viernes, 1 de noviembre de 2019

CATÓN Y LA REINA DE SABA, por Mariví Verdú

Había que tener necesidad o urgencia para salir anoche. Abandonar de propia voluntad la paz de mi casa la víspera del Día de los Santos debía responder a un motivo importante, a una ceremonia única o al encuentro con el tiempo. No suelo dejar el paraíso tan fácilmente para adentrarme en el manicomio callejero, ni siquiera si mi destino está en una biblioteca, llámese Manuel Altolaguirre o Miguel de Cervantes. Pues lo hice. A sabiendas de lo que me podía encontrar, lo hice. Y fue ayer, que para los idos era un día de colmo. Al subir al coche, un Arosa viejo y conocido que, a modo de burbuja, me transporta a los lugares que le pido -cercanos y sin cuestas, por respeto a sus años- dejé atrás una puesta de sol maravillosa, aterralada, cárdena y roja con toques vangoghnianos que me tentaban a quedarme y  disfrutar de una luna incipiente y su silencio. Pero no le hice caso al ángel de la tarde. Y así salí, convencida de que ahí, en ese atardecer, vivía mi tiempo, tomando, abducida, el camino hacia la querida ciudad cuyo paraíso heredé y del cual dispongo con mi media docena de sentidos.

Llegando a Teatinos, luces azules de la policia, un accidente, un atasco, un colapso sin posible retorno...Y al fin del amargante trayecto de autovía, diviso el viejo barrio, esa bajita y tierna barriada de Carranque que contiene mi aliento juvenil. Rodeé El Fuerte recordando a los viejos amigos que, como yo, tendrán el pelo blanco, o no lo tendrán... no sé dónde están o si se han ido, tal vez vivan perdidos en un mundo de sueños y pesares propio de los apóstatas, de los viejos adoctrinados como yo.  Dejando a mi derecha el Mercado García Grana del 4 de Diciembre vino a mi memoria todo lo que de mí quedó en su aire cuando de niña -hablo de los once, doce y trece años, realizaba la compra  como una auténtica vieja, reconociendo la frescura de los boquerones y sardinas del puesto de Olalla, el aroma del pan cateto de Juanita, los perfumes de la frutería de Los Novios, la calidez de la Huevería Torres y la amplia sonrisa de mi carnicero preferido, en el vértice abierto de la juventud, un tal Pepe que hace unos años todavía tenía un puesto en el Mercado de Bailén...

Aparqué a la derecha del Bar El Dorado, justo donde tenía un jardincito cerrado que nos acogía maravillosamente a los jóvenes de entonces. Me acordé de sus dueños, amigos míos los cuatro, ya jubilados los cinco, y comencé a bajar caminando hacia la Cruz del Humilladero. Recordé a mi último novio y al primero. Y sentí en mi cara un soplo de aire fresco junto a una paz inusitada.

Al doblar hacia Calle Gerona y chocar con los primeros seres humanos de carne y hueso, el aire se enajenó y sentí algo así como un ataque colectivo de no sé bien qué enfermedad pero había niños muertos, madres de blanca palidez sin música y bares rebosando de hombres con los pies tan pequeños como la cabeza. La tristeza se hizo carne con la presencia de una chica de no más de cuarenta años, bolsa de basura en mano, con unas ojeras pintadas sobre las propias, un gorrito de bruja y una impotencia tan horrorosa que Halloween era ella misma: algo sin convicción alguna, sin historia, directa al precipicio y al olvido. Ella era el mundo.

Ir sola y oír a tu alrededor es la misma cosa. Escuché conversaciones de todo tipo, algunas tan poco atractivas que sentí unas terribles ganas de huir del mundo que habitaban estos seres donde resulta que todo me resultaba extraño siendo mío, de todos y único.

Y al fin, la Biblioteca Manuel Altolaguirre. (De las dos que conozco prefiero la de Benalmádena, recibo un trato más campechano.) Y como no quería llegar tarde, me tocó esperar. Tenía muy claro desde que salí de casa que iba por conocer a Pablo. Pablo Bujalance me conmueve, es hijo y hermano de seres queridos, padre de Irene, compañero de Manuela y un escritor fabuloso. Es bastante puro, aquilatado en verdades, brillante en conocimientos, ágil con la intuición. No sabía muy bien cómo era su voz pero me encontré con una voz cálida, con una abrazo cálido y ante un tiempo para la palabra y el pensamiento.

