solo porque tenga una sagrada obligación conmigo misma, la tengo con una pequeña y dulce criatura con quien comparto la mitad de mi tiempo. Emma pinta de colores mis mañanas y de preparativos mis tardes. Agradezco infinitamente su compañía. Missi, Maya y ella han estado a mi lado durante éstas dos últimas semanas de confinamiento municipal haciéndome grato cada instante. Y en cada respiración he dejado que mi imaginación vuele hasta el municipio colindante, hasta esa casa llena de amor donde vive mi pequeña gran familia, a oír detrás del auricular esas voces queridas que son mi verdadera música. 

Desde este rincón del mundo donde reina la bignonia, Mariví Verdú

domingo, 8 de noviembre de 2020

CUÁNTO QUEMA EL HIELO, por Mariví Verdú

Llevo varios meses, que son muchas semanas y más días desbordados de horas interminables, haciendo tiempo, dejándolo pasar porque va herido. Una actitud pasiva que no es otra cosa que impotencia ante el acoso y derribo que éste extrañísimo virus ha decidido declarar en contra de los seres humanos por toda la chata redondez del planeta. Esta inacción mía es obligada ante la dura realidad para la que no existe decisión alguna más que la sumisión y tomar las medidas oportunas para no ayudarle a la muerte a salirse con la suya tan temprano. 

 He dejado pasar el tiempo intentando templar mi espíritu para no hablar de la muerte así, en caliente -¡cuánto quema el hielo!-; he dejado pasar ese tiempo en el que cuesta creer lo sucedido y aún no se nota el rotundo vacío que marca en el corazón esa fecha fría como el mármol en el que los recuerdos salen del rincón vago y empiezan a traerte cosas que parecían olvidadas, que se nos habían borrado pero el dolor nos las devuelve con la nitidez propia de los que estamos en el umbral de la vejez, a un paso de ella y a muchísimos de aquella juventud donde se fraguaron amor y amistades, los sentimientos más hermosos, esos que arrancárnoslo supone desprendernos del alma. 

Cuando a los álbumes acudo en busca de la información que a veces olvida mi cabeza, el corazón cae en una terrible depresión sin ríos ni valles, como en un pozo donde lo único que veo reflejada sobre el negro espejo es mi propia cara. Otras veces pillo un atajo y acudo directamente a la propia tristeza, saturada de voces, esa que pone nombre y dibuja siluetas a mis muertos. He perdido a tanta gente querida, ya sea por este virus aterrador como por el maldito cáncer, por la inevitable vejez o por la soledad y el hastío que provoca la vida en sus últimos estadios, que este escrito se me podría volver un inmenso memorandum al que acabaría por dejar arrinconado por dolor y por falta de fuerzas. Por eso nombraré con mi boca cerrada a cada uno de ellos sintiendo la infinita tristeza del que, acorde con la naturaleza, vive y deja vivir sin pensar en el pecado ni en el cielo prometido pero con la grandísima alegría de haberlos tenido cerca y haberles ofrecido de vez en cuando un plato de comida, de haber compartido el pan y el vino y de haberles dado mis besos y abrazos más sinceros. 

Y voy a dejarlo aquí por mi bien, mientras mi casa huele a canela de Chaouen y a ras-el-hannout, yo me visto de claro para ir a ver a mi nieto y darle fuerzas de super abuela y no sepa lo vacío que se me está quedando el corazón. 

Con una claro paisaje pintado por la lluvia y despejado por el viento, desde El Garitón con una sola rosa de noviembre, Mariví Verdú 

*Al abuelo Fernando y a los amigos Antonio Arjona, José Miguel Sánchez Vicioso y Francisco Montoro.

sábado, 7 de noviembre de 2020

CONTRA EL OLVIDO, por Mariví Verdú

 Son las seis menos cinco de la mañana, es noviembre pero no hace ni chispa de frío. Aunque estamos a punto de despedir su primera semana, el aire otoñal viene caliente y corre como una exhalación tirando macetas y desnudando árboles. La lluvia, racheada y peligrosa, y el viento, violento y huracanado, acabarán siendo dañinos y dejarán a su paso inundaciones y destrozos amedrentando más, si es que cabe algo más, estos ánimos nuestros hartamente deteriorados por la pandemia. Parece que vinieran a dar la puntilla a una tierra desolada y a la entereza que empieza a flaquearnos. Maldito Covid que nos tiene a todos en vilo rozándonos con su espada, que fuera de Damocles, ahora más cerca que nunca. 

Dicen que hay borrasca para dos días más pero quién pudiera decir lo mismo de este virus que no sabemos cómo atajar. Últimamente ando muerta de miedo, no soy capaz de hilvanar dos palabras positivas y no me atrevo siquiera a respirar. Hacia donde miro veo ese mismo miedo en los ojos, siento los besos abortados tras las mascarillas y observo la quietud de unos brazos a los que les impedimos dos de sus básicas funciones: abrazar y trabajar. Las manos, llenas de caricias enquistadas, van del mando de la televisión a deslizarse por las pantallas táctiles del móvil como posesas, frustradas de no sentir el deseado tacto carnal, tan querido. Una vez más, la creatividad se convierte en tabla de salvación en este mar de espera que no sabe bien lo que espera y que siente la muerte en toda su crudeza, esa que ya no da tiempo de adornar y que nos acerca a nuestro verdadero reino animal del que vanidosamente nos erigimos reyes y del que somos el peor ejemplo de depredador, de aniquilador, de engreimiento estupido. 

He salido a respirar al alto mirador que fuera de mi padre porque, a pesar de que el viento es intenso, me falta el aire. Es como si se revelara a entrar en mis pulmones y al conseguirlo usara un doloroso cuentagotas. La visión del amanecer siempre me impresiona pero en esta ocasión me resultaba una necesidad, una urgencia, una forma de confirmar que sigo aquí, que el sol vuelve a darme los buenos días por malos que estos sean, de que el mundo no interrumpió su curso ni la naturaleza su orden natural mientras yo vuelvo al torno dejando mi huella y rebelándome contra el olvido. 

 Contra el olvido, cojo el lápiz -o enciendo el ordenador- y me siento a escribir. Inevitablemente me pongo a pensar y a un paso de dolerme el pensamiento. Entonces busco un analgésico y cojo los pinceles, la aguja, el bloc de acuarelas, el dedal, las tijeras o el metro. Con todos me pincho por lo que no me puede faltar de ninguna de las maneras el paquete de klínex. Y acabo a moco tendido, guardándolo todo en sus estuches y costureros y ordenando la casa de mi alma, quitando de los rincones la pelusa gris de la desidia. 

Contra el olvido, anduve mucho tiempo con la cámara de fotos recogiendo momentos pasados. Eso, a la larga, se paga con la tristeza. Ver lo que ya no puedes ver, recordar lo que fue, volver a ese tiempo encapsulado en la belleza es sentirse inmensamente triste. Sin embargo, en esa tristeza está la enciclopedia de mi vida. A ella se la debo. De no haber sido por la tristeza no me habría dado cuenta de haber querido tanto ni conocería la esencia de los hombres, esa que tal vez un día nos hizo vanagloriarnos por tener la exclusividad de las lágrimas. 

*Y después de tres días con este escrito guardado, lo publico mientras un lucero me saluda entre nubes de agua, anticipo del sol y de flores violetas. Desde El Garitón, Mariví Verdú

domingo, 1 de noviembre de 2020

EN VÍSPERAS DE FIESTA, por Mariví Verdú

Ayer fue uno de esos escasos días en los que, alrededor de una mesa, se disponen los corazones a disfrutar del encuentro, siempre sagrado y hoy más añorado que nunca, de un almuerzo familiar. Y al usar este adjetivo he recordado la palabra de la que proviene, primera y fundamental para la existencia de los seres humanos: “familia”. Sí, de familia, familiar... En  familia está el origen y en ella estará el final, su penúltimo destino antes del olvido.
 
Inevitablemente me he puesto a pensar en el significado de familia. Mientras lo hacía me he ido sumiendo en una enorme tristeza, en  recuerdos de los que ya no están y que son en número muchos más de los que aún me quedan en el mundo. Me he acordado de mi padre y de mi madre, de aquel con quien hice mi propia familia, Fernando; de mi hijo, de toda mi sangre perdida. Me he acordado de amigos entrañables, de mis tíos, de mis suegros, de cuando la familia era una institución venerada.

Una vez más, ponerme a recordar ha sido perder la conciencia del presente, del regalo que tenemos por contar con el aquí y ahora, lo único que existe, la única realidad, aunque empieza a ser pasado conforme voy escribiendo.... Sí, me he puesto a echar de menos. Y echar de menos a quien está muerto es ponerse triste y la tristeza siempre puede conmigo. Porque con las palabras divago pero con los recuerdos es que me echo a morir.

