miércoles, 9 de febrero de 2022

MIS QUERIDOS ALMENDROS, por Mariví Verdú

No me conformo con dejar pasar estos días como si no ocurriera nada haciendo caso omiso al acontecimiento precursor de la primavera: el florecer de los almendros. Tengo la suerte de tener tres a mi alrededor, sembrados por mi padre, con más de cuarenta años cada uno y es de un egoísmo insano y frustrante dejar tal espectáculo para mí sola. Los milagros hay que cantarlos, hay que celebrarlos, hay que dejar constancia de que han sucedido. Sé que a ellos les da igual lo que yo diga o poetice sobre su ciclo eterno porque son dioses y todo les resbala. Ajenos a mi presencia, a mis dolamas, a mis inclinaciones y sueños, florecen como cada año llenando el aire de rosas claras, confirmación de la Naturaleza, rebosantes de esplendor. O tal vez no, tal vez me reconozcan cuando camino de noche bajo la luna a cerrar la cancela, o sin luna, ayudada con la linterna, porque siempre les digo algo, siempre hay un requiebro, una fina melancolía: la nostalgia de lo que está por llegar. 
 
Anoche, al cerrar el portón, estuve tentada de recoger los copos rosados que caían, empujados por el aire, a mis pies. Quise pensar que soy ya parte de ellos, que la poda ha servido -a pesar de sus amputaciones y de mi tristeza- para tal explosión de belleza, para que no se desperdicie su savia en vástagos inútiles, para que yo pueda despojarlos en verano de todos sus frutos, esas maravillosas almendras que cojo a solas o con mi gente querida en el rebusco, sus semillas mismas que me dan consuelo al verlas doradas y carnosas, listas para mi ajo blanco y mi pepitoria, para tostarlas con sal y disfrutar de la vida. 
 

Durante muchos años he dedicado canciones a mis almendros ¡oh, árbol del paraíso!, los he retratado, los he mimado y compartido con familia y amigos; cada uno ha probado sus dulces almendras y todos hemos buscado en algún momento la tibieza delicada de su sombra. Yo les he rogado que me tengan en cuenta para mi hora final y me dejen a sus pies hecha ceniza, echada para siempre en ese dúctil aposento de tierra conocida. 
 
Nada mejor que dejar la limpieza, las obligaciones, el miedo y el porvenir aparcados un rato para sentarme a cantar las delicias que la vida me ofrece, que se me plantan delante diciéndome que existo, devolviéndome la esperanza, alegrándome la vida sin saberlo. ¿O sí? Sí que lo saben, desde este rinconcillo donde escribo, oyen mi canto, hoy más maduro pero tan apasionado como el primero; con más fervor porque el tiempo apremia; con más ingenuidad porque es involutivo; con la misma sorpresa y atención que lo hice desde que existimos en el mundo. 
 
 
Nada más hermoso en el invierno que este adelanto de la primavera, del cielo, de las rosas: el almendro. 

Desde El Garitón, donde paso mis días hábiles, mis espléndidos amaneceres, mis noches fecundas, mis madrugadas andantes y esas tardes en las que el cielo se inunda de naranjas mientras rompen su sedal joyante los luceros y esta luna creciente que sale desde mi calle y sube llevándose mis recuerdos a un lugar alto, Mariví Verdú. 
 
Para mi hijo, para Dani y Cristina, para Emma y para María Victoria Anaya, cariñosamente.

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