martes, 26 de mayo de 2020

ADIÓS, PACO MONTORO. Tristemente, Maríví Verdú.

Esta mañana debería de estar contenta, los pájaros llevan cantando una hora gozando ésta extraña primavera sin ruidos, fresca, húmeda, descontaminada, fértil y florida. Debería de estar contenta porque el lunes entramos en la fase 1, esa que nos permitirá reunirnos con los nuestros y que, aunque nos comamos los besos y reprimamos los abrazos, nos permitirá volvernos a ver. Quiero disfrutar con mis propios ojos lo que ha crecido mi nieto en estos dos meses.  Y debería de estar contenta porque podré ver a familiares y amigos que no he visto desde marzo, debería, pero a mi amigo Paco Montoro no lo volveré a ver. Ayer se fue sin que nada lo pudiera evitar. Sola quedó Odile y,aunque no le faltará el calor de sus hijos y de sus hermanas, ya nada será igual para ella. Hacían una pareja preciosa, envidiablemente preciosa, y, afortunadamente, los dos son buenos amigos míos. Sin habernos podido reunir como me hubiese gustado, Paco se fue. Todo estaba listo aquí, en El Garitón, para echar un día de sol y de añoranzas, hablando  de un tiempo en el que teníamos ganas de flamenco y de risas, de comer y beber, de disfrutar de la poesía, del latín y de la historia, de la creación y la inventiva, de la vida en definitiva, la vida que tanto le gustaba. Se ha ido uno de los fundadores de la Peña Juan Breva, su primer Factotum, un flamenco exquisito, culto y adorable; se ha ido un creador. Y con su marcha he perdido a un buen amigo, a un queridísimo amigo. 

Hace tiempo, cuando comencé con mi web Flamenco en Málaga, indagué en la historia de la Peña Juan Breva y lo hice de su mano, de la afectuosa mano de Francisco Montoro. Él, que fue el autor de su logotipo y del singular mural de Juan Breva, dirigió mi trabajo y me comentó pormenores y logros afianzando nuestra amistad que ya superaba el cuarto de siglo. Paco fue también el creador de la reja que adorna el fondo de los escenarios y que la inmortaliza en vídeos y fotografías junto a los artistas que han ido pasando por la peña en sus doce lustros de vida. Paco ha sido el mejor cronista y caricaturista que ha tenido, ostentando el número 4 de la entidad. Como secretario, escribió los renglones de oro de sus libros de actas. Paco ha sido un auténtico honor para la Peña Juan Breva.

Su muerte acaeció cuando no se habían cumplido aún seis meses de la del maestro Chicano. Ellos hablaban por teléfono cada día y no solo una vez. Eugenio, su íntimo amigo, le tenía al tanto de las novedades culturales malagueñas y de las cosas de la peña, ya que Paco vivía en el extrarradio y Eugenio en pleno centro de Málaga, en el meollo de la ciudad. Eugenio le hacía partícipe de sus creaciones y Paco disfrutaba con ellas haciendo propios todos sus proyectos. Paco, afectado ya de su sistema respiratorio, no salía mucho de casa por lo que el mejor oxígeno le llegaba a través de la comunicación con su amigo, tan buen aficionado como él, el insigne pintor y creador de los más preciosos carteles conmemorativos de la Peña Juan Breva. Ambos han sido los autores de lo más lucido de su patrimonio.

Durante estos seis meses en los que la muerte cortó en seco aquellas largas charlas, Paco se fue sumergiendo en una depresión que lo llevó a meterse en cama negándose a salir de ella. A tan fatal decisión hay que añadir que los dos últimos, debido al confinamiento, han resultado un bache insalvable  para él. Para Paco y Odile, personas cariñosas, familiares y cercanas, la falta de la querida presencia de hijos y nietos -ya que han sido imposible las visitas- ha sido insuperable. Ellos lo han pasado solos, como tantos matrimonios mayores, como tantas personas que viven luchando con la soledad y el miedo.  El peligro de ser contagiados por este maldito virus que nos ronda también ha sido la causa de que no podamos despedirnos y de hacer posible el mejor de los antídotos conocido hasta la fecha en todas las pandemias humanas: el abrazo.

La última vez que hablamos por teléfono, Paco no me oía. Decía que no le llegaba mi voz. Y es muy posible. Es que no me salía del cuerpo, tenía la voz apagada.  Ahora, el hilo de voz que mantenía a los dos en contacto, se ha perdido definitivamente. Ahora, desde esa orilla del río donde habita, ya no podemos hablar con el lenguaje conocido. Y, aunque mi voz también se va a ratos con ellos, con todos los que quiero y  están al lado de allá, sigo aquí, cantando todavía, susurrando ad libitum lo hermosa que es la vida a pesar de usar tan alegremente su cara como su cruz. Canto lo afortunada que he sido por disfrutar de tanta gente hermosa a mi lado. Sí, Paco, aquí sigo diciéndote bien alto cuánto respeto y cariño te tengo y cuánto me hubiese gustado poder evitarte sufrimientos. Gracias por todo lo que de tí aprendí, por haber sido mi amigo, por el interés que te despertó cuanto hice, por abrirme las puertas de tu casa y por enseñarme siempre lo limpio y hondo que puede ser un corazón.