Tal día como hoy, muchos años atrás, era típico sacar el abrigo del armario, encasquetárselo y ponerse en camino del cementerio mientras comíamos castañas asadas y nos turnábamos para llevar el cubito con su taco de jabón verde, su estropajo y dos trapos: uno para fregar los azulejos y otro para secar y dejarlos  como los chorros del oro. La mayoría que acudía para tal menester eran mujeres. Los demás éramos  niños. A mí me tocaba ir al Batatal, el más cercano a mi barrio, porque allí estaba enterrada mi abuela Victoria. (El Batatal, conocido así popularmente, era el Cementerio de San Rafael, y le llamábamos de tal manera porque antes de ser camposanto fue campo de santas batatas...). Por entonces, era costumbre visitar a los seres queridos que habían pasado a estar bajo tierra. La finalidad era honrarles y adecentarles el aposento, limpiando la losa que los cubría y llevándoles flores frescas en un alegre y colorido recordatorio de la vida que todavía disfrutábamos y de la muerte que era la convocante. Todo transcurría con júbilo, primero, por la calidez que proporciona el seguir vivos, segundo, por la rotunda certeza de la muerte. Mucho creer en la resurrección pero si saliera un solo muerto de su tumba nos moriríamos del susto. Por cierto, viene al caso: expreso mi odio infinito a Halloween.

Bueno, el poder  que tiene el arraigo de esta tradición en los dos primeros días de noviembre me ha desviado por unas horas de lo que en realidad me había movido a escribir: la familiaridad que disfruté el día de ayer, ese ambiente que envolvió un simple almuerzo haciéndolo mucho más grande que un día de Navidad o que cualquiera de mis cumpleaños... Comer los seis en una mesa me ha hecho recordar el significado de familia y todas las acepciones que esta palabra tiene y contiene: cuánta sencillez y naturalidad en el trato, cuánta confianza y cercanía, cuánto cariño. Sí, cariño, eso es lo más importante: los sentimientos que revoloteaban por el aire, bajo los jazmines, ante la yedra, saliendo y entrando del pecho de cada uno de nosotros. Nos cayó la tarde y la noche. Hasta la luna llena vino a la fiesta. Brindar era todo un compromiso de seguir vivos para repetir brindis cualquier día no muy lejano. Degustar lo que pusimos encima de la mesa fue solo un preámbulo para lo que más tarde ocurriría en el sofá con mi nieto y nuestro Antoñito, en la mesa del comedor conmigo y mis pinceles y en el diván con mi hijo, mi nuera y nuestra Macarena y esa sonrisa transparente por donde el mundo solo ve la gloria. No hubo abrazos ni besos para despedirnos pero no hacían falta. Estaba todo el cariño confirmado.

Me comprometo ya, desde este momento único, a celebrar cada día, durante el tiempo que me quede, como la víspera de Todos los Santos, acompañada de los que quiero, viendo fotos de hace veinticuatro años y reconociéndonos en ellas, riendo como cuando fui niña, arropada por ellos, por esa familia con la que quiero contar el resto de mi vida. 
 
Desde El Garitón, soleado y fresco, recordando aquel puente de los Santos en el Río Borosa y aún disfrutando la jornada de ayer, todavía con el sabor del vinillo celeste de los cielos en la boca, 
Mariví Verdú

martes, 20 de octubre de 2020

DEJÁNDOME DE IR, por Mariví Verdú

Hacía mucho tiempo que no me sentaba a escribir como hago esta mañana de martes, por simple apetencia, como un ejercicio del recuerdo, como una alegre pérdida de tiempo idéntica a la que a menudo practico mirando en lontananza, observando, sin otra ambición que disfrutar la belleza, los montes de mi tierra y el perfil de mi recoleta bahía y su mínima farola con su característico compás de tres por cuatro. Lo hago con la cabeza libre de rimas y de ritmos -me entenderá el que sabe de versículos-, dejando que mis manos escriban lo que mis sentidos vayan improvisando, dejándolas ir a dar un paseo por el teclado sin programa ninguno, igual que se dibuja un garabato mientras hablamos por teléfono, con el mismo y fugaz resultado de nuestro huella -ay del breve paseo por la arena a orillas de un mar antojadizo-, sabiéndome estela momentánea. Lo hago sin miedo al oleaje que vendrá a borrar el mínimo mapa que mi paso señale. No quedará marca de mi vida como no quedó de la vida de nadie. Hasta que todo acabe, únicamente me salvarán del olvido las palabras, las que aniden en algún corazón -lo que también será una salvación transitoria-. Solo estaré en la memoria amable de algunos seres queridos en los que el amor, con su vocación de eternidad, intentará salvar a toda costa. Yo lo hice con todos los míos, con aquellos que merecieron vida eterna, y en ello sigo, jugando este privilegiado solitario en mi mundo en blanco. 
 
Hoy es un típico día octubrino, uno más del año 67 de mi era... Pero ¿cómo se dice a lo relativo o característico del mes de octubre? ¿octubreño?... Solo el poder de una palabra me puede dejar colgada durante minutos -a veces horas- su porqué, su por qué no, su raíz, su desinencia -hoy lexemas y morfemas-. Las palabras y los largos ratos delante del ordenador sorprendida por ser la única que se pregunte por ella y le dedique este tiempo de octubre, un tiempo que robo del sueño que no tengo y que se convierte en palabra otoñal. Ando siempre aprendiendo, tanto de los diccionarios como de la vida y sobre todo del paso de Venus por el cielo, tan caprichoso. Marte ha estado muy cerca todos estos días. Ya no volverá a estarlo hasta dentro de quince años y esa vez no lo veré, al menos desde aquí. Y, si no lo veo desde mi altozano, no quiero verlo desde ningún sitio. Los astros, los planetas en particular, me hechizan. Me alucinan todos los cuerpos celestes, hasta el vino de la Ribera del Duero que me trajeron unos amigos el pasado sábado y que compartimos juntos todos los míos en nuestro Manneken Pis particular, esa fuente que ahora mismo esta dentro de la noche pero que en pocos minutos se irá tiñendo de malva, de sol, de espejo, de nube y de pájaro. Mi padre la hizo para su deleite y para el de abejas y libélulas, de torcaces, de gorriones y gurripatos, de mirlos, piquituertos y demás aves que planean sobre sus pilas, en particular de la superior que convierten en bañera durante los meses estivales. Yo creo que en el mapa de humedales que las aves llevan en su memoria existe El Garitón. Mi padre fue artífice de tal prodigio. Desde su jubilación, con paciencia infinita, se dedicó a cortar todas las mañanas las sobras de pan del día anterior en  pequeñas migas que echaba a los gorriones y verderones que por aquí abundaban. Había lechuzas y búhos por entonces. En una ocasión que estuvo enfermo y pasó varios días en cama, entró un gorrión a buscarle hasta el recibidor. Yo lo vi con mis ojos. Si no se hubiera topado conmigo, quizás hubiese llegado hasta la habitación buscando a su Ángel de la fuente. 
 
Ya se deja sentir el frío por las noches. Tengo que bajarme del altillo la bata. Tengo batas de todas mis muertas pero este año las voy a dejar en el contenedor de ropa usada. No quiero más que una, la más nueva, la más leve. Las demás pesan mucho y yo tengo cada día los huesos más frágiles. Me gusta, de vez en cuando, hacer una limpieza de cosas materiales. Últimamente también van los recuerdos al contenedor azul. En mi cabeza está todo lo que es digno de recordar y los colores y olores que desprendían los míos. Y la voz de cada uno diciéndome, repitiéndome que me quede aquí todo el tiempo que pueda, con poco equipaje y con el corazón que conocieron.

Espero continuar escribiendo otro día, dejándome salir a la nada de esta pantalla que tengo enfrente y asistir al milagro de una transformación que la llena de palabras que son yo, que la ilustra con la estela del calor de los míos: la presencia y tenacidad de mi hijo, la capacidad de su mujer, la evolución de la ingenuidad de mi nieto, la suerte de los amigos incondicionales, la grata compañía de mi gata Missi y, cómo no, con la metamorfosis que encierra una mazorca hasta llegar a ser palomita.

Desde El Garitón, bajo el arbusto de Pandora, entre violetas incipientes y membrillos de oro, 
Mariví Verdú

martes, 26 de mayo de 2020

ADIÓS, PACO MONTORO. Tristemente, Maríví Verdú.

