martes, 31 de octubre de 2023

POESÍA VERSUS MEDICINA, por Mariví Verdú

En esta hora que no sé bien a quién pertenece, hora del limbo otoñal en donde hacen que me pierda dos veces al año, me siento a escribir sobre el estado de mi alma que está de cuidados intensivos para arriba. Llevo ya algún tiempo donde escribir, que solía ser una especie de necesidad vital y gozosa, está empezando a ser una manera de desangrarme, una manera de suicidio por entregas, cada vez más triste y desafortunado. Saber lo poco que sé y el escaso tiempo que me queda para aprender, me deja fuera de servicio, acomodándome lo más mansamente que puedo entre el desencanto y la ignorancia hasta que salga el sol por Antequera. En el desvelo de esta noche he estado leyendo dos libros de dos buenos amigos a quienes hace más de medio siglo sigo entusiasmadamente: Francisco Moreno Ortega, pintor y poeta, artista todo él,  y Juan Miguel González del Pino, a quien todos llamábamos en la Barriada de Carranque “El Poeta”. Y cierto es: Juan Miguel es un grandísimo poeta que logra ir y venir a la ingenuidad caminando por los versos a pie descalzo como solo algunos sabios o santos pueden hacer.

Hablo en primer lugar de mi querido Paco Moreno. En los tiempos en que le conocí, allá a principios de los setenta, solo sabía de su faceta de pintor. Yo estudiaba en el Colegio San Pedro y San Rafael -él también lo hizo allí años atrás- y mi profesor de dibujo era José Díaz Oliva, amigo y compañero de profesión de Paco. Él fue quien nos presentó. Luego lo encontré muchas veces: en la Casa del Consulado, en las galerías de Málaga, en círculos poéticos, pero cuando me deslumbró fue en la inauguración del Colectivo Palmo, cuya sede estaba situada en la Plaza del Teatro. Palmo fue un colectivo considerado como uno de los más importantes de la historia cultural de Málaga, resultado de confluencias y encuentros entre artistas cuyo lenguaje vanguardista se alejaba de los planteamientos convencionales y comerciales. Allí conocería también a uno de sus fundadores, Jorge Lindell, de quien guardo gratísimos recuerdos. Obras de estos pintores pueden disfrutarse en el Museo de la Aduana para justicia de sus obras y recuerdo y gloria de sus nombres.

De Paco Moreno me atrajo su personalidad y su porte. Por entonces era un hombre alto, hermoso, moderno, atractivo y de una simpatía arrolladora. Hoy, a sus noventa y dos años, aún conserva su hermosura, su talento, su alegría de vivir y se mantiene erguido como una torre maravillosa coronada de abundante y canosa cabellera y una lucidez que asombra y subyuga a partes iguales. Gozo de su amistad y en estos últimos años, a pesar de estar más alejados en la distancia, estamos más cerca que nunca en todos los demás sentidos. Escritor pródigo en obras que tocan casi todos los palos: ensayo, novela, cuento, letra flamenca y lo mejor...su poesía. En particular el libro que dedica a su madre Cecilia Ortega después de su muerte. Hoy he leído una serie de décimas interesantísimas recogidas bajo el título Sopa de Sapo. Me he cargado bastante más de medio libro y me he asombrado en muchos de sus versos. Gracias Paco y enhorabuena. Gracias porque somos amigos, porque  vivimos en la tierra que nos gusta y envejecemos con la posibilidad de vernos de vez en cuando y celebrarlo con alegría.

Y como mi mesita de noche rebosa de libros esperando ser atacados en algún momento, cuando solté el poemario anterior se escabullía uno más delgado, más liviano, uno que parecía tímido al roce pero yo lo escogí porque sabía a quien pertenecía, sabía muy bien quién era su autor. El libro de poemas se titula El instante no atendido, título escogido de un verso de T. S. Elliot. Su autor, Juan Miguel González del Pino, es un viejo amigo mío con el que he caminado largas jornadas en este mundo. Sé que es un poeta grande porque desde los once años ando observándolo y solo ha hecho madurar en la poesía como un árbol o una roca poética que no se mueve del lugar y es capaz de descubrir el mundo. Agradezco esa hora perdida de  insomnio que contigo llevé casi al borde malva del amanecer. Gracias.
 
