jueves, 21 de julio de 2022

VARIACIONES SOBRE EL AMANECER. EL FUEGO, por Mariví Verdú

Son las cinco y veintisiete minutos de la mañana. Hace casi dos horas que ando despierta. Hace mucho calor y es complicado retomar el sueño después del primer tirón. He dudado si meterme en la cocina o en el escritorio y me he decidido por lo primero. He preparado un menú de celebración al uso y costumbre familiar, una forma de dar gracias por la vida, esa que siempre pende de un hilo finísimo y que a veces me posee en su forma espiral, helicoidal diría yo, y se convierte en filamento iluminándome días y noches con una intensidad difícil de describir. Debe ser porque valoro la vida como el más alto don, básico, necesario, imprescindible para que puedan darse todos los demás que conforman el amplísimo espectro de valores que nos diferencia de lo muerto. Sí, desde el viernes no he parado de celebrar la vida aunque confieso que no he dejado de hacerlo cada amanecer desde que tengo uso de razón.

Una vez el guiso acabado y el olor del Pedro Ximenez Santopitar y las pasas de Málaga inundando mi remozada cocina, tiro para el escritorio. Necesito escribir. Durante estos últimos tiempos, quienes tienen a sus espaldas casi setenta años como yo, hemos tenido ocasión de ver cómo fluctúa nuestra vida sobre este mar de acontecimientos de los que somos a su vez causa, consecuencia y víctima en un delirio constante. Sabía desde hace años que tanto depender, comprar y tirar para volver a la rueda maldita del consumismo nos pasaría factura. Y así es. Hay un ficticio estado de bienestar que tiene mucho que ver con la insensatez. Nadie puede ser feliz constantemente si no es tonto del culo. Ocurre algo similar a lo que pasa con la televisión: no se se pueden dar veinticuatro horas seguidas de programación excelente por lo que llega un momento que hay que meter ruletas y salsas rosas para poderse estirar en el tiempo y darle carnaza a los colgados del medio. Y esto es así y no es de otra manera. Pero nada pasa sin efecto mariposa.

Comer en todas las temporadas tomates clonicos e insípidos y pimientos rectos, dibujados y sin semillas, comer sandías y melones sin pepitas -o con ellas pero vanas, estériles a propósito- es una sinrazón. Negar la temporalidad de las cosas es ir en contra de la naturaleza y contra ella no se puede porque con dos coletazos nos manda a hacer puñetas. Algo así está pasando y nos echará de este paraíso porque le estorbamos, la queremos moldear, cambiar su curso, esquilmarla,  pero no nos dejará, podemos estar seguros.   

Esta temporada arde España y con ella medio mundo. El cambio climático aderezado con la imprudencia humana y su característica mala leche nos está pasando factura.  Desde las ventanas abiertas obligatoriamente por el calor sofocante, me llega un triste olor a tierra quemada, a naturaleza oscura, a eso que dice mi hijo le cuesta quitarse del uniforme y de su pituitaria. Desde el pasado viernes he asistido en primera línea al incendio de Mijas. Aunque decimos siempre el lugar de origen, las fronteras no existen en el monte: los pinos de Mijas son hermanos de los de Alhaurín de la Torre y estos a su vez lo son de los de Alhaurín el Grande. Para eso debería estar el hombre, para crear cortafuegos, meter sus cabras a pastar y desbrozar con naturalidad la abandonada zona forestal de nuestros entornos. Con mi casa en peligro de ser pasto de las llamas -como otras muchas en este verano insaciable- he vivido un horror como el que vivió por su profesión mi Pedro en Zamora, como el que se está viviendo en Castilla y León, Galicia, Aragón, Cataluña, Canarias o Extremadura y  amenaza con dejar desolado nuestro paisaje y sin pulmones nuestro campo. El fuego arrasa con todo a su paso y solo deja una estela negra y gris donde antes hubieran verdes latidos de la vida. Los mayores como yo no volveremos a ver el monte como estaba antes del incendio, no lo volveremos a ver derrochando belleza. Tanta muerte no tiene justificación.

Cada minuto del incendio lo he vivido con una intensidad asombrosa. Miedo, impotencia, rabia y desasosiego pero queriendo mirar siempre lo bueno que nos habita: la solidaridad, la empatía, el respeto al prójimo, la profesionalidad de quienes tienen en sus manos nuestra salvación y los medios de los que disponemos para ello: desde un móvil para expresar nuestra disponibilidad y afecto, hasta el helicóptero más efectivo para derramarnos ese agua bendita que apaga los fuegos del mundo. Nuestra bondad aflora en momentos como estos. Mi hijo me cuenta que después de algunas de sus intervenciones en desastres naturales, a la salida de sus retenes y efectivos, los despiden con aplausos. Yo aplaudo desde aquí a todos los corazones buenos de los que dependemos cuando los malos corazones actúan sin saber que aquí nos la jugamos todos, de esta redondez maravillosa llamada Tierra no se escapa nadie y el daño causado siempre será  devuelto con un búmeran de justicia.

Hoy, después de esta triste experiencia, quiero sentirme afortunada. En primer lugar por la nobleza de mi descendencia, por ese corazón puro y entregado que lleva parte de mi sangre; en segundo lugar por esta alegría interior que me anima a levantarme cada mañana como recién nacida, que me hace apreciar la vida minuto a minuto y vivirla con intensidad. Los años otorgan perspectiva y generosidad. Sé que, a pesar de haber sido pobre, soy rica; a pesar de haberme sentido casi desgraciada, tan triste tantas veces, me siento plena y llena de esperanza. Será cosa de los años pero así es cada día de mi vida, por una u otra causa, porque pienso y existo. Y en esta ocasión porque me siento más ave fénix que nunca.

Desde El Garitón, donde vuelve a dorarse el camino con racimos de moscatel


Mariví Verdú

A mi hijo y a cuantos profesionales ponen su vida en peligro para salvar la nuestra, con admiración, cariño y agradecimiento.

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