Este encuentro que han dado en llamar Catas Literarias adereza la palabra con taninos, algo así como vino y tinta o verso divino... Empezamos con un paseo por Acinipo, por Ronda la Vieja, entre zarzas y flores, azules y rojos, violáceos en lunares que vistieron a la cubana Dulce María Loynaz de luz y sangre. Pablo nos leyó un fragmento de este poema, “Últimos días de una casa”, un poema que no tiene fin ni cabo, como las mañanas de mayo y que, como ellas, nos da dimensión de lo eterno.

No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días
este extraño silencio:
silencio sin perfiles, sin aristas,
que me penetra como un agua sorda.
Como marea en vilo por la luna,
el silencio me cubre lentamente.

Me siento sumergida en él, pegada
su baba a mis paredes;
y nada puedo hacer para arrancármelo,
para salir a flote y respirar
de nuevo el aire vivo,
lleno de sol, de polen, de zumbidos.

Nadie puede decir
que he sido yo una casa silenciosa;
por el contrario, a muchos muchas veces
rasgué la seda pálida del sueño
-el nocturno capullo en que se envuelven-,
con mi piano crecido en la alta noche,
las risas y los cantos de los jóvenes
y aquella efervescencia de la vida
que ha borbotado siempre en mis ventanas
como en los ojos de
las mujeres enamoradas. (...)


Ya con estos versos podría haberse dado por finalizado el encuentro y las catas y las medias tintas pero había más, muchísimo más: vino en la noche, con voz de Pablo, Antonio Colinas. Más allá de la noche vino Virgilio y su Enéida, el encuentro con el padre mientras la voz se escapaba de su boca y el tiempo no pasaba, permanecía ahí entre los pliegues rosas de la camisa. Y al hilo de este vino de la ruina y la ilusión llegó Luis Rosales y su casa encendida, Chantal Maillard como menguando pero todo lo contrario, iba in crescendo hasta que se hizo un rato de cambio a blanco y en ese pequeño interludio le di un par de besos a Irene y otros dos a Manuela.

Hubiera sido imposible tangir tanto sagrado sin unos sorbos de vino.

Y como de la nada aparecía Ulises de Joyce de manos de Paco García Tortosa, El Rey Lear, de las de Shakespeare,  y la mano izquierda de la oscuridad que nos enseñaba a su autora, Úrsula K. Le Guin. Luego vino más vino y más poesía con Jorge Luis Borges...


¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa
conjunción de los astros, en qué secreto día
que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
y singular idea de inventar la alegría?

Con otoños de oro la inventaron. El vino
fluye rojo a lo largo de las generaciones
como el río del tiempo y en el arduo camino
nos prodiga su música, su fuego y sus leones.

En la noche del júbilo o en la jornada adversa
exalta la alegría o mitiga el espanto
y el ditirambo nuevo que este día le canto

otrora lo cantaron el árabe y el persa.
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.



Y así nos fuimos acercando de puntillas a Frankenstein o el moderno Prometeo para que no se soliviantara Mary Shelley. Y nos dimos otra tregua.

Eso fue antes de que el vino espumoso me llevara a los paseros de mi querido Almachar, un rato antes de que se acabara de llenar el Mediterráneo con agua atlántica y de que mi paisana María Zambrano descubriera el nombre de las nubes dejándome palpitar en un claro del bosque, fue antes cuando fui a darle mi presente a Irene, recuerdos y canciones de Pilar Bugella y de Juan Miguel González del Pino. Le di también un trozo de mi corazón y del de mi abuela Victoria. Y recordé cuando con su edad me presentaron a Chona Madera y cómo todo se queda en el olvido.

Después llegaría el desmadre de Pablo y Albert Camus, no llegaríamos a Ítaka pero andaríamos con Cavafis un buen trecho para acabar suicidándonos con Séneca en un abrazo resbaladizo y largo, metidos todos en la bañera donde habíamos dejado las miasmas de Halloween.

Solo dije tres adioses que eran uno solo. Regresé en una chispa, de un salto estaba en mi coche y de otro en mi Garitón desde donde sueño con volver pero no sé bien si me atreveré algún día. Y aunque todos seamos uno, no todos son Pablo Bujalance.  



Ni Mariví Verdú.

VAGÓN 12 DEL AVE. Crónica de un viaje exprés, por Mariví Verdú

Entrar en la Estación María Zambrano con una maleta y un billete de tren en la mano es salir al encuentro de la vida. Llevo lo imprescindibl...