viernes, 12 de febrero de 2021

A MI MADRE EN SU CENTENARIO, por Mariví Verdú

Victoria González Sánchez nace el 12 de febrero de 1921 en Málaga, en el Palodú (Huelin) y fue la cuarta hija de seis hermanos. Su madre, Victoria Sánchez Martín, era de Benalmádena y su padre, José González González de Los Montes de Málaga. Contaba de su niñez recordando con nostalgia la Miga de Doña Micaela... Y que estuvo también en el Colegio de los Curas hasta los ocho años. Para seguir estudiando, cogía los libros de su hermano Antonio, los del grado preparatorio y leía mucho, todo lo que le llegaba a las manos, como el periódico La Unión Mercantil que, a veces, compraba su padre. José era un amante de la música y fue autodidacta en el aprendizaje del toque de la guitarra. Victoria le escuchaba tocar acompañándose por malagueñas y tarantas y por todo lo que gustaba por aquella época. De él heredó la afición al flamenco y, de oír la radio, a la copla. Desde niña y acompañada de un fino oído y de una buena voz, cantaba en bodas y bautizos, y, según dicen quienes la oyeron, lo hacía muy requetebien. Su hermano Gabriel también cantaba flamenco con un gusto exquisito. Así lo constatan José Luque, Paco Padilla, Pepe Cueto, Pepe de Cañete, Manolo Jiménez, Manuel Fernández Maldonado y la totalidad de los socios de la Peña Juan Breva que le conocieron.

Victoria cuenta cómo fue su encuentro con la Fiesta de Verdiales. Ocurrió en casa de su tío-abuelo Manuel González Pérez, violinero, que vivía en Los Chichuces, allá por el Partido de Jotrón, y se quedó maravillada. Se le hizo tan corta la tarde y la noche que les amaneció al raso envueltos en música y estrellas, mientras sangraban las manos de los platilleros y los nudillos del panderero. Contaba que fueron con sus hermanos María y Gabriel y dos amigas de la familia y que salieron de Málaga con una cacerola de pescado frito para los parientes del monte para los que resultaba un escaso manjar y el tío-abuelo guisó una gallina para los llegados del mar. Fueron en el coche de San Fernando y así volvieron, andando, sin haber dormido siquiera, bajando desde el Pantano del Agujero todavía en trance por ese soniquete que ya la acompañó durante toda su vida. Eran sus raíces, las de su familia paterna, todo un hallazgo.

Amante de todas las manifestaciones artísticas, Victoria fue una gran creadora de las formas, del más puro naif, del bordado. El primer trabajo que le quisieron comprar fue en la antigua mercería “La aguja de oro” de calle Nueva donde fue a consultar precio de su labor. Allí le dijeron que no lo tenía, que su trabajo no estaba pagado con dinero. Para un regalo muy merecido sí pero, para venderlo, resultaba incalculable. Y así lo hizo: lo regaló. Y eso es lo que ha hecho toda su vida: regalar. Regalar kilómetros de arte, dibujos originales -como ella decía: sacados de su cabeza-. Sus belenes de crochet, por los que recibió un premio; mantones bordados, colchas, tapicerías, paños, cuadros donde utiliza, aparte de la técnica del bordado, chinitos de la playa recogidos por ella y por su Ángel del Balcón de Europa -eran sus preferidos- en una especie de collages bellísimos. Adán y Eva, El Marinero, La Novia del Marinero, Calle Pacífico, La Virgen de los Dolores, Cristo y sus Espinas, etc. Sus obras han sido admiradas por artistas que la han valorado y no han escatimado en elogios: Díaz Oliva. Antonio Ayuso, Rafael Alvarado, Paco Chaves, Guillermo Aguilera, Juan Miguel González y tantos otros a quienes abrió la puerta de su casa ya que, de otra manera y hasta hoy, su obra ha estado oculta.

Podría estar escribiendo de ella sesenta y siete años y medio más nueve meses y no acabaría de decir sus bondades para con los suyos, en particular con mis hijos, nietos a quienes le regaló su tiempo más preciado. Tuve en ella una madre y una confesora que siempre absolvía mis pecados. Cuando alguien dice que me parezco a ella no saben el honor que me supone.

Amante de las flores, enamorada de las violetas, murió con el corazón partido el 24 de mayo de 2006 y el deseo consumado de volver a su casa de Alhaurín de la Torre, este lugar desde donde escribo agradecida en el centenario de su nacimiento.