Esta mañana debería de estar contenta, los pájaros llevan cantando una hora gozando ésta extraña primavera sin ruidos, fresca, húmeda, descontaminada, fértil y florida. Debería de estar contenta porque el lunes entramos en la fase 1, esa que nos permitirá reunirnos con los nuestros y que, aunque nos comamos los besos y reprimamos los abrazos, nos permitirá volvernos a ver. Quiero disfrutar con mis propios ojos lo que ha crecido mi nieto en estos dos meses.  Y debería de estar contenta porque podré ver a familiares y amigos que no he visto desde marzo, debería, pero a mi amigo Paco Montoro no lo volveré a ver. Ayer se fue sin que nada lo pudiera evitar. Sola quedó Odile y,aunque no le faltará el calor de sus hijos y de sus hermanas, ya nada será igual para ella. Hacían una pareja preciosa, envidiablemente preciosa, y, afortunadamente, los dos son buenos amigos míos. Sin habernos podido reunir como me hubiese gustado, Paco se fue. Todo estaba listo aquí, en El Garitón, para echar un día de sol y de añoranzas, hablando  de un tiempo en el que teníamos ganas de flamenco y de risas, de comer y beber, de disfrutar de la poesía, del latín y de la historia, de la creación y la inventiva, de la vida en definitiva, la vida que tanto le gustaba. Se ha ido uno de los fundadores de la Peña Juan Breva, su primer Factotum, un flamenco exquisito, culto y adorable; se ha ido un creador. Y con su marcha he perdido a un buen amigo, a un queridísimo amigo. 

Hace tiempo, cuando comencé con mi web Flamenco en Málaga, indagué en la historia de la Peña Juan Breva y lo hice de su mano, de la afectuosa mano de Francisco Montoro. Él, que fue el autor de su logotipo y del singular mural de Juan Breva, dirigió mi trabajo y me comentó pormenores y logros afianzando nuestra amistad que ya superaba el cuarto de siglo. Paco fue también el creador de la reja que adorna el fondo de los escenarios y que la inmortaliza en vídeos y fotografías junto a los artistas que han ido pasando por la peña en sus doce lustros de vida. Paco ha sido el mejor cronista y caricaturista que ha tenido, ostentando el número 4 de la entidad. Como secretario, escribió los renglones de oro de sus libros de actas. Paco ha sido un auténtico honor para la Peña Juan Breva.

Su muerte acaeció cuando no se habían cumplido aún seis meses de la del maestro Chicano. Ellos hablaban por teléfono cada día y no solo una vez. Eugenio, su íntimo amigo, le tenía al tanto de las novedades culturales malagueñas y de las cosas de la peña, ya que Paco vivía en el extrarradio y Eugenio en pleno centro de Málaga, en el meollo de la ciudad. Eugenio le hacía partícipe de sus creaciones y Paco disfrutaba con ellas haciendo propios todos sus proyectos. Paco, afectado ya de su sistema respiratorio, no salía mucho de casa por lo que el mejor oxígeno le llegaba a través de la comunicación con su amigo, tan buen aficionado como él, el insigne pintor y creador de los más preciosos carteles conmemorativos de la Peña Juan Breva. Ambos han sido los autores de lo más lucido de su patrimonio.

Durante estos seis meses en los que la muerte cortó en seco aquellas largas charlas, Paco se fue sumergiendo en una depresión que lo llevó a meterse en cama negándose a salir de ella. A tan fatal decisión hay que añadir que los dos últimos, debido al confinamiento, han resultado un bache insalvable  para él. Para Paco y Odile, personas cariñosas, familiares y cercanas, la falta de la querida presencia de hijos y nietos -ya que han sido imposible las visitas- ha sido insuperable. Ellos lo han pasado solos, como tantos matrimonios mayores, como tantas personas que viven luchando con la soledad y el miedo.  El peligro de ser contagiados por este maldito virus que nos ronda también ha sido la causa de que no podamos despedirnos y de hacer posible el mejor de los antídotos conocido hasta la fecha en todas las pandemias humanas: el abrazo.

La última vez que hablamos por teléfono, Paco no me oía. Decía que no le llegaba mi voz. Y es muy posible. Es que no me salía del cuerpo, tenía la voz apagada.  Ahora, el hilo de voz que mantenía a los dos en contacto, se ha perdido definitivamente. Ahora, desde esa orilla del río donde habita, ya no podemos hablar con el lenguaje conocido. Y, aunque mi voz también se va a ratos con ellos, con todos los que quiero y  están al lado de allá, sigo aquí, cantando todavía, susurrando ad libitum lo hermosa que es la vida a pesar de usar tan alegremente su cara como su cruz. Canto lo afortunada que he sido por disfrutar de tanta gente hermosa a mi lado. Sí, Paco, aquí sigo diciéndote bien alto cuánto respeto y cariño te tengo y cuánto me hubiese gustado poder evitarte sufrimientos. Gracias por todo lo que de tí aprendí, por haber sido mi amigo, por el interés que te despertó cuanto hice, por abrirme las puertas de tu casa y por enseñarme siempre lo limpio y hondo que puede ser un corazón.


Desde El Garitón, en un día de desescalada, cuando he podido acabar lo que empecé en tu duelo, Mariví Verdú

Escrito entre el 15 y el 26 de mayo de 2020

jueves, 21 de mayo de 2020

MI PRIMERA COMUNIÓN, por Mariví Verdú

Aún recuerdo el día de mi primera comunión. Me desperté pronto. Saturada de emociones, bloqueada pero leve como un corcho, bajo la influencia de una hipnosis, estaba perdida. Tenía un sentimiento raro desde el día antes, desde que me confesé, como si en adelante estuviera peligrando de muerte mi niñez y me abandonaran sola ante un laberinto que todos pretendían que yo atravesara, con pecados que no había, salpicándome la frustración de los mayores cuando aún mi vida estaba limpia como una patena. Anduve en volandas desde que amaneció, embargada por aquella mezcla de alegría y miedo que recorría mis huesos y se metía en mi carne, yendo desde el espíritu al aliento y manteniéndome totalmente ida. Desde el día antes fui arrastrada por aquella ola de misterio con la que se cubría lo que solo podía verse con los ojos de la fe. Pero la fe me duró poco, hasta el mediodía, devolviéndome a mi casa para comer con mi familia, la comida que de verdad me alimentó. Porque la única realidad palpable y caliente que había estaba en mi patio, allí era verdaderamente feliz, con las lagartijas y los coleos, y donde únicamente quería estar: en mi hogar. Aquella casa a lo largo era la geografía que existía, la situada en el mágico mapa de mi infancia, en mis Portales de Gómez, en la carretera que iba a Cádiz y a mí me dejaba por temporadas en el Cortijo de San Isidro o en La Línea y algunos días de verano en las playas del Castillo de Bil Bil. Tomábamos el tren que llamaban “La Cochinita”. Íbamos a bañarnos, aunque solo lo hacíamos mi padre, mi hermana y yo. Mi madre se quedaba en la orilla, vestida, guardándonos la fiambrera con la tortilla de papas.

En mi comunión fue todo muy sencillo, una celebración en clase de pobre pero juntando a toda la familia, como debía ser. Y, aunque éramos humildes y no había para fastos, comimos, bebimos, contamos chistes y cuentos -mi primo Juani era único para eso- y hubo risas y demostraciones de afecto como para parar un tren. Todo fue simple, sin lujos, pero no faltó ni gloria en la mesa que mi madre dispuso para la ocasión. Hubo hasta una cajita de bombones, una bandeja de dulces y una botella de anís. Pero esto fue después. Antes tocaba vestirse para la actuación y pasar por la iglesia. Los míos pretendieron hacérmelo fácil, todo menos aquel vestido de organdí con alforzas y enagüas de nansú, la limosnera y los zapatos que, al no llevar la suela de tocino, resbalaban como si le hubiesen untado jabón y crujían con el quejido característico del charol. Pero el  no va más fue la corona de reina. Recuerdo la hora del peinado con melenita a lo Colón en la que me daban tirones para amoldarla, por un lado, la prima Julia; la madrina Maruchi, por el otro. A ver quién podía más, que la niña tenía que dar la nota con su miriñaque y con sus preciosos alfileres de novia con el que me sujetaron el tocado a la cabeza (literalmente: a mi cabeza). Sin embargo, yo estaba tan acobardada que no pude disfrutar aquel ropaje que no me correspondía como tampoco pude hacerlo de una ceremonia que no pude entender.

Aquel sentimiento estaba justificado: demasiado protagonismo para una niña chica. Tomé la comunión cuando no había cumplidos aún los siete años. Antes era obligatorio tomarla de niña. Y casarse muy joven. Digo yo que sería para no confundir el traje de comunión con el de novia... En mi caso, casi se logra. En las dos ocasiones fui virgen y mártir al altar, totalmente inconsciente del compromiso que ambos sacramentos exigían. La comunión y el matrimonio eran tan obligatorios como creer en Dios, en el único Dios, cristiano, apostólico y romano al que todos temíamos más que a una vara verde. Querer a alguien al que tanto miedo le tienes es una tarea bastante difícil. Querer  lo que no has visto en tu vida y te dicen que usa el inmenso poder de su ira para mandarnos diluvios, plagas, y fuego arrasador, es tarea de masoquistas.