La verdad es que ambos pusieron su granito de arena en mis ojos para que el sueño los cerrara y mi corazón quedara agradecido a la vida y a esa magia de los encuentros, del perfume a libro, del placer de la amistad.

Tengo acabada la maquetación de  “Cantos y silencios flamencos” , antología de mis trabajos flamencos premiados en diferentes concursos (15), pero tendrá que esperar para hacerse libro y realidad. Estoy pasando mala racha física, mental, moral y espiritualmente. Ahora mismo soy como una lagartija pegadita a la pared, buscando un sitio donde nadie me moleste y a ver si cuando salga de este obligado letargo el mundo brilla por la paz y por la comprensión. Ahora me toca recuperarme, ponerme al día con mi cuerpo. oírme, tranquilizar mi espíritu y dedicarme a guisar y a atender pequeñas necesidades, cosas chicas, cotidianas, y siempre atenta, pendiente de los momentos en los que el corazón me necesite. Hasta pronto, amigos.

Con una danza de lluvia en los labios, Mariví Verdú


*Este artículo lo empecé ayer por la mañana, antes de ir a mi médico -que dedicó más de media hora de su tiempo a oír mis penurias. Gracias.-. Lo acabo hoy, día primero de mi tratamiento y último del mes de octubre, llena de esperanza. Bueno, de Esperanza, de Sheila, de Toñi, de Antonia, de Lola, de Carlos, de Juani, de Tina, de Javier y de mi hijo: su voz me cura más que ninguna medicina.


martes, 17 de octubre de 2023

DONDE DIJE DIGO, por Mariví Verdú

mi tío Gabriel
Corría la década de los cincuenta. La carretera de Cádiz estaba flanqueada de huertas y el display de la Costa del Sol no se había desplegado todavía. Nuestro paraíso lo descubrieron algunos extranjeros que venían buscando el rayito de sol perenne, la alegría de los azules y la bondad del agua de nuestras fuentes. Mi familia y yo vivíamos en los Portales de Gómez 62, relativamente cerca de una vaquería, al lado, lo que pasaba antes es que todas las distancias había que salvarlas a pié y nos parecían de otra medida. En aquel Corral de las Vacas se crió Antonio Molina, amigo de mi tío Gabriel, el único hermano de mi madre que yo conocí. Podía haber sido famoso, casi tanto como su amigo, porque cantaba muy bien pero se dedicó a ser feliz en un amoroso anonimato y a trabajar en su oficio hasta la muerte. Solo cantaba cuando tenía ganas, mientras trabajaba de mecánico en Finanzauto o en las fiestas familiares después de pedírselo un buen rato: ¡Anda, Gabriel, cántate algo! ¡Venga, Gabriel, hazte algo, lo que sea! ¡No te hagas más de rogar, Gabriel! ¡Óle, Gabriel! Y así Navidades y resto de fiestas familiares. Una vez, a petición de los compañeros, fue Radio Nacional de España a grabarlo mientras estaba en plena faena en el taller, cantando como los ángeles. Se hubiera callado de saber que lo estabn grabando. Se hacía rogar mucho, solo cantaba cuando le daban ganas, cuando era el momento. Sin embargo, yo le oí cada día de mi niñez. A la vuelta del taller, negrito como buen mecánico, se bañaba en el patio y cantaba por cantes de Málaga y otros que empecé a distinguir desde niña. Lo hacía por gusto, para sí mismo, con una media voz preciosa y bien modulada. Tenía mucho paladar para el cante. Hace casi un cuarto de siglo, en unos versos que titulé Sanguinis, recogí la historia. Cuelgo aquí un pequeño fragmento:

(...) Pero Juan Breva, de niña,
se adentraba en mis portales
que sólo son hoy recuerdos
antiguos y memorables.

Patio de mi vieja casa…
Mi tío solía bañarse
en aquel baño de cinz…
Jabón, estropajo y cante.

Se cantaba por Jaberas
y Serranas como nadie.
Fue él el que me enseñó
a diferenciar: La clase

que tenía Canalejas
Manolo Vargas, los cantes,
de los hermanos Mairena,
Antonio al taconearse.

