¿Qué color le pondría a la semana que la definiera en el tiempo y en el espacio, que nos la identificara en este continuo suceder de minutos y horas tan justamente adjudicado y tan de todos?
Debo estar volviéndome una salamanquesa o una mariposa porque ya no soy feliz más que en contacto con la tierra, asimilando mansamente sus ciclos, estremeciéndome bajo la sombra de los álamos -cuyo lenguaje entiendo- o buscando la recacha de una tapia encalada. Me niego rotundamente a seguir los cambios impuestos como la televisión digital, entre otros. Vaya mamarrachada de televisión. Sólo hay que echarle un vistazo a las programaciones ofrecidas en sus distintas cadenas para tener una visión muy cercana a la realidad de lo que tienen en sus seseras los responsables de dirigir este país. Y no sé por qué motivo no se había previsto la supervivencia de las cadenas locales que por lo menos nos hablaban de cosas conocidas y cercanas, cosas que nos incumbían directamente y nos invitaban a la participación.
Recuerdo cuando mi padre -gran amante de los avances tecnológicos- me decía: yo no sé dónde vamos a llegar. Pobre padre mío, qué confianza tenía en el futuro. Y mira adonde hemos llegado. A la mismísima... aunque llegar ahí es una inducción, no una obligación. Yo, en mi libertad, prefiero leer un libro o provocar noticias que tragarme las ajenas. Porque la televisión es la cosa más parecida a la política, un puñado de gente que nos manejan y nos cambian los maravillosos hábitos de vida que teníamos los humanos. Y más los humanos del Sur, los que no necesitamos ver maravillas enlatadas porque las tenemos en directo, ese lugar donde la gente se sentaba a la puerta entre perfumes de jazmín y engarzaba sus flores para hacer biznagas y collares de flores para los rodetes. Un lugar donde el tiempo se ralentizaba hasta que las estrellas y el relente nos obligaban a meter las sillas y destapar la cama. Yo sigo viviendo en él