Aquella misa, donde comulgué con todas mis compañeras de la escuela de Doña Consolación García (la escuela-portal situada al final de la acera en los Portales de Germán, hoy Calle Gaucín), fue celebrada por Don Jesús Colchón en la Iglesia de San Ignacio de Loyola, junto a las Escuelas del Ave María. Mientras duró la ceremonia, yo no vi a Dios por ningún sitio pero era tal el poder de la liturgia y del adoctrinamiento recibido que, entre la campanilla que tocaba el monaguillo y la misa en latín, de espaldas y con aquel embriagador perfume de flores de primavera, pude ver, como una aparición, el momento de la transfiguración. Por aquel tiempo derrochaba imaginación, no cabe la menor duda, aunque, analizando, dicha visión se la achaco al hambre. Después de ayunar desde la noche antes, más de catorce horas sin beber ni agua, era el resultado más lógico. El ayuno era obligatorio para tomar la hostia consagrada. Y entre las alucinaciones del hambre y el poder de la lengua... sí, el del lenguaje, porque aquella misa se hacía en otro idioma, inusual, raro, yo vi apariciones.

Una de las cosas bonitas que recuerdo fue repartir mis preciosas estampitas a los vecinos de mis portales y entre mipropia familia, un recordatorio que decía 26 de mayo de 1960. Mi padrino me dió un billete verde. Mi madre lo cogió para que no se me perdiera. La otra, que aquel día fue la primera vez que oí hablar en latín. En la dictadura de entonces, por aquí no se oía otra cosa que no fuera español. Aunque estaban a punto de llegar The Beatles...

A mi nieto. Desde El Garitón, bajo un amanecer en cuarto menguante, Mariví Verdú

*Doña Consuelo, que vivía en las casas del Ave María, había organizó un desayuno en su casa. Nos había preparado un colacao y unas ensaimadas. En la foto estoy dándole un mordisco a una, la que me tocó. Estaban contadas.

viernes, 15 de mayo de 2020

SUPERVIVIENTE, por Mariví Verdú

Ayer me comprometí a que el tema de la crónica de hoy giraría en torno a las palabras “superviviente” y “maña”. Yo sé lo que significan las dos palabras porque ambas a mí se refieren. Pero me gusta consultar con la RAE. Como era de esperar, poner superviviente en el buscador de Google es internarse en la quinta aberración. Tienes que expresar claramente después de la palabra las iniciales RAE, de lo contrario te pueden salir los esparavanes supervivientes. Nuestra Real Academia de la Lengua dice que es un adjetivo y que significa “que sobrevive”. Y sobrevivir tiene tres acepciones: 1) Dicho de persona, vivir después de la muerte de otra o después de un determinado suceso; 2) Vivir con escasos medios o en condiciones adversas; 3) Dicho de una persona o de una cosa: Permanecer en el tiempo, perdurar. En mi se cumplen las dos primeras. Lo de permanecer en el tiempo es ya algo que una no puede controlar ni plantearse. Esta reflexión daría pié a todo un trabajo. O a media docena.

Para hablaros de superviviente, cito el poema así titulado: La superviviente. Es de Ana María Rodas. Creo que nos hemos conocido por el tema que hoy quería tratar y ha llegado para quedarse. Sí, ha sido por eso, porque quería quedarse. Ella es nacida en Ciudad de Guatemala un 12 de septiembre de 1937. Es poeta, narradora, periodista, crítica literaria... 

Me habita un cementerio 

me he ido haciendo vieja 


aquí 

al lado de mis muertos. 


No necesito amigos 

me da miedo querer porque he querido a muchos 

y a todos los perdí en la guerra. 



Me basta con mi pena. 

Ella me ayuda a vivir estos amaneceres blancos 

estas noches desiertas 

esta cuenta incesante de las pérdidas. 

Sí, anoche me fui a la cama después de leer poemas de Ana María. Porque llega ella con sus versos y resume cuanto yo quería decir. Nos presentó ayer Salvador, un amigo que tenemos en común porque, desde ayer y para siempre, somos amigas. Y de las buenas, de esas que no necesitan ni hablar y que, cuando escriben, dicen lo que piensan; de las que no necesitan nunca ir de tiendas ni hacer alarde del privilegio que les ha sido otorgado por hablar el mismo idioma. No importa que ella viva en Guatemala, como si viviera en la Calle Larios, es tan cercana... Es íntima, con eso lo digo todo.  Y si ella es la superviviente yo también lo soy de una lucha que no provoqué ni alimenté, de una batalla interior con la vida, con la muerte, con la necesidad y la plenitud, con este mundo, cielo e infierno unidos que cada día me empeño en discernir.

Después de darle prioridad a sus versos, acabo de perderme en esta isla en la que se ha convertido mi vida, en la que me he convertido, pero hoy no me encuentro sola. Tengo compañera de viaje. Y al hilo de mi conversación, soliloquio compartido, y cansada de vivir cuesta arriba, se me hace duro alcanzar la cima desde la que rodaré irremediablemente. Por eso, desde esta aproximación a la llegada,  a pique de alcanzar la cumbre, intuyendo la eterna aceleración del momento de la caída, mi pequeñez en el universo, disfrutando aún del tiempo de  escalada, parándome a menudo para divisar el mar y los arroyos, el resto de los montes hermanos y mi propia vida, descanso un poco y me pongo a cantar esta supervivencia mía. Entono un fandango que ya cantaba en mil novecientos noventa y nueve:


Estoy en el puente arriba
mirando pa los dos laos...
Puentecito de la vida
que muere quien lo ha cruzao,
quien se para  y quien se tira.

(De “Destino de azahar”, Premio 1999, Hijos de Almáchar)

No quiero despedirme sin contar el cuento que sobre Periquillo Mañas me contaba mi querido Francisco Marcos, quien me inculcara el amor a la carpintería -a la madera ya se lo tenía por mi cuenta-. Bueno, lo voy a resumir porque era largo. Un día, la madre de Periquillo lo mandó al campo a por leña y solo le dio el hacha de su difunto padre. Y le dijo, no te preocupes que allí te encontrarás con Mañas para cualquier cosa que necesites. El hacha era todo el equipaje que llevaba y durante ese día de trabajo se encontró con toda clase de necesidades, dificultades y contratiempos pero allí no estaba Mañas ni nadie para solventarle sus problemas. Uno a uno los fue resolviendo, desde el hambre hasta la manera de acarrear el haz de leña. Entrando la noche llegaba Periquillo a su casa cargado y abatido pero muy orgulloso de haber cumplido su cometido. Venía reventado y con una queja en la boca: Mamá, allí no estaba Mañas, no había nadie. A lo que la madre respondió: sí estaba, no lo ves: tu eres Periquillo Mañas.

Creo que la mitad lo he inventado, pero es cosa de los que escriben por defecto y con mis años.

Quiero dedicar mi escrito de hoy a todos los maestros cercanos, a los que fueron míos, Consuelo, Candelaria y los Josés, y a los que siguen siendo porque son mi familia: a Cristina Ruiz,  José Manuel Luque, Sheila Cano, Belén García, Susana González, Magdalena Verdú; a los hermanos Alberto y Antonio Marín, hijos de mi prima Juanita Cano; a María José Coín y a José Manuel Moreno.  Especialmente, a Salvador Pendón. Y a todos los vecinos de la desaparecida Finca "San Isidro".

Desde El Garitón, en un día de luz, fruto de la lluvia, Mariví Verdú

jueves, 14 de mayo de 2020

ARTE CASERO, por Mariví Verdú

No me gustó nada lo que escribí ayer. Cuando me levanté del escritorio, me sentí muy triste y así estoy todavía. Lo he vuelto a leer esta mañana, ayer ni siquiera lo corregí porque salí huyendo del  sillón. Escribir y desahogarme fue como si una ola de desconsuelo me arrastrara a un lugar al que no quiero ir, me vapuleara y después me abandonara en un lugar desierto pero con todos mis demonios por allí. Así que me refugié en la costura. El día tampoco estaba para quitar yerbas. La lluvia y mi espíritu pedían casa, recogimiento. También el cuerpo me pedía migas pero he cogido dos kilos en este confinamiento y me pongo algún que otro límite a la hora de comer, así que comí berza de habichuelas verdes con calabaza y sin pringue y dejé las migas para otra ocasión.

Como no se puede ir a comprar nada porque en Málaga seguimos en Fase 0, o sea, confinados todavía, los regalos de los próximos cumpleaños van a ser artesanales, manuales, hechos de arte casero. Siempre me han gustado más los regalos hechos a mano que ir a una tienda a buscar algo que lo va a tener mucha más gente. También es verdad que muchas veces ha sido porque me obligaba mi escasa economía pero otras, la mayoría, porque así me lo dictaba el corazón y las ganas de regalar no solo algo material y perdurable sino tiempo, creación, exclusividad y un retazo de mí misma.