…Y escuché hablar de la Trini,
del Canario, el Pena padre,
de Toronjo y el Fandango,
de “El Gallina”, “El Chocolate”,

de Pepe el de la Matrona
de caña,  polo y cabales,
de las hermanas de Utrera,
Vallejo, Beni de Cádiz…

Me enseñaron a escuchar,
que el saber está en callarse,
o decir un ¡ole! al tiempo
que el alma hacia fuera salte.

Con todo lo que aquí cuento
nadie podrá preguntarme
si a mí me gusta el flamenco…
¿Cómo podría no gustarme? (...)

La verdad es que hoy os he contado otro poco de mi vida, os he destripado un poco de mi próxima novela, un ejercicio de memoria para olvidar lo que de verdad quería haber hablado: de la hipocresía, del Premio Planeta, del millón de euros de la Sonsoles, de la mala suerte del chico cordobés Álvaro Prieto, del pánico de las guerras recrudecido por minutos, en resumidas cuentas: de la mala leche que gasta la mayoría del personal de este mundo redondo que da vueltas y del infortunio de tantos otros. Parecen olvidadrse que unas veces estaremos boca arriba y otras boca abajo.. Había empezado con este párrafo que os dejo a continuación pero no podía seguir, no podía. Estoy derrotada.

¿Dónde fueron las almas, en qué huida de nosotros mismos las perdimos? ¿Y qué es un hombre sin alma, con la conciencia muda, a solas con su propio vacío? ¿En qué animal peligroso nos convierte la carencia de afectos? ¿Adónde irá esa carne, ese montón de huesos  sin memoria? La guerra está en la televisión como un magacín más, muy moderna la cosa, muy informada, inmediatamente informada, retransmitida con cortos de muertes a gogó, matanzas en directo que dan a horas puntas, dentro de los informativos, mientras engullimos un plato triste en la soledad más absoluta y no queremos creer que sean de verdad, que se van para siempre, que se les roba el derecho a crecer, a estudiar, a pensar y a enamorarse... ¿Cómo podríamos comer si no, con la que está cayendo?

No podía seguir escribiendo sin darme un cabezazo contra la pared. Y opté por recordar la infancia, esa que le están robando a tantos niños. Y, por si sirve de algo, os diré que mi corazón es niño y a veces está en países que no he pisado nunca. Y a la pregunta de Claudio Rodríguez ¿Por qué todo es infancia? contesto siempre: pues... porque sí.

 Desde El Garitón, esperando la lluvia con desesperación, Mariví Verdú

lunes, 16 de octubre de 2023

ESPANTAPENAS, por Mariví Verdú

Cuando miro hacia atrás buscando el rastro de  mi maldito oficio de poeta, presiento que hay poemas inacabados, cíclicos, eternos sobre el amor y sobre el dolor. Hasta los no escritos todavía llevarán un rastro de esa doble tristeza que es marca de la casa. Llevo escribiendo desde que lo recuerdo, o sea, hace sesenta y cinco años, cuando supe exactamente las letras que conformaban los nombres  de mi agrado, los de adentro de mi pecho, las repetidas sílabas de “ma” y “pa” con acento en la segunda, las que nombraban lo más grande que un humano puede tener en este mundo. Cuando escribía mamá tenía la sensación de escribir mundo, agua, dios y vida. Cuando escribía papá... albergaban tanto esas dos pes: seguridad, fuerza, hermosura, bondad y un largo etcétera de adjetivos en torno a la admiración y el agradecimiento. Las aes repetidas en ambas palabras eran de amor, amor, amor, amor. Después escribiría primavera, mar, azul, abuela, colegio, río y música. La primera muerte llegó con once años.