Desde El Garitón, en un día de desescalada, cuando he podido acabar lo que empecé en tu duelo, Mariví Verdú

Escrito entre el 15 y el 26 de mayo de 2020

jueves, 21 de mayo de 2020

MI PRIMERA COMUNIÓN, por Mariví Verdú

Aún recuerdo el día de mi primera comunión. Me desperté pronto. Saturada de emociones, bloqueada pero leve como un corcho, bajo la influencia de una hipnosis, estaba perdida. Tenía un sentimiento raro desde el día antes, desde que me confesé, como si en adelante estuviera peligrando de muerte mi niñez y me abandonaran sola ante un laberinto que todos pretendían que yo atravesara, con pecados que no había, salpicándome la frustración de los mayores cuando aún mi vida estaba limpia como una patena. Anduve en volandas desde que amaneció, embargada por aquella mezcla de alegría y miedo que recorría mis huesos y se metía en mi carne, yendo desde el espíritu al aliento y manteniéndome totalmente ida. Desde el día antes fui arrastrada por aquella ola de misterio con la que se cubría lo que solo podía verse con los ojos de la fe. Pero la fe me duró poco, hasta el mediodía, devolviéndome a mi casa para comer con mi familia, la comida que de verdad me alimentó. Porque la única realidad palpable y caliente que había estaba en mi patio, allí era verdaderamente feliz, con las lagartijas y los coleos, y donde únicamente quería estar: en mi hogar. Aquella casa a lo largo era la geografía que existía, la situada en el mágico mapa de mi infancia, en mis Portales de Gómez, en la carretera que iba a Cádiz y a mí me dejaba por temporadas en el Cortijo de San Isidro o en La Línea y algunos días de verano en las playas del Castillo de Bil Bil. Tomábamos el tren que llamaban “La Cochinita”. Íbamos a bañarnos, aunque solo lo hacíamos mi padre, mi hermana y yo. Mi madre se quedaba en la orilla, vestida, guardándonos la fiambrera con la tortilla de papas.

En mi comunión fue todo muy sencillo, una celebración en clase de pobre pero juntando a toda la familia, como debía ser. Y, aunque éramos humildes y no había para fastos, comimos, bebimos, contamos chistes y cuentos -mi primo Juani era único para eso- y hubo risas y demostraciones de afecto como para parar un tren. Todo fue simple, sin lujos, pero no faltó ni gloria en la mesa que mi madre dispuso para la ocasión. Hubo hasta una cajita de bombones, una bandeja de dulces y una botella de anís. Pero esto fue después. Antes tocaba vestirse para la actuación y pasar por la iglesia. Los míos pretendieron hacérmelo fácil, todo menos aquel vestido de organdí con alforzas y enagüas de nansú, la limosnera y los zapatos que, al no llevar la suela de tocino, resbalaban como si le hubiesen untado jabón y crujían con el quejido característico del charol. Pero el  no va más fue la corona de reina. Recuerdo la hora del peinado con melenita a lo Colón en la que me daban tirones para amoldarla, por un lado, la prima Julia; la madrina Maruchi, por el otro. A ver quién podía más, que la niña tenía que dar la nota con su miriñaque y con sus preciosos alfileres de novia con el que me sujetaron el tocado a la cabeza (literalmente: a mi cabeza). Sin embargo, yo estaba tan acobardada que no pude disfrutar aquel ropaje que no me correspondía como tampoco pude hacerlo de una ceremonia que no pude entender.

Aquel sentimiento estaba justificado: demasiado protagonismo para una niña chica. Tomé la comunión cuando no había cumplidos aún los siete años. Antes era obligatorio tomarla de niña. Y casarse muy joven. Digo yo que sería para no confundir el traje de comunión con el de novia... En mi caso, casi se logra. En las dos ocasiones fui virgen y mártir al altar, totalmente inconsciente del compromiso que ambos sacramentos exigían. La comunión y el matrimonio eran tan obligatorios como creer en Dios, en el único Dios, cristiano, apostólico y romano al que todos temíamos más que a una vara verde. Querer a alguien al que tanto miedo le tienes es una tarea bastante difícil. Querer  lo que no has visto en tu vida y te dicen que usa el inmenso poder de su ira para mandarnos diluvios, plagas, y fuego arrasador, es tarea de masoquistas.

Aquella misa, donde comulgué con todas mis compañeras de la escuela de Doña Consolación García (la escuela-portal situada al final de la acera en los Portales de Germán, hoy Calle Gaucín), fue celebrada por Don Jesús Colchón en la Iglesia de San Ignacio de Loyola, junto a las Escuelas del Ave María. Mientras duró la ceremonia, yo no vi a Dios por ningún sitio pero era tal el poder de la liturgia y del adoctrinamiento recibido que, entre la campanilla que tocaba el monaguillo y la misa en latín, de espaldas y con aquel embriagador perfume de flores de primavera, pude ver, como una aparición, el momento de la transfiguración. Por aquel tiempo derrochaba imaginación, no cabe la menor duda, aunque, analizando, dicha visión se la achaco al hambre. Después de ayunar desde la noche antes, más de catorce horas sin beber ni agua, era el resultado más lógico. El ayuno era obligatorio para tomar la hostia consagrada. Y entre las alucinaciones del hambre y el poder de la lengua... sí, el del lenguaje, porque aquella misa se hacía en otro idioma, inusual, raro, yo vi apariciones.