Nunca me gustó aquel refrán que decía: En comunidad no muestres habilidad. Pero no me gusta porque siempre hay alguien aprovechado, con sus manos llenas de dedos, que pretende que le hagas gratuitamente un trabajo que tú conoces cómo hacerlo pero que nunca será valorado porque los favores se olvidan y, ya se sabe: “lo olvidao, ni agradecío ni pagao”. A ponerle precio a mis labores me ayudó una señora en aquellos tiempos en que estuve detrás de un mostrador de mercería. Muchos años de oficio; buena escuela, por cierto. Vino a aprender a tejer punto de media, clases gratis con el único compromiso de comprar la lana en mi negocio. Chico negocio... Yo le hice los cálculos para echar los puntos de su jersey, su delantero y trasero y sus dos mangas; le dije a cada cuántas vueltas aunmentar las mangas, menguar las sisas de manga raglán, cómo cerrar los puntos del escote. Pero ella quería un cuello alto, en redondo, tubular, sin costura... Y no sabía dónde tenía la cara, era inoportuna y venía a cualquier hora del día para cualquier chuminada como cogerle un punto escapado o quitarle alguna que otra equivocación. Una vez las piezas acabadas había que armar el puzzle. Y eso indudablemente me tocaría a mí. Desde luego, llevó costura el cuello. Me habría costado verla algunos días, muchos, enseñarle cómo hacer el punto tubular o usar las agujas redondas... No hubiera soportado más incordios y no dudéis de que tengo muchísima paciencia.

-Anda, cósemelo tú que lo haces en nada, vaya a ser que lo eche a perder. El punto tenía viso y las piezas parecía que hubieran estado metidas en el culo de Bitoque, eran torciones que necesitaban darles una mano de plancha. La condescendiente Mariví  se llevó las piezas a casa, las emparejó como pudo, cosió y dio forma a aquel quinteto que parecía haber estado en la guerra. Se lo llevé con un lustre irreconocible. La mujer lo agradeció y se fue. Días más tarde lo llevaba su hija puesto y estaba hablando con una amiga sin advertir que yo estaba justo detrás. Mientras la señora se deshacía en alabanzas a su trabajo, agudicé el oído. Y cual sería mi sorpresa que, dándose un pisto que no le correspondía, mi nombre ni mi tienda aparecieron en ningún momento de la conversación. Esperé a que se despidieran y, dándole la cara le dije: Con la ayuda del vecino mató mi padre un cochino. Y que, si tenía que hacer otra prenda, iba lista. Ni una bufanda siquiera tejida toda del derecho...

Hubo un antes y un después de aquel día. Empecé a poner precio a todo lo que requería de mis habilidades y me fue mejor, mucho mejor. Hasta a la propia familia le puse delante la minuta y mis condiciones. Así que muestro en comunidad mis habilidades para poder vivir de ellas. El problema está en que, por mucho arte que tengas, no dejarás de ser una “artesana” para la élite “artista” por lo que mis capacidades y aptitudes, mi experiencia y  soltura, las cualidades de mis manos por tanta práctica, la destreza adquirida y el tiempo invertido en ello dan como resultado las pocas o muchas cualidades que tengo y las que me quedan por aprender todavía pero nunc me llamarán artista.
Por eso, mejor revierto en mí y en los míos lo que sé hacer, lo regalo a los amigos cuando quiero o cobro por ello. Cobrando, cundo me lo encargan, me quedo tan tranquila. Lo malo es la envidia que genera a los que no suelen dar nada, lo que abruma a los que, para hacer lo que hago en un plis plas, o sea, en un santiamén, se rodean de una parafernalia que llaman arte y yo lo llamo aprovechar el tiempo en la belleza. Ellos se autoproclaman artistas. Yo no sé si lo soy pero, desde luego, soy una superviviente.  


Desde El Garitón, bajo una espuerta de pétalos, Mariví Verdú


*Muñecos de la colección de Mario Bross que hice a mi Dani.
*Zapatitos que hice a mi Emma

De superviviente y mañas, de eso irá la crónica de mañana. Hasta entonces.

miércoles, 13 de mayo de 2020

LA POBREZA, por Mariví Verdú

Si algo he aprendido en estos sesenta y dos días de encierro es a darle tiempo al tiempo, a tener paciencia. Y a darme cuenta de la calidad de los amigos que tengo. 

Llevo varios días dándole vueltas a la cabeza sobre la palabra pobreza. Tres sílabas que contienen mundos, universos completos. La palabra pobreza encierra más misterios que la trinidad y tiene enjundia y filosofía para dedicarle  atención y  tiempo. Me acuerdo a menudo de un refrán que decía mi queridísima abuela Victoria y que yo nunca he olvidado. A pesar de que la frase dice literalmente: “Quien pierde un amigo pobre, pierde una poca mierda”, así de simple y llanamente, no llegué a asimilarla cuando joven, sacándola siempre de contexto y haciendo de ese "pobre" el motivo de muchas cavilaciones, sujetándolo a otras lecturas. Me negaba a admitir que una mujer con la sabiduría de mi abuela, mujer que tanto luchó y trabajó en su vida, que tenía un fondo tan cristiano y que, además de inteligente, era pobre, podía poner en su boca tal dicho. Me ha costado muchas neuronas y algunas lágrimas la reflexión que a continuación expongo.

La palabra “pobre” es un adjetivo o nombre común que significa persona que no tiene lo necesario para vivir o que lo tiene con escasez. O que es en sí escaso. Yo sé que por ser pobre nadie merece el desprecio ni l descalificación, más bien necesita de tu solidaridad y de algo que debería ser antes, en primer lugar, y que se llama justicia. Ésta comienza por la educación, libre y obligatoria. Sí, no me contradigo, he dicho libre y obligatoria: libre, sin adoctrinamientos, y obligatoria porque un niño no debiera hacer otra cosa que formarse para poder decidir más tarde su futuro, para poder elegir. Y gratuita, porque el estado debe brindar a todos una enseñanza pública para tener igualdad de oportunidades y crear futuro. Eso sin olvidar lo que es obvio: el ejemplo, el calor y el apoyo familiar, la educación comienza en la propia familia.

Intentar averiguar qué se escondía detrás aquella frase me llevó a buscarle los tres pies al gato. La clave debía de aparecer entre líneas, tenía que ser mucho más profundo el sentimiento que encerraban nueve palabras. Busqué entre sus sinónimos, a ver si daba pistas en una segunda lectura... indigente, menesteroso, pordiosero, mendigo. Todas me dolían en el corazón y dudo que a mi abuela, de quien he heredado tantas cosas, no les doliera en el suyo.  Mucho más triste con las de infortunado, necesitado, desgraciado, desamparado, humilde... ¿desde cuándo perder un amigo, por humilde que éste fuera, es intrascendente? Y así fui viendo uno a uno los sinónimos hasta que llegué a las palabras bajo, carente, falto, escaso, corto, exiguo, mísero y miserable. Si las de antes eran palabras tristes, éstas eran palabras serias y me producían más tristeza todavía.

Y es que la calidad del pobre está en su pobreza. La pobreza puede tener más de un origen y más de una consecuencia. Si la pobreza es material, cosa que nuestras sociedad no debería de admitir porque es claro síntoma de injusticia social-, aunque sea dura de soportar para el que le toca, se puede paliar. Pero ay si la pobreza es del espíritu, ay si es de corazón y sentimientos. Porque hay muchas cosas necesarias para vivir y siendo pobre de recursos se vuelve complicado, pero si lo que falta es la calidad de los valores, esos que no están en el bolsillo, nada puede insuflar nobleza al ánimo ni facultarle para ser magnánimo, algo que tanto dignifica a los seres humanos. Y creo que iban por ahí los tiros. A lo que se refería mi abuela era a los pobres amigos, a esos que no comparten ni se alegran, a los envidiosos -que suelen ser inútiles-, esos que no merecen la categoría de serlo y la honra de llamarles amigos.

Nadie en particular es necesario para la vida de nadie pero todos lo somos para todos. Pero hay gentecilla -yo creo que a ella hace referencia mi querida abuela- que apartarlos de tu vida no supone otro trabajo que dejarlos ir. Decirles adiós, lejos de ser un trago amargo, es una bocanada de aire fresco, un alivio para la salud mental. (Hacer el vacío es un poco más cruel que mandarlos a la mismísima mierda.)  Nadie dice adiós por gusto. Y si la amistad era solo de una parte, quedará clara la despedida. Si existiera por ambas partes,  habrá momentos para el alivio de la comprensión, de la disculpa, de subsanar malos entendidos. Y ya veremos luego si ha merecido o no la pena mediar con palabras, poner empeño en la continuidad. Si no lo mereciera, vaya usted con Dios.

Cuando se llega a la austeridad con convencimiento, en soledad, sin ayuda de terapias ni sicólogos, cuando se acuesta una en plena conciencia de no haberle quitado nada a nadie, de no vivir del cuento ni de las pagas sociales inmerecidas, de amasar el pan que te comes, todo se vuelve trascendente menos lo que no lo es y eso se lava una bien y todo se va por el desagüe, siempre con agua, todo con agua, bendita sea el agua.