Mi niñez, llena de descubrimientos como todas las niñeces del mundo, fue un tiempo pobre en recursos y rico en ilusiones. Cada momento del día, cada día de la semana, cada mes, cada estación -en aquellos tiempos había estaciones y rebecas-, cada festividad, desde Reyes a Navidades, marcaba nuestra vida moldeando nuestras almas,  dándole un significado, un aliciente, una esperanza, un porqué. Todo tenía su agradable intríngulis, desde lavar los azulejos de la tumba de mi abuela, ponerle flores y comprar un cartucho de castañas a la salida del cementerio, hasta ir al río de excursión el 18 de julio, día de paga doble para los padres: tristeza y desmemoria. El sabor y el calorcito que desprendían aquellas castañas recién asadas en el puesto de la puerta del Batatal siguen en mi recuerdo, igual que aquel tiempo otoñal de los primeros días de noviembre en los que necesitábamos abrigo y a veces hasta una bufanda. Yo tuve guantes de lana. Mi tía María sabía hacer de todo, tejía ilusiones y surcía desilusiones. En aquellos entonces el calendario estaba llenos de fechas memorables: el Corpus y el Domingo de Ramos eran días de júbilo sin saber por qué -todavía ando descubriéndolo-, tal vez sería porque nos hacían estrenar ropa blanca, al menos unos calcetines tobilleros o unos cucos; otras, las menos, un vestido con manguitas de farol o una rebeca calada y nos llevaban a Málaga a pasearnos. En el primer caso solo fui en dos ocasiones a una procesión y en ambas fui con mi tía María Teresa. Nunca me gustaron las procesiones, los bullicios ni los palios. Una vez vi La Pollinica. En la misa de ese domingo nos daban ramitas de olivo y me gustaba hacer cruces entrelazando sus hojas de dos en dos. Las ramas las dejábamos secar enganchadas al crucifijo -símbolo cristiano que colgaba en la pared de la cabecera de la cama en la mayoría de las casas de la época-. A veces teníamos detrás de la puerta una rosquilla de pan colgada a modo de espantapenas o una herradura. El Jueves Santo era también un día señalado. Era un día serio, silencioso. Se paraba de emitir la radio desde las tres de la tarde y la gente hablaba en voz baja en señal de respeto a la anual cita de la muerte del Cristo. Recuerdo especialmente la visita de las titas María e Isabel, cuñada y concuñada de mi abuela, que vivían en Calle Salitre y parecía que estuvieran en tierras lejanas. Así eran las cosas por entonces, las distancias en particular. También venían mis primos de La Línea. Con ellos se iba la tristeza. Las primeras, como dos modosas pasitas con cara de porcelana, nos traían una cajita de dulces de la Imperial. Eran dos beatas de luto interminable en esta vida. Los tres primos eran un canto a la esperanza, mi primo Antoñín, mi prima Isabelita y mi prima Julia. Eran tan guapos y tan alegres. El habla gaditana era un añadido a la alegría de su juventud. Ellas se vestían de mantilla y se colocaban unos tacones negros de aguja y el garbo natural se multiplicaba por cien. Echábamos colchones al suelo y a mí me parecía que la casa se hacía grande y que todo era fiesta.
A pesar de que ese día no se comía carne, solo potaje de bacalao o gazpachuelo y papas fritas con huevo, porque era día de ayuno y abstinencia, a mí me daba la sensación de que aquella cocina compartida olía mejor que nunca porque no nos absteníamos de nada. Con ellos todo era abundancia, sonrisas y abrazos.

Aquello de vivir fuera del núcleo de la ciudad, en las afueras, en la misma carretera de Cádiz, tenía de positivo que no habían procesiones ni barullo alguno. Toda la calle estaba en calma y cada cual en su casa, por lo que no me hubiera importado que fuese siempre jueves santo. Hasta los saludos eran realizados serenamente, como en un duelo. Desde niña, desde siempre me gustó el silencio, en él es fácil distinguir el canto de los pájaros. O el sonido de los cencerros por los campos que circundaban Málaga. En las tardes de verano, a la hora de la siesta, podían oírse a las lagartijas deslizarse por la tela metálica con la que mi padre cubrió parte del patio. Yo oía el aire, hasta la brisa oía, y los podía distinguir en las hojas del coléo o en los mismos helechos. Las tardes de terral eran mudas del todo. Así era el silencio por entonces, general, extendido y preciso. Hoy hemos olvidado lo que es. Igual que hemos olvidado la piedad, la misericordia y el motivo de nuestra existencia.

En este texto quería hablar de las interminables guerras del mundo, del dolor que provocan, de la injusticia que las resume y he acabado sin decir nada de lo que quería pero no por olvido sino por no morirme más todavía. Y es que no revientan los culpables,  nunca mueren los que provocan las guerras pero nos matan a todos, algunos con una muerte de verdad, esa que  deja sin niñez y sin vida, la que está ocurriéndole a una pobre gente que solo quería vivir estas cosas que os cuento u otras por el estilo. Querían vivir. Y es dolor lo que me hace contar vivencias, es impotencia y es empatía, creo que mucho mejor que ahondar en una tristeza tan grande como irremediable. Privar a la gente de paz es un pecado, eso sí que es un pecado mortal. Así haya un infierno para los culpables.