Una de las cosas bonitas que recuerdo fue repartir mis preciosas estampitas a los vecinos de mis portales y entre mipropia familia, un recordatorio que decía 26 de mayo de 1960. Mi padrino me dió un billete verde. Mi madre lo cogió para que no se me perdiera. La otra, que aquel día fue la primera vez que oí hablar en latín. En la dictadura de entonces, por aquí no se oía otra cosa que no fuera español. Aunque estaban a punto de llegar The Beatles...

A mi nieto. Desde El Garitón, bajo un amanecer en cuarto menguante, Mariví Verdú

*Doña Consuelo, que vivía en las casas del Ave María, había organizó un desayuno en su casa. Nos había preparado un colacao y unas ensaimadas. En la foto estoy dándole un mordisco a una, la que me tocó. Estaban contadas.

viernes, 15 de mayo de 2020

SUPERVIVIENTE, por Mariví Verdú

Ayer me comprometí a que el tema de la crónica de hoy giraría en torno a las palabras “superviviente” y “maña”. Yo sé lo que significan las dos palabras porque ambas a mí se refieren. Pero me gusta consultar con la RAE. Como era de esperar, poner superviviente en el buscador de Google es internarse en la quinta aberración. Tienes que expresar claramente después de la palabra las iniciales RAE, de lo contrario te pueden salir los esparavanes supervivientes. Nuestra Real Academia de la Lengua dice que es un adjetivo y que significa “que sobrevive”. Y sobrevivir tiene tres acepciones: 1) Dicho de persona, vivir después de la muerte de otra o después de un determinado suceso; 2) Vivir con escasos medios o en condiciones adversas; 3) Dicho de una persona o de una cosa: Permanecer en el tiempo, perdurar. En mi se cumplen las dos primeras. Lo de permanecer en el tiempo es ya algo que una no puede controlar ni plantearse. Esta reflexión daría pié a todo un trabajo. O a media docena.

Para hablaros de superviviente, cito el poema así titulado: La superviviente. Es de Ana María Rodas. Creo que nos hemos conocido por el tema que hoy quería tratar y ha llegado para quedarse. Sí, ha sido por eso, porque quería quedarse. Ella es nacida en Ciudad de Guatemala un 12 de septiembre de 1937. Es poeta, narradora, periodista, crítica literaria... 

Me habita un cementerio 

me he ido haciendo vieja 


aquí 

al lado de mis muertos. 


No necesito amigos 

me da miedo querer porque he querido a muchos 

y a todos los perdí en la guerra. 



Me basta con mi pena. 

Ella me ayuda a vivir estos amaneceres blancos 

estas noches desiertas 

esta cuenta incesante de las pérdidas. 

Sí, anoche me fui a la cama después de leer poemas de Ana María. Porque llega ella con sus versos y resume cuanto yo quería decir. Nos presentó ayer Salvador, un amigo que tenemos en común porque, desde ayer y para siempre, somos amigas. Y de las buenas, de esas que no necesitan ni hablar y que, cuando escriben, dicen lo que piensan; de las que no necesitan nunca ir de tiendas ni hacer alarde del privilegio que les ha sido otorgado por hablar el mismo idioma. No importa que ella viva en Guatemala, como si viviera en la Calle Larios, es tan cercana... Es íntima, con eso lo digo todo.  Y si ella es la superviviente yo también lo soy de una lucha que no provoqué ni alimenté, de una batalla interior con la vida, con la muerte, con la necesidad y la plenitud, con este mundo, cielo e infierno unidos que cada día me empeño en discernir.

Después de darle prioridad a sus versos, acabo de perderme en esta isla en la que se ha convertido mi vida, en la que me he convertido, pero hoy no me encuentro sola. Tengo compañera de viaje. Y al hilo de mi conversación, soliloquio compartido, y cansada de vivir cuesta arriba, se me hace duro alcanzar la cima desde la que rodaré irremediablemente. Por eso, desde esta aproximación a la llegada,  a pique de alcanzar la cumbre, intuyendo la eterna aceleración del momento de la caída, mi pequeñez en el universo, disfrutando aún del tiempo de  escalada, parándome a menudo para divisar el mar y los arroyos, el resto de los montes hermanos y mi propia vida, descanso un poco y me pongo a cantar esta supervivencia mía. Entono un fandango que ya cantaba en mil novecientos noventa y nueve:


Estoy en el puente arriba
mirando pa los dos laos...
Puentecito de la vida
que muere quien lo ha cruzao,
quien se para  y quien se tira.

(De “Destino de azahar”, Premio 1999, Hijos de Almáchar)

No quiero despedirme sin contar el cuento que sobre Periquillo Mañas me contaba mi querido Francisco Marcos, quien me inculcara el amor a la carpintería -a la madera ya se lo tenía por mi cuenta-. Bueno, lo voy a resumir porque era largo. Un día, la madre de Periquillo lo mandó al campo a por leña y solo le dio el hacha de su difunto padre. Y le dijo, no te preocupes que allí te encontrarás con Mañas para cualquier cosa que necesites. El hacha era todo el equipaje que llevaba y durante ese día de trabajo se encontró con toda clase de necesidades, dificultades y contratiempos pero allí no estaba Mañas ni nadie para solventarle sus problemas. Uno a uno los fue resolviendo, desde el hambre hasta la manera de acarrear el haz de leña. Entrando la noche llegaba Periquillo a su casa cargado y abatido pero muy orgulloso de haber cumplido su cometido. Venía reventado y con una queja en la boca: Mamá, allí no estaba Mañas, no había nadie. A lo que la madre respondió: sí estaba, no lo ves: tu eres Periquillo Mañas.