En un miércoles trece, sin cova de iría y no volverías, desde El Garitón, Mariví Verdú

martes, 12 de mayo de 2020

EL CUCHARERO, por Mariví Verdú

Ayer tocó arreglo de cajones. El aburrimiento, que quiero emplearlo en algo que no sea la tristeza, está empezando a ser bastante triste.  Hoy, a las seis de ésta futura tarde, se cumplirán sesenta y un días de confinamiento. Son muchos días para pensar, para echar de menos, para recapacitar, para poner la casa boca abajo: para volverse loca. Ya no sabe una qué camino tomar, qué rincón sacar, qué esquina doblar, qué arreglo darle a la casa para encontrar el tiempo en ese mismo momento en que lo dejé, cuando la rutina marcaba dos meses atrás mi perfecto presente, despertar a Emma cinco días y disfrutar unas horas del fin de semana con Dani haciendo de cada minuto siete días completos. Esta sensación de querer darle marcha atrás el tiempo adonde estaba mi vida la he tenido muy pocas veces, poquísimas. Me caben en una mano. La mano con la que escribo.

Comencé el zafarrancho por la salita. Mi salita es un cuarto soleado al atardecer adonde hago gran parte de la vida. Luce en su puerta un letrero de cerámica que dice: “Comedor” pero sirve para muchas más cosas. Saqué el contenido del primer cajón de la gaveta, de los cuatro que tiene. Contenía libros de instrucciones, muchos, pero no encontré ninguno que me dijera como tragarme la tarde de un buche. Llevo guardando folletos de los diferentes aparatos que he tenido en mi vida. Hace unos años, aquel invierno en el que estuve tan malita, recuerdo que tiré muchos de ellos, los que no eran más que eso, manuales de uso, pero no me deshice de los que tenían alguna connotación sentimental. Todavía conservo los de un equipo de música que tuvimos cuando fui casada. Y de golpe me vinieron a la cabeza una avalancha de recuerdos que no pude canalizar. Tampoco pude tirarlos a la basura. Hay unos versos de Serrat, de su canción “En nuestra casa” , que me traducen: En nuestra casa/ no soy más que una sombra/ que no tiene ilusiones./ De golpe me hice viejo, hablo con el espejo/ y no abro los cajones/ por no encontrar recuerdos...

Frente a la renuncia de seguir abriendo los cajones, me rebelé y los saqué todos. El segundo contenía cintas de casete. Vidas grabadas, tardes de poemas, reuniones flamencas históricas, momentos irrepetibles conservados en un soporte que ya no se encuentra forma de reproducirlos, que están en desuso y que a nadie interesa... Vuelvo a dudar si seguir con el empeño de poner orden pero ¿qué orden? No hay más orden que el olvido y yo no admito órdenes. Aferrada al pasado no se puede vivir pero sin él no sería nada más que un saco de sebo y huesos deformados confinados a la soledad y a un futuro con mascarilla y sin abrazos. Yo soy mi resultado y mi futuro, soy un cajón de sastre donde la vida y la muerte dejaron su cinta de medir, su jaboncillo para marcar, su hilo de zurcir y sus agujas que lo mismo pinchan que remiendan. Y un dedal.

Todo los recuerdos que fui sacando iban a una caja, en su lugar compuse el cajón con las mantelerías redondas, las propias para la mesa donde como. Las puse cerquita, previendo el futuro y evitando los pasos demás. Y así, uno por uno, arreglé los cuatro cajones de la gaveta que tengo debajo de la televisión: saqué móviles y atrapasueños rotos que estaban en la cuna de mi nieto, bombillas esperando lucir un día, más cintas de casete, remates de las cortinas, todo fue afuera, reorganizado o tirado si no encontraba el modo para su reciclado. Y de nuevo se agolpa la tristeza. Pienso ¿Encontraré algo cuando vuelva a buscarlo? Ya nada está en su sitio. Todo es una improvisación del desencanto.

Desde el cuarto huí a la cocina. Y empecé por las puertas del fregadero... Paños viejos de cocina los eché para limpiar los pinceles; platos despostillados, a la basura; táperes y recipientes sin tapadera, para el aceite de linaza y el disolvente; tapaderas que no taparán nada en el futuro, para pintar sobre ellas o utilizarlas como paletas. Los estropajos nuevos, repuesto de fregona y bayetas, todo lo dejé organizado y todo lo hice sin pensar. Por eso pude. Mejor dicho, lo hice soñando con pintar de nuevo sobre el caballete. Pintar con óleo requiere un buen espacio y lo tengo. Mi taller es el garaje habilitado pero es frío y espero el buen tiempo. Mientras tanto pinto con acuarelas porque puedo hacerlo en casa. Y seguí en la cocina. Días atrás ya dejé ordenados el verdulero y los cajones de la mesa tocinera. Ahora le tocaba a la cajonera. Nada más que abrir el primer cajón, saqué todo el contenido de mi cucharero: cubertería, abridores, peladores y sacacorazones. No sé por qué motivo se van depositando tantas cosas en ellos, desde tapones y  válvulas hasta cucharas de helado y dosificadores, varillas de montar, majas del almirez... Muchas cosas, demasiadas cosas.

No recuerdo en qué momento empezó a formar parte de mi vida este viejo cucharero de madera pero vive conmigo desde hace tantísimos años. He perdido la cuenta. Sin embargo, como nunca llegué a tirar el que había sido de mi madre, el celeste que también fuera mío, lo he puesto en su lugar. Ahora tengo dos y los dos ordenados, juntos, útiles, supervivientes a nosotras mismas.

Desde tu casa que es la mía, a mi madre. 
Y a Cristina por su cumpleaños cariñosamente, Mariví Verdú

domingo, 3 de mayo de 2020

UN TRISTE EPISTOLARIO, 2006-2020, por Mariví Verdú

Querida madre: hace ya varios meses que nos separaron. Pasó con la mayor naturalidad pero nos dijimos adiós para siempre. Parece mentira lo decisiva que es la muerte, lo rotunda que es su despedida. Vino sin más, como una ola de poder inevitable que vapulea y devuelve a la orilla en un tiempo inconcebiblemente corto, extraño, raro, abandonándote de inmediato en una playa desconocida, solitaria y lejana, como vista en un sueño.  De golpe te encuentras ante la inminente soledad, mansa y rota, bajo un día calmo, sin nubes, sin cielo, sin aire, sin nada. 

Te fuiste sin quererlo, lo sé, te gustaba la tierra y tenías motivos para ello. Aquí tenías la mejor familia, el mejor marido, el mejor hogar y más hospitalario de cuantos existen en este mundo; conociste la guerra y la paz, esa que nunca faltó en tu interior y que derramabas en todos nosotros convertida en ternura; te amaron los hombres y las mujeres que te conocieron y te fue fiel la providencia durante todos los días de tu vida. Tenías el pelo de plata, el más bello de cuantos he conocido, y llevabas todos tus dientes, aunque gastados por el hilo del tiempo, pero eran los tuyos, los mismos que conocí siempre detrás de tu sonrisa. Te he disfrutado cincuenta y tres años de mi vida, mamá, esa vida que te agradezco por encima de cualquier don. Y te fuiste aquella noche de un mayo que amaneció otoñado, entre mis brazos, acunando a la inversa, siendo tú mi niña a tus años y siendo yo tu madre dolorosa. Qué extraña piedad representamos... 

Desde aquellos días en los que la gran tragedia ocupó nuestra razón, la tristeza ha sido una constante. Tu corazón, tan delicado y dulce, no soportó la ausencia de tu sangre más nueva, la de tu nieto primogénito, bellísima criatura que disfrutamos treinta y tres años. Su vida nos fue arrebatada mientras te partía el corazón por la mitad. Veinticuatro días después, muerta ya por la pena, dejó de latir. Me dejaste también tú.  Sabemos las dos que mi razón no entiende nuestra separación definitiva, simplemente la acepta con la conformidad a la que está obligada la raza animal ante el misterio altísimo de la muerte.

Tu alma, madre mía, la que te dejó tan pálida en su huída, sigue estando en todo lo que siento cercano, en mi corazón, paseando por tu jardín y cuidando tus macetas de aspidistra. El sillón, que fue tu cama en los últimos meses de tu estancia en la tierra, lo he dejado en el porche, mirando a la bahía, y me ha servido durante todo el verano para descansar el insomnio que soporta mi duelo. A pesar de todo, la vida continúa alrededor con una majestuosidad que asombra, con tal carencia de piedad que me enloquece, ajena a mi dolor, diciéndome que ella no es de nadie más que del tiempo, su dueño y administrador, y de la naturaleza, imprevisible y antojadiza. La vida no nos pertenece, la vida es. O deja de ser tú.