Desvelada, desde este Garitón que necesita más lluvia y menos lágrimas, Mariví Verdú

*Al recuerdo de mi tía María Teresa en el día de su santo. 

martes, 10 de octubre de 2023

ESTADO DE DESGRACIA, por Mariví Verdú


Hacía mucho tiempo que no tenía la necesidad de rezar y hoy la he tenido. Cuando recurro a ese Dios del que dudo si existe ¡Qué mala está la cosa entre los hombres! Cuando decido hablar con el gran desconocido es porque estoy perdida. De no ser por la sonrisa de Emma, la ternura de los abrazos de los míos, el ciclo de los almendros y la voluntad de vivir de dos matas de pimientos que tengo en el arriate, habría desistido hace tiempo hasta de la duda que lo alberga, esa duda que me protege del nihilismo y que me hace acudir desesperadamente al Padrenuestro. He rezado hasta un Avemaría porque una oración me parecía poco. No he llegado al Gloria. Todo está consumado.

El mundo está en guerra y nada podemos hacer por evitarlo. El conflicto viene en la misma masa de nuestra sangre, parece que estuviera escrito en nuestro código genético y, de ser así, eso no hay quien lo arregle.  Los viejos conflictos tribales, tan largos en el tiempo por las creencias y la imposición de las mismas como por la hegemonía de los territorios, forman parte del ciclo de la vida humana desde que estamos aquí y  han debido interiorizarse de tal forma que no hay marcha atrás. El desencanto que inspiran nuestros mandatarios, el consumismo generalizado en la parte afortunada, la mala distribución de los recursos -que hace desafortunado a quienes no deberían serlo-, la misma sociedad del bienestar que falsamente nos han vendido... todo ello me hacen sentir una tristeza tan grande que sería feliz si me acogieran los lobos en su manada o las huidizas abubillas que vienen cada primavera, que van a los suyo y vuelven a ese trozo de mi casa que escogieron y que ya es más suyo que mío.

Me he despertado a las cinco con el corazón encogido. No sé por qué motivo he venido hasta mi escritorio, he encendido el PC y me he puesto a teclear como una posesa. No entiendo qué sinestesia habita en mis palabras, pero el silencio suena a lamento y el amanecer está totalmente apagado en este día diez de octubre. Hoy hace exactamente veinte años que murió mi padre, Ángel Verdú Rodríguez, un hombre íntegro y educado en la palabra correcta. Todo un mundo interior llevaba encerrado bajo su piel oliva del que solo sus ojos negros tenían facultad para canalizarlo al exterior dejándonos ver su ánimo y sus sentimientos. Su muerte me parece reciente, su duelo... indefinido en el tiempo. Ser huérfana tiene eso, que lo eres desde el momento de la muerte de tus padres y para siempre. Hoy escribir no me me consuela, ni siquiera utilidad le encuentro más allá que gastar los minutos primeros del día y desvariar dentro de mi limitada lucidez. En momentos como estos quisiera parar el mundo y bajarme de él. Total, ir de viaje a ninguna parte es una tontería y mucho más acompañar a esta humanidad de la que solo queda el nombre.

Cuando quiero creer en el mundo que vivo y me encuentro tan desamparada y sola como ahora mismo, no sé adonde recurrir. Escribir, que es un hábito siempre y un recurso, hoy solo es un pañuelo de llanto. No quiero buscar la palabra precisa para el estado de desesperanza que me embarga porque no la encontraría. Y me he sentado aquí, delante del ordenador y de todos vosotros, para abrir la espita del alma por que no estalle.  Esta sensación de impotencia que me ahoga por dentro, presiento que me envenenará.  He tomado una manzanilla con miel para aliviarme el amargor de mi boca. No lo he conseguido. Pongo punto y final porque ya no quiero hablar más. Solo quiero un milagro.

Aún no ha amanecido. El Garitón está oscuro. Sé que hay un verdor dentro de la noche, un mar enfrente y un jazmín próximo, pero no los veo, no los veo.

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...