Creo que la mitad lo he inventado, pero es cosa de los que escriben por defecto y con mis años.

Quiero dedicar mi escrito de hoy a todos los maestros cercanos, a los que fueron míos, Consuelo, Candelaria y los Josés, y a los que siguen siendo porque son mi familia: a Cristina Ruiz,  José Manuel Luque, Sheila Cano, Belén García, Susana González, Magdalena Verdú; a los hermanos Alberto y Antonio Marín, hijos de mi prima Juanita Cano; a María José Coín y a José Manuel Moreno.  Especialmente, a Salvador Pendón. Y a todos los vecinos de la desaparecida Finca "San Isidro".

Desde El Garitón, en un día de luz, fruto de la lluvia, Mariví Verdú

jueves, 14 de mayo de 2020

ARTE CASERO, por Mariví Verdú

No me gustó nada lo que escribí ayer. Cuando me levanté del escritorio, me sentí muy triste y así estoy todavía. Lo he vuelto a leer esta mañana, ayer ni siquiera lo corregí porque salí huyendo del  sillón. Escribir y desahogarme fue como si una ola de desconsuelo me arrastrara a un lugar al que no quiero ir, me vapuleara y después me abandonara en un lugar desierto pero con todos mis demonios por allí. Así que me refugié en la costura. El día tampoco estaba para quitar yerbas. La lluvia y mi espíritu pedían casa, recogimiento. También el cuerpo me pedía migas pero he cogido dos kilos en este confinamiento y me pongo algún que otro límite a la hora de comer, así que comí berza de habichuelas verdes con calabaza y sin pringue y dejé las migas para otra ocasión.

Como no se puede ir a comprar nada porque en Málaga seguimos en Fase 0, o sea, confinados todavía, los regalos de los próximos cumpleaños van a ser artesanales, manuales, hechos de arte casero. Siempre me han gustado más los regalos hechos a mano que ir a una tienda a buscar algo que lo va a tener mucha más gente. También es verdad que muchas veces ha sido porque me obligaba mi escasa economía pero otras, la mayoría, porque así me lo dictaba el corazón y las ganas de regalar no solo algo material y perdurable sino tiempo, creación, exclusividad y un retazo de mí misma.

Nunca me gustó aquel refrán que decía: En comunidad no muestres habilidad. Pero no me gusta porque siempre hay alguien aprovechado, con sus manos llenas de dedos, que pretende que le hagas gratuitamente un trabajo que tú conoces cómo hacerlo pero que nunca será valorado porque los favores se olvidan y, ya se sabe: “lo olvidao, ni agradecío ni pagao”. A ponerle precio a mis labores me ayudó una señora en aquellos tiempos en que estuve detrás de un mostrador de mercería. Muchos años de oficio; buena escuela, por cierto. Vino a aprender a tejer punto de media, clases gratis con el único compromiso de comprar la lana en mi negocio. Chico negocio... Yo le hice los cálculos para echar los puntos de su jersey, su delantero y trasero y sus dos mangas; le dije a cada cuántas vueltas aunmentar las mangas, menguar las sisas de manga raglán, cómo cerrar los puntos del escote. Pero ella quería un cuello alto, en redondo, tubular, sin costura... Y no sabía dónde tenía la cara, era inoportuna y venía a cualquier hora del día para cualquier chuminada como cogerle un punto escapado o quitarle alguna que otra equivocación. Una vez las piezas acabadas había que armar el puzzle. Y eso indudablemente me tocaría a mí. Desde luego, llevó costura el cuello. Me habría costado verla algunos días, muchos, enseñarle cómo hacer el punto tubular o usar las agujas redondas... No hubiera soportado más incordios y no dudéis de que tengo muchísima paciencia.

-Anda, cósemelo tú que lo haces en nada, vaya a ser que lo eche a perder. El punto tenía viso y las piezas parecía que hubieran estado metidas en el culo de Bitoque, eran torciones que necesitaban darles una mano de plancha. La condescendiente Mariví  se llevó las piezas a casa, las emparejó como pudo, cosió y dio forma a aquel quinteto que parecía haber estado en la guerra. Se lo llevé con un lustre irreconocible. La mujer lo agradeció y se fue. Días más tarde lo llevaba su hija puesto y estaba hablando con una amiga sin advertir que yo estaba justo detrás. Mientras la señora se deshacía en alabanzas a su trabajo, agudicé el oído. Y cual sería mi sorpresa que, dándose un pisto que no le correspondía, mi nombre ni mi tienda aparecieron en ningún momento de la conversación. Esperé a que se despidieran y, dándole la cara le dije: Con la ayuda del vecino mató mi padre un cochino. Y que, si tenía que hacer otra prenda, iba lista. Ni una bufanda siquiera tejida toda del derecho...