Mamá, a mí me está costando mucho aferrarme a ella. Tus cosas me ayudan muchísimo, tu recuerdo y tu entereza, aquella que mostrabas ante las  adversidades y que parece haberse venido conmigo después de abandonarte. Quiero que sepas que dsifruto todo lo que fue tuyo, lo conservo y así lo haré hasta que pueda y lo permita mi salud. Porque tal vez tu vida continúe en la mía y la mía no sea otra que la de mi hijo, mi nieto y cantar todo el amor que cabe en la palabra que te nombra: madre.

A mi madre. Y a Cristina.

* Victoria González Sánchez (14/2/1921  +28/5/2006). La foto está fechada el 15 de enero de 1947.

viernes, 1 de mayo de 2020

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS III, por Mariví Verdú

Pasaron largo rato golpeando una piedra con otra mientras se iban turnaron los dos en una serie incansable de intentos. Saltaban chispas de oro que desprendían un fuerte olor a azufre y yerro hasta que, al fin, ocurrió. Se ve que tuvo que pasar en aquel preciso momento, cuando ella, la hembra, percutía con energía sus apreciadas piedras. Tanto empeño hizo que alguna de aquellas chispas prendiera la parda maraña del hongo yesquero. Con asombro de ambos y mientras salía un humo parecido a la niebla que a veces rodeaba mi entorno, la alimentaron con su aliento a la par que observé cómo aquella bolina se convertía en llama. ¡Oh rayo de luz contenido entre sus manos! ¡Oh incipiente estrella! ¡Qué momento singular y milagroso!

    Pasaron la llama de inmediato al nido que habían formado con la broza y, cuando ésta ardía, le fueron echando ramitas secas y astillas, arrimando troncos hasta que  se prendieron en llamaradas grandes pasando que pasaron a la madera produciendo una hermosa hoguera.  Hasta mí llegaba aquel rescoldo que calentaba mi frialdad de piedra y me producía un inmenso placer. Y, emocionado,  lloré. El fuego había sido creado.

    Los años corrían. Luego vinieron tantos inventos, desde la rueda a los aviones. Después  vinieron tanta otras cosas... Ha pasado el tiempo desde entonces. A mí me parece poco, sin embargo, para la cuenta de los hombres han pasado muchos miles de años. Aquel suceso que ocurriera a mis pies aceleró el avance de la raza humana impulsando grandísimos cambios en nuestro mundo. Desde aquel día de invierno donde el fuego tanto se agradeció hasta el día en que os escribo mi historia, en el que dicen los hombres que estamos, a los albores del Siglo XXI,  la tierra, que estuvo intacta durante millones de años, es ahora irreconocible. A pesar de los progresos conseguidos, a veces es patética, injusta y rara. Cuando no catastrófica... Todo va muy de prisa hasta para mis ojos de piedra: los seres humanos han dejado el planeta sin primavera y es difícil que venga a visitarme mi prima la lluvia. El sol es abrasador ahora, peligrosísimo, dicen que han roto la capa del cielo que nos protegía de sus rayos y pueden entrar libremente. Todo por culpa de la contaminación que han producido sin medida y que es irreversible. Talaron los hermosos bosques que nos regalaban el preciado oxígeno y nadie quiere esperar que vengan las estaciones con sus frutos, todos quieren de todo y enseguida acabando de ese modo con la paciencia de la naturaleza.

    Y yo seguía allí, viéndolo todo desde los pies del Torcal, junto a la Fuente de la Teja. Una mañana de primavera apareció una nueva pareja de humanos en mi vida. Venían montados en uno de aquellos artilugios mecánicos que corría sobre dos ruedas y que llamaban moto. Ambos traían el rostro tapado con un casco que no me permitía ver las facciones del rostro. Pararon delante de la fuente, como siglos atrás, y bajaron del vehículo. No sé qué les trajo hasta allí. Se quitaron las máscaras y se besaron. Estuvieron un buen rato cogidos de la mano, observando el paisaje, mirando al cielo... Se ve que tenían sed y fueron al pilón. Bebieron haciendo un cuenco con sus manos y se lavaron luego la cara en el claro e incesante chorro. Ella sacó una botellita que llenó y se guardó en su chubasquero y, dirigiendo sus ojos en torno mío, se fijó en mí y me estuvo observando. No sé qué pensamientos le pasaban por su cabeza. Su pelo me recordaba al de la mujer que tuvo el fuego en sus manos. Se acercó y me cogió con ternura. Intentó meterme en su otro bolsillo pero yo no cabía allí y me metió en una caja que estaba dispuesta detrás de su asiento. Cuando me sacó ya estaba en otro lugar. Desde aquel día vivo en su jardín, junto a ella no paso tanto frío y me siguen abrazando mis montes azules y malvas. Como a diez leguas diviso mi Sierra del Torcal enfrente,  aquella de la que formé parte antes de estar cerca del Jabalcuza y ser piedra de recuerdos. A veces, alguna lagartija tomo el sol en mi lomo. El otro día vino a verme un camaleón y siempre tengo cerca a los mirlos, a las palomas y a todos los pajarillos que vienen a beber de una fuente con silueta de niño que tengo entre mi madre y yo. Las mariposas sienten una especial ternura por mi espalda y escucho el zumbido de las abejas que liban la flor de la yedra por encima de mí.  Vivo tranquila bajo el jazmín y me siento en paz. Cada mañana se tumba a mi lado una gata que duerme entre medallones de sol y la sombra que nos presta la madreselva entrometida madreselva. A mi derecha tengo un limonero y unos arriates de violetas y no son esos los únicos privilegios que tengo: soy querida y cada vez que quiero miro el mar.  FIN
 

jueves, 30 de abril de 2020

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS II, por Mariví Verdú

Mi padre me dejó muy cerca de El Torcal, en un paraje de formas caprichosas, en una sierra  emergida del mar, grande y maciza, una mole gris semejante a la armadura de un dinosaurio dormido bajo el sol. La recorre un laberinto de pasillos, corredores y cuevas y está salpicada de galletitas de piedra que, una sobre otra, en un erguido y rígido equilibrio, vencen la gravedad. Yo estoy en su ladera sur, muy cerca de un nacimiento que día y noche me recuerda las formas de mi padre y los ojos de mi madre, una fuente que los hombres llaman “de la Teja”. Nunca para su caño, ni en lo más  seco de la estación de verano, y me siento feliz por ello. Anclada a este maravilloso emplazamiento, llevo toda mi vida. Me siento un ser con suerte al pertenecer a un suelo de tan saludable altura, de aires tan sanos, y de poder divisar el extraordinario paisaje que me brinda:  un valle hermoso y verde extendido a mis pies, entre el Arroyo de las Pilas y el del Paraíso; un abrazo de montes tan azulados como malvas de seda: las Serranías de Mijas y de las Nieves, a mi derecha; mi Sierra del Torcal, al norte, y a mi izquierda... los Montes de Málaga. Enfrente, con su horizonte infinito,  un fondo repleto de aguamarinas, el viejo Mar Mediterráneo. Es un placer para mis sentidos ver cómo, una sierra tras otra, se van volviendo transparentes, según incida el sol del atardecer o de la mañana, y el mar se hace de plata, de oro, de bronce... Es en este lugar privilegiado desde donde descubrí, conmovida, la evolución del mundo, el ciclo de la vida, de las estaciones, de la Luna, de los cometas... 

    En mi quietud de piedra, viendo pasar los siglos, me fue permitido asistir al nacimiento del reino animal. Iban llegando, desde la linfa de mi padre, de menor a mayor y en constante evolución, convirtiendo en su habitat la faz de mi madre. Por entonces había equilibrio en la naturaleza, hasta los seres más diminutos eran de una importancia grandísima en la armonía del mundo, un mundo al que ya había llegado hacía mucho tiempo el reino vegetal y se encontraba vestido completamente de plantas con sus diferentes clases, órdenes, familias y géneros, desde los más altos árboles del bosque, hasta los más pequeños organismos vivientes, esos que forman un tupida alfombra a nuestros pies, de donde nacen flores diminutas blancas, rojas y azul índigo y que viven de la gracia. Todo estuvo dando su fruto ante mis ojos quietos y mi madre, más que nunca, se había convertido en un verdadero, frondoso y fértil paraíso.

    Entre todos los seres vivos que llegaron después que yo a la superficie, la corteza que protegía a mi madre de la intemperie, puse mis ojos en una raza animal muy especial: andaba a dos patas, lloraba y reía, era muy desvalida porque, cuando pequeños, necesitaban ayuda de sus padres o del resto de la tribu y pasaban muchos años hasta que era capaz de vivir por sí mismo. Desde que dejaban de mamar hasta poder comer lo que cazaban o pescaban, hasta poder recoger bayas o drupas (celebraban muchísimo los pomos) pasaban muchos años por lo que yo sentía verdadera lástima de aquellas criaturas, vástagos indefensos. Los que llegaban a la vejez también me infundían una tristeza enorme porque eran tan vulnerables que parecía como si volvieran a ser pequeños pero más arrugados y torpes en sus movimientos. Sin embargo, fueron muchísimas las veces que sentí admiración por ellos, siempre, y me parecían los más raros y hermosos animales. 