El Garitón, a 12 de febrero de 2021


*En la segunda foto, tomada en la entrada principal de la Fábrica del Tabaco de Málaga, aparecen dos de sus más íntimas y queridas amigas: Julia y Mercedes Tuderini.

miércoles, 10 de febrero de 2021

CONFINAMIENTO, por Mariví Verdú

Hace muchos días que no dejo salir al corazón. Está triste, cansado, podría decir que abatido y tengo miedo por él, vaya a ser que tropiece y se caiga. Está torpecillo y se ha vuelto hipocondríaco. A veces se pone a reinar en nuestra vejez y quiere salírseme del pecho. Ambos estamos demasiado gastados y aburridos y nos tratamos como a papel mojado. Andamos inmersos en unas soledades donde el silencio campa del monte a la bahía llenándolo todo de pájaros y murmullos de hojas al viento. Hablamos muy poco, casi nada. Venimos de vuelta con todo ya dicho, como diría Juan Ramón. De niño, mi corazón volaba muchísimo y reía, reía por todo, aunque en el fondo siempre tuvo previsto un depósito de llanto. Y estaba dispuesto de tal forma que cualquiera encontraba cobijo dentro, desde el perro a la libélula, pasando por el humano y lo divino. Fueron pocos los que lo trataron con cariño y menos los que lo hicieron con respeto. Por él pasó toda una caterva que fue menoscabando sus débiles paredes mientras la razón, con su bayeta limpia, iba sacando lustre hasta conseguir el estado actual de transparencia. 

Mi pobre corazón lleva recluido dos terceras partes de mi vida y eso empieza a ser demasiado tiempo. Porque no empezó el pasado año por el confinamiento impuesto, no. El primer encierro ocurrió allá por el año setenta y siete, cuando el desamor me dividió en tres, en un destierro forzado y forzoso. Ay, aquella primera vez en la que abandonamos la isla pitiusa como tres almas en pena dejando atrás el barrio de las higueras y su playa repleta de lagartijas al sol. Ay, mi terraza grande con la ropa de los cuatro tendida frente al mar... 


No sumábamos más que veintinueve años entre los tres cuando regresé sin manos, mejor dicho, con ellas ocupadas: un hijo en mi izquierda, montado al cuadril, y el otro enganchado a mi diestra, caminando, porque no podía con los dos a cuestas. Ahí fue cuando vino la soledad a vivir con nosotros, bajo aquel trozo de aire que fue nuestra casa más de veinticinco años. Pagar aquel pedazo de nada me supuso un tercio hipotecado de vida. Todo a cambio de que ellos tuvieran su dormitorio, su techo, su hogar. Y nuestra independencia. Teníamos una alacena, siempre por llenar, y un salón lleno de amigos a los que milagrosamente daba de merendar muchas tardes. Mi corazón, por entonces, me engañaba mucho. Vivíamos en batalla constante sin entendernos, siempre sacrificándolo, amortajándolo o firmando el eterno armisticio. 

Tenía cincuenta y tres años cuando aquella muerte mía nos partió. Entonces, se paró el tiempo a nuestro alrededor. Las agujas del reloj se volvieron locas y lo mismo corrían hacia la derecha desmesuradamente que giraban hacia atrás como cangrejos poseídos y me pasaban por delante en un asalto a la paz y a la cordura. Aquella muerte mató también a mi madre. Y nos quedamos solos mi corazón y yo encima de un monte, pensando en mis otros corazones, ya lejanos, ya muertos. Fue entonces cuando decidí no hacerle caso, tratarlo como a un desconocido, empezar de cero, hacernos amigos -como suele decirse: borrón y cuenta nueva- y el pobre entró en razón y me acogió como se abraza a un desamparado. Ninguno de los dos podíamos vivir sin acoplarnos, sin querernos, sin cuidarnos el uno al otro. Desde entonces nuestro confinamiento fue voluntario y empezamos a vivir como ermitaños los dos, adaptados al ciclo del almendro, como los lirios del patio o las violetas que despliegan su bandera tan malagueña debajo del limonero. Durante estos últimos quince años nos hemos convertido en un cristal limpio por tanta lágrima, en una piedra bajo la lluvia, en verde musgo, en una sola sombra en trance de la más absoluta libertad. 

Desde El Garitón, adaptándome a la voluntad de la rosa de olor, Mariví Verdú.

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...