Hubo un antes y un después de aquel día. Empecé a poner precio a todo lo que requería de mis habilidades y me fue mejor, mucho mejor. Hasta a la propia familia le puse delante la minuta y mis condiciones. Así que muestro en comunidad mis habilidades para poder vivir de ellas. El problema está en que, por mucho arte que tengas, no dejarás de ser una “artesana” para la élite “artista” por lo que mis capacidades y aptitudes, mi experiencia y  soltura, las cualidades de mis manos por tanta práctica, la destreza adquirida y el tiempo invertido en ello dan como resultado las pocas o muchas cualidades que tengo y las que me quedan por aprender todavía pero nunc me llamarán artista.
Por eso, mejor revierto en mí y en los míos lo que sé hacer, lo regalo a los amigos cuando quiero o cobro por ello. Cobrando, cundo me lo encargan, me quedo tan tranquila. Lo malo es la envidia que genera a los que no suelen dar nada, lo que abruma a los que, para hacer lo que hago en un plis plas, o sea, en un santiamén, se rodean de una parafernalia que llaman arte y yo lo llamo aprovechar el tiempo en la belleza. Ellos se autoproclaman artistas. Yo no sé si lo soy pero, desde luego, soy una superviviente.  


Desde El Garitón, bajo una espuerta de pétalos, Mariví Verdú


*Muñecos de la colección de Mario Bross que hice a mi Dani.
*Zapatitos que hice a mi Emma

De superviviente y mañas, de eso irá la crónica de mañana. Hasta entonces.

miércoles, 13 de mayo de 2020

LA POBREZA, por Mariví Verdú

Si algo he aprendido en estos sesenta y dos días de encierro es a darle tiempo al tiempo, a tener paciencia. Y a darme cuenta de la calidad de los amigos que tengo. 

Llevo varios días dándole vueltas a la cabeza sobre la palabra pobreza. Tres sílabas que contienen mundos, universos completos. La palabra pobreza encierra más misterios que la trinidad y tiene enjundia y filosofía para dedicarle  atención y  tiempo. Me acuerdo a menudo de un refrán que decía mi queridísima abuela Victoria y que yo nunca he olvidado. A pesar de que la frase dice literalmente: “Quien pierde un amigo pobre, pierde una poca mierda”, así de simple y llanamente, no llegué a asimilarla cuando joven, sacándola siempre de contexto y haciendo de ese "pobre" el motivo de muchas cavilaciones, sujetándolo a otras lecturas. Me negaba a admitir que una mujer con la sabiduría de mi abuela, mujer que tanto luchó y trabajó en su vida, que tenía un fondo tan cristiano y que, además de inteligente, era pobre, podía poner en su boca tal dicho. Me ha costado muchas neuronas y algunas lágrimas la reflexión que a continuación expongo.

La palabra “pobre” es un adjetivo o nombre común que significa persona que no tiene lo necesario para vivir o que lo tiene con escasez. O que es en sí escaso. Yo sé que por ser pobre nadie merece el desprecio ni l descalificación, más bien necesita de tu solidaridad y de algo que debería ser antes, en primer lugar, y que se llama justicia. Ésta comienza por la educación, libre y obligatoria. Sí, no me contradigo, he dicho libre y obligatoria: libre, sin adoctrinamientos, y obligatoria porque un niño no debiera hacer otra cosa que formarse para poder decidir más tarde su futuro, para poder elegir. Y gratuita, porque el estado debe brindar a todos una enseñanza pública para tener igualdad de oportunidades y crear futuro. Eso sin olvidar lo que es obvio: el ejemplo, el calor y el apoyo familiar, la educación comienza en la propia familia.

Intentar averiguar qué se escondía detrás aquella frase me llevó a buscarle los tres pies al gato. La clave debía de aparecer entre líneas, tenía que ser mucho más profundo el sentimiento que encerraban nueve palabras. Busqué entre sus sinónimos, a ver si daba pistas en una segunda lectura... indigente, menesteroso, pordiosero, mendigo. Todas me dolían en el corazón y dudo que a mi abuela, de quien he heredado tantas cosas, no les doliera en el suyo.  Mucho más triste con las de infortunado, necesitado, desgraciado, desamparado, humilde... ¿desde cuándo perder un amigo, por humilde que éste fuera, es intrascendente? Y así fui viendo uno a uno los sinónimos hasta que llegué a las palabras bajo, carente, falto, escaso, corto, exiguo, mísero y miserable. Si las de antes eran palabras tristes, éstas eran palabras serias y me producían más tristeza todavía.

Y es que la calidad del pobre está en su pobreza. La pobreza puede tener más de un origen y más de una consecuencia. Si la pobreza es material, cosa que nuestras sociedad no debería de admitir porque es claro síntoma de injusticia social-, aunque sea dura de soportar para el que le toca, se puede paliar. Pero ay si la pobreza es del espíritu, ay si es de corazón y sentimientos. Porque hay muchas cosas necesarias para vivir y siendo pobre de recursos se vuelve complicado, pero si lo que falta es la calidad de los valores, esos que no están en el bolsillo, nada puede insuflar nobleza al ánimo ni facultarle para ser magnánimo, algo que tanto dignifica a los seres humanos. Y creo que iban por ahí los tiros. A lo que se refería mi abuela era a los pobres amigos, a esos que no comparten ni se alegran, a los envidiosos -que suelen ser inútiles-, esos que no merecen la categoría de serlo y la honra de llamarles amigos.