    Aún recuerdo mi perplejidad y entusiasmo ante uno de sus grandes hallazgos. Lo protagonizaron dos humanos y yo lo presencié. Vi cómo aquella pareja buscaba a algunos de mi familia, buscaban por los alrededores de la fuente, entre las rocas... Pedernal, cuarzo o sílex, sólo querían eso, y desechaban, después de su reconocimiento, a muchas hermanas mías, hasta que al fin dieron con ella: una piedra, no muy grande, casi como yo, que tenía el mismo color del pelo de la hembra. Y fue en ese preciso instante cuando vinieron hacia mí.


  Estaban ya muy cerca. Ella traía colgando de su cintura una pequeña bolsa alargada confeccionada con piel de conejo. La desprendió de su cinto. Estaba anudada en su apertura y se intuía que traían algo muy valioso, según el trato que le daban debía de ser un tesoro. Entonces se colocaron justo delante de mis ojos, frente al pilón en el que, ellos y sus familias, habían convertido un grandísimo pedrusco para recoger el agua que manaba, convirtiéndolo así en abrevadero para sus bestias y en fuente para los de su especie. Deshicieron el nudo y sacaron su preciado contenido. Era una piedra con forma de cubo, la reconocí. Era pirita. Aquella piedra se formó en el primer mundo con sangre materna y portaba un misterio relativo a su sexo, por eso brillaba con tanta intensidad. Contenía metal de hierro, recuerdos del centro de mi madre, y era una hermana que yo apreciaba muchísimo aunque ignoraba por qué era tan apreciada para ellos si no conocían ni formaban parte de nuestra historia. 

    Comenzó entonces todo un ceremonial: sobre un gran tronco de encina dispusieron los  objetos de su mágica liturgia. Las piedras, lo primero. En el centro arrimaron la flor de unos hongos de color pardo. Cerca de estos, habían colocado un montoncito de paja; abajo, en el suelo, formaron un lecho con hojas secas y cruzaron sobre él unas pocas de ramas viejas que partían en trozos pequeños y crujían al romperse. Yo les había visto antes manipulando a mis hermanas para sacarles filo -creo que con ellas cortaban y raían las pieles- pero se ve que esto iba a ser otra cosa. A mí me latía muy fuerte el corazón, como si el acontecimiento que estaba a punto de suceder fuese una acto sagrado.

miércoles, 29 de abril de 2020

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS O METAMORFOSIS DEL SILENCIO, por Mariví Verdú

La nueva tarea que me impongo hasta que llegue la vacuna contra la mala leche, es verter poco a poco en mis blogs los trabajos que esperaban salir a la luz en papel impreso, algo que, aunque para muchos resulte tan romántica la idea de libro y sea tanto el placer de su tacto, no es más que un convencionalismo que empieza a estar pasado de moda. Mientras se siga haciendo con papel y arrasando el Amazonas, ya no me parece tan romántica la idea. Lo hago también por mi nieto Daniel, por el orgullo que siente de su abuela y que me ha sido confesado por alguien muy cercano a quien no traicionaré divugándolo. Además, no es nada despreciable llegar a tantísimas personas como las que se alcanza con este medio. Al fin y al cabo, el que escribe lo hace esperando que alguien lo lea y que el pulso que tuvo mientras escribía logre contagiárselo algún día a su lector poniendo en movimiento su corazón, su cabeza y  veces hasta sus manos para tomar ideas, consuelo o alas. Ya ni decir si es capaz de memorizar alguna frase en su integridad... eso, aunque no se pueda saber con seguridad, es el culmen de un escritor. Yo lo he vivido en pocas ocasiones. Recuerdo una de ellas, en una excursión a Granada, a la casa de Federico García Lorca. Ocurrió en el autobús mientras hablaba con la compañera que me tocó de asiento: me contó prácticamente entero y parafraseado un fragmento de mi novela mientras me confesaba que había sido toda una experiencia su lectura. Estuve por no decirle nada pero fue tan grandísima la satisfacción personal que no me lo pude callar. Se quedó un poco atónita porque los humanos tendemos a idealizar al que nos hace mella en la cabeza como un ser que, a pesar de su cercanía, es inalcanzable. No de andar por casa, como soy yo. De todas formas, con lo quese escribe no solo se disfruta, se sufre y se duda porque la responsabilidad es igualmente grande. Peero la emoción que sentí fue algo indescriptible. Dejar tu idea fijada en otra cabeza, recordada, memorizada... es como estar viva en otro sitio, en otra dimensión. 

Ya que no podré dejar de escribir mientras esté viva y de la escritura no iba a poder comer nunca -materialmente hablando-, veo una idiotez morirme con cosas en el cajón o en la frágil memoria de un ordenador. Es, cuanto menos, una obligación moral la que tengo con mis lectores a la par que un derecho de mi libertad como creadora. Por más que signifique un libro para cualquier escritor, algo así como la culminación de su obra -placer ególatra o masturbación espiritual- y para cualquier lector empedernido -tener a la mano el volúmen que dice lo que dijo aquel otro- y tanto sitio tiene para sus anaqueles, la verdad es que voy a escoger este soporte por convencimiento de que es el futuro. Y para devolver mis palabras al aire que es de donde vienen y adonde van las palabras. 

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS O METAMORFOSIS DEL SILENCIO
1ª parte

La primera luz del Sol la vi en Gondwana. No sabría decir el momento exacto de aquel milagro porque mi tiempo no se mide con la métrica del hombre, ni siquiera con el reloj del viejo olivo o del helecho, solo sé que nací cuando, detrás de un fuerte cataclismo que me sacó del hirviente útero de mi madre Tierra, mi padre, Agua, lavó mi cara y me dejó, como los humanos dejan a sus recién nacidos, limpios y en su cuna. Como yo, así quedamos cientos y cientos de nosotros, miles de millones de hermanos, cada cual en diferentes sitios del planeta. Vinimos a dar fe de la creación, testimonio de ese prodigio que llamamos vida, instaurando un nuevo orden terrenal, el mismo que conocéis los hombres. Todo comenzaba a tomar forma: cumbres y valles, montañas y ríos, cordilleras y precipicios... se creaban simas y abismos en un inmenso latir que nos llevó, desde el sur, hasta los más recónditos lugares del orbe, lugares en los que somos el más viejo vestigio del cosmos y de la nada.

    Desde las más altas cimas hasta las costas, mi madre fue dejando su linaje de piedra, cada cual con el color y la textura del trozo de ella misma que le iba tocando derramar: cuanto más cerca de su corazón, gemas y cristales, cuanto más de sus pies, basalto y granito; cuando provenían de sus manos, mármoles y pizarra; cuando nacían de sus ojos, areniscas y piedras calizas, fósiles todas de sus lágrimas, y así cada uno de mis hermanos somos  la prueba de que la Tierra, siendo una, es tan diversa como la huella que hemos dejado sus hijos, sus más antiguos y callados habitantes.

    Mis tatarabuelos venían de Vaalbará y Ur, mis abuelos de Kenorland y Columbia y mis padres habían nacido en Rodinia los dos. Yo nací de la boca muda de mi madre, vine directamente desde su lengua, soy su saliva fosilizada, la metamorfosis del silencio, de estruendo desgarrado y violento hacia el eco sonoro de la vida. Me gustaría hablar pero me contento con inspirar respeto a cualquiera que se fije en mí, que me mire con ternura y me enternecen los que me miran con piedad. Con varios seres humanos he llegado a sentir confianza y cariño. Hay alguno a quien dicto los nombres que le damos a las cosas, revelo los sentimientos que albergamos y confío la finalidad de nuestra existencia.  Son pocos los elegidos  pero me siento halagada con que haya siempre alguien dispuesto a traducir mi pétrea locura. Vine con  el estigma de la inmovilidad, expuesta al sol y a la lluvia, al viento y a las noches de tormenta, sin embargo poseo el don de la paz y una dosis desmedida de paciencia a lo que he de añadir la gracia colorida y sabia que me otorgan los líquenes, un montón de parejas de algas y hongos que se entienden y ayudan mutuamente formando un tierno vestido sobre mi lomo en sombra, calentando con su verde espuma mi espalda y aliviando la umbría. Dicen que ellos son como un viejo cronómetro que permite a los hombres leer nuestra historia, datar el paso de nuestro tiempo, conocer las condiciones de nuestras vidas... ¿pueden saber acaso los altibajos que ha experimentado mi corazón de piedra, mis desencantos? ¿pueden ver mi alma?  Sin embargo, nadie puede imaginar que yo les veo, que les quiero, que sufro con sus penas y desengaños, que me entristezco cuando no valoran el prodigio de estar vivos y, sobre todo, cuando desprecian a mi madre, que es la suya.

(...) Continuará.

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...