Nadie en particular es necesario para la vida de nadie pero todos lo somos para todos. Pero hay gentecilla -yo creo que a ella hace referencia mi querida abuela- que apartarlos de tu vida no supone otro trabajo que dejarlos ir. Decirles adiós, lejos de ser un trago amargo, es una bocanada de aire fresco, un alivio para la salud mental. (Hacer el vacío es un poco más cruel que mandarlos a la mismísima mierda.)  Nadie dice adiós por gusto. Y si la amistad era solo de una parte, quedará clara la despedida. Si existiera por ambas partes,  habrá momentos para el alivio de la comprensión, de la disculpa, de subsanar malos entendidos. Y ya veremos luego si ha merecido o no la pena mediar con palabras, poner empeño en la continuidad. Si no lo mereciera, vaya usted con Dios.

Cuando se llega a la austeridad con convencimiento, en soledad, sin ayuda de terapias ni sicólogos, cuando se acuesta una en plena conciencia de no haberle quitado nada a nadie, de no vivir del cuento ni de las pagas sociales inmerecidas, de amasar el pan que te comes, todo se vuelve trascendente menos lo que no lo es y eso se lava una bien y todo se va por el desagüe, siempre con agua, todo con agua, bendita sea el agua.

En un miércoles trece, sin cova de iría y no volverías, desde El Garitón, Mariví Verdú

martes, 12 de mayo de 2020

EL CUCHARERO, por Mariví Verdú

Ayer tocó arreglo de cajones. El aburrimiento, que quiero emplearlo en algo que no sea la tristeza, está empezando a ser bastante triste.  Hoy, a las seis de ésta futura tarde, se cumplirán sesenta y un días de confinamiento. Son muchos días para pensar, para echar de menos, para recapacitar, para poner la casa boca abajo: para volverse loca. Ya no sabe una qué camino tomar, qué rincón sacar, qué esquina doblar, qué arreglo darle a la casa para encontrar el tiempo en ese mismo momento en que lo dejé, cuando la rutina marcaba dos meses atrás mi perfecto presente, despertar a Emma cinco días y disfrutar unas horas del fin de semana con Dani haciendo de cada minuto siete días completos. Esta sensación de querer darle marcha atrás el tiempo adonde estaba mi vida la he tenido muy pocas veces, poquísimas. Me caben en una mano. La mano con la que escribo.

Comencé el zafarrancho por la salita. Mi salita es un cuarto soleado al atardecer adonde hago gran parte de la vida. Luce en su puerta un letrero de cerámica que dice: “Comedor” pero sirve para muchas más cosas. Saqué el contenido del primer cajón de la gaveta, de los cuatro que tiene. Contenía libros de instrucciones, muchos, pero no encontré ninguno que me dijera como tragarme la tarde de un buche. Llevo guardando folletos de los diferentes aparatos que he tenido en mi vida. Hace unos años, aquel invierno en el que estuve tan malita, recuerdo que tiré muchos de ellos, los que no eran más que eso, manuales de uso, pero no me deshice de los que tenían alguna connotación sentimental. Todavía conservo los de un equipo de música que tuvimos cuando fui casada. Y de golpe me vinieron a la cabeza una avalancha de recuerdos que no pude canalizar. Tampoco pude tirarlos a la basura. Hay unos versos de Serrat, de su canción “En nuestra casa” , que me traducen: En nuestra casa/ no soy más que una sombra/ que no tiene ilusiones./ De golpe me hice viejo, hablo con el espejo/ y no abro los cajones/ por no encontrar recuerdos...

Frente a la renuncia de seguir abriendo los cajones, me rebelé y los saqué todos. El segundo contenía cintas de casete. Vidas grabadas, tardes de poemas, reuniones flamencas históricas, momentos irrepetibles conservados en un soporte que ya no se encuentra forma de reproducirlos, que están en desuso y que a nadie interesa... Vuelvo a dudar si seguir con el empeño de poner orden pero ¿qué orden? No hay más orden que el olvido y yo no admito órdenes. Aferrada al pasado no se puede vivir pero sin él no sería nada más que un saco de sebo y huesos deformados confinados a la soledad y a un futuro con mascarilla y sin abrazos. Yo soy mi resultado y mi futuro, soy un cajón de sastre donde la vida y la muerte dejaron su cinta de medir, su jaboncillo para marcar, su hilo de zurcir y sus agujas que lo mismo pinchan que remiendan. Y un dedal.

Todo los recuerdos que fui sacando iban a una caja, en su lugar compuse el cajón con las mantelerías redondas, las propias para la mesa donde como. Las puse cerquita, previendo el futuro y evitando los pasos demás. Y así, uno por uno, arreglé los cuatro cajones de la gaveta que tengo debajo de la televisión: saqué móviles y atrapasueños rotos que estaban en la cuna de mi nieto, bombillas esperando lucir un día, más cintas de casete, remates de las cortinas, todo fue afuera, reorganizado o tirado si no encontraba el modo para su reciclado. Y de nuevo se agolpa la tristeza. Pienso ¿Encontraré algo cuando vuelva a buscarlo? Ya nada está en su sitio. Todo es una improvisación del desencanto.

Desde el cuarto huí a la cocina. Y empecé por las puertas del fregadero... Paños viejos de cocina los eché para limpiar los pinceles; platos despostillados, a la basura; táperes y recipientes sin tapadera, para el aceite de linaza y el disolvente; tapaderas que no taparán nada en el futuro, para pintar sobre ellas o utilizarlas como paletas. Los estropajos nuevos, repuesto de fregona y bayetas, todo lo dejé organizado y todo lo hice sin pensar. Por eso pude. Mejor dicho, lo hice soñando con pintar de nuevo sobre el caballete. Pintar con óleo requiere un buen espacio y lo tengo. Mi taller es el garaje habilitado pero es frío y espero el buen tiempo. Mientras tanto pinto con acuarelas porque puedo hacerlo en casa. Y seguí en la cocina. Días atrás ya dejé ordenados el verdulero y los cajones de la mesa tocinera. Ahora le tocaba a la cajonera. Nada más que abrir el primer cajón, saqué todo el contenido de mi cucharero: cubertería, abridores, peladores y sacacorazones. No sé por qué motivo se van depositando tantas cosas en ellos, desde tapones y  válvulas hasta cucharas de helado y dosificadores, varillas de montar, majas del almirez... Muchas cosas, demasiadas cosas.

No recuerdo en qué momento empezó a formar parte de mi vida este viejo cucharero de madera pero vive conmigo desde hace tantísimos años. He perdido la cuenta. Sin embargo, como nunca llegué a tirar el que había sido de mi madre, el celeste que también fuera mío, lo he puesto en su lugar. Ahora tengo dos y los dos ordenados, juntos, útiles, supervivientes a nosotras mismas.

Desde tu casa que es la mía, a mi madre. 
Y a Cristina por su cumpleaños cariñosamente, Mariví Verdú

domingo, 3 de mayo de 2020

UN TRISTE EPISTOLARIO, 2006-2020, por Mariví Verdú

Querida madre: hace ya varios meses que nos separaron. Pasó con la mayor naturalidad pero nos dijimos adiós para siempre. Parece mentira lo decisiva que es la muerte, lo rotunda que es su despedida. Vino sin más, como una ola de poder inevitable que vapulea y devuelve a la orilla en un tiempo inconcebiblemente corto, extraño, raro, abandonándote de inmediato en una playa desconocida, solitaria y lejana, como vista en un sueño.  De golpe te encuentras ante la inminente soledad, mansa y rota, bajo un día calmo, sin nubes, sin cielo, sin aire, sin nada. 

Te fuiste sin quererlo, lo sé, te gustaba la tierra y tenías motivos para ello. Aquí tenías la mejor familia, el mejor marido, el mejor hogar y más hospitalario de cuantos existen en este mundo; conociste la guerra y la paz, esa que nunca faltó en tu interior y que derramabas en todos nosotros convertida en ternura; te amaron los hombres y las mujeres que te conocieron y te fue fiel la providencia durante todos los días de tu vida. Tenías el pelo de plata, el más bello de cuantos he conocido, y llevabas todos tus dientes, aunque gastados por el hilo del tiempo, pero eran los tuyos, los mismos que conocí siempre detrás de tu sonrisa. Te he disfrutado cincuenta y tres años de mi vida, mamá, esa vida que te agradezco por encima de cualquier don. Y te fuiste aquella noche de un mayo que amaneció otoñado, entre mis brazos, acunando a la inversa, siendo tú mi niña a tus años y siendo yo tu madre dolorosa. Qué extraña piedad representamos... 

Desde aquellos días en los que la gran tragedia ocupó nuestra razón, la tristeza ha sido una constante. Tu corazón, tan delicado y dulce, no soportó la ausencia de tu sangre más nueva, la de tu nieto primogénito, bellísima criatura que disfrutamos treinta y tres años. Su vida nos fue arrebatada mientras te partía el corazón por la mitad. Veinticuatro días después, muerta ya por la pena, dejó de latir. Me dejaste también tú.  Sabemos las dos que mi razón no entiende nuestra separación definitiva, simplemente la acepta con la conformidad a la que está obligada la raza animal ante el misterio altísimo de la muerte.

Tu alma, madre mía, la que te dejó tan pálida en su huída, sigue estando en todo lo que siento cercano, en mi corazón, paseando por tu jardín y cuidando tus macetas de aspidistra. El sillón, que fue tu cama en los últimos meses de tu estancia en la tierra, lo he dejado en el porche, mirando a la bahía, y me ha servido durante todo el verano para descansar el insomnio que soporta mi duelo. A pesar de todo, la vida continúa alrededor con una majestuosidad que asombra, con tal carencia de piedad que me enloquece, ajena a mi dolor, diciéndome que ella no es de nadie más que del tiempo, su dueño y administrador, y de la naturaleza, imprevisible y antojadiza. La vida no nos pertenece, la vida es. O deja de ser tú.

Mamá, a mí me está costando mucho aferrarme a ella. Tus cosas me ayudan muchísimo, tu recuerdo y tu entereza, aquella que mostrabas ante las  adversidades y que parece haberse venido conmigo después de abandonarte. Quiero que sepas que dsifruto todo lo que fue tuyo, lo conservo y así lo haré hasta que pueda y lo permita mi salud. Porque tal vez tu vida continúe en la mía y la mía no sea otra que la de mi hijo, mi nieto y cantar todo el amor que cabe en la palabra que te nombra: madre.

A mi madre. Y a Cristina.

* Victoria González Sánchez (14/2/1921  +28/5/2006). La foto está fechada el 15 de enero de 1947.

viernes, 1 de mayo de 2020

EL DISCURSO DE LAS PIEDRAS III, por Mariví Verdú

Pasaron largo rato golpeando una piedra con otra mientras se iban turnaron los dos en una serie incansable de intentos. Saltaban chispas de oro que desprendían un fuerte olor a azufre y yerro hasta que, al fin, ocurrió. Se ve que tuvo que pasar en aquel preciso momento, cuando ella, la hembra, percutía con energía sus apreciadas piedras. Tanto empeño hizo que alguna de aquellas chispas prendiera la parda maraña del hongo yesquero. Con asombro de ambos y mientras salía un humo parecido a la niebla que a veces rodeaba mi entorno, la alimentaron con su aliento a la par que observé cómo aquella bolina se convertía en llama. ¡Oh rayo de luz contenido entre sus manos! ¡Oh incipiente estrella! ¡Qué momento singular y milagroso!

    Pasaron la llama de inmediato al nido que habían formado con la broza y, cuando ésta ardía, le fueron echando ramitas secas y astillas, arrimando troncos hasta que  se prendieron en llamaradas grandes pasando que pasaron a la madera produciendo una hermosa hoguera.  Hasta mí llegaba aquel rescoldo que calentaba mi frialdad de piedra y me producía un inmenso placer. Y, emocionado,  lloré. El fuego había sido creado.

    Los años corrían. Luego vinieron tantos inventos, desde la rueda a los aviones. Después  vinieron tanta otras cosas... Ha pasado el tiempo desde entonces. A mí me parece poco, sin embargo, para la cuenta de los hombres han pasado muchos miles de años. Aquel suceso que ocurriera a mis pies aceleró el avance de la raza humana impulsando grandísimos cambios en nuestro mundo. Desde aquel día de invierno donde el fuego tanto se agradeció hasta el día en que os escribo mi historia, en el que dicen los hombres que estamos, a los albores del Siglo XXI,  la tierra, que estuvo intacta durante millones de años, es ahora irreconocible. A pesar de los progresos conseguidos, a veces es patética, injusta y rara. Cuando no catastrófica... Todo va muy de prisa hasta para mis ojos de piedra: los seres humanos han dejado el planeta sin primavera y es difícil que venga a visitarme mi prima la lluvia. El sol es abrasador ahora, peligrosísimo, dicen que han roto la capa del cielo que nos protegía de sus rayos y pueden entrar libremente. Todo por culpa de la contaminación que han producido sin medida y que es irreversible. Talaron los hermosos bosques que nos regalaban el preciado oxígeno y nadie quiere esperar que vengan las estaciones con sus frutos, todos quieren de todo y enseguida acabando de ese modo con la paciencia de la naturaleza.

    Y yo seguía allí, viéndolo todo desde los pies del Torcal, junto a la Fuente de la Teja. Una mañana de primavera apareció una nueva pareja de humanos en mi vida. Venían montados en uno de aquellos artilugios mecánicos que corría sobre dos ruedas y que llamaban moto. Ambos traían el rostro tapado con un casco que no me permitía ver las facciones del rostro. Pararon delante de la fuente, como siglos atrás, y bajaron del vehículo. No sé qué les trajo hasta allí. Se quitaron las máscaras y se besaron. Estuvieron un buen rato cogidos de la mano, observando el paisaje, mirando al cielo... Se ve que tenían sed y fueron al pilón. Bebieron haciendo un cuenco con sus manos y se lavaron luego la cara en el claro e incesante chorro. Ella sacó una botellita que llenó y se guardó en su chubasquero y, dirigiendo sus ojos en torno mío, se fijó en mí y me estuvo observando. No sé qué pensamientos le pasaban por su cabeza. Su pelo me recordaba al de la mujer que tuvo el fuego en sus manos. Se acercó y me cogió con ternura. Intentó meterme en su otro bolsillo pero yo no cabía allí y me metió en una caja que estaba dispuesta detrás de su asiento. Cuando me sacó ya estaba en otro lugar. Desde aquel día vivo en su jardín, junto a ella no paso tanto frío y me siguen abrazando mis montes azules y malvas. Como a diez leguas diviso mi Sierra del Torcal enfrente,  aquella de la que formé parte antes de estar cerca del Jabalcuza y ser piedra de recuerdos. A veces, alguna lagartija tomo el sol en mi lomo. El otro día vino a verme un camaleón y siempre tengo cerca a los mirlos, a las palomas y a todos los pajarillos que vienen a beber de una fuente con silueta de niño que tengo entre mi madre y yo. Las mariposas sienten una especial ternura por mi espalda y escucho el zumbido de las abejas que liban la flor de la yedra por encima de mí.  Vivo tranquila bajo el jazmín y me siento en paz. Cada mañana se tumba a mi lado una gata que duerme entre medallones de sol y la sombra que nos presta la madreselva entrometida madreselva. A mi derecha tengo un limonero y unos arriates de violetas y no son esos los únicos privilegios que tengo: soy querida y cada vez que quiero miro el mar.  FIN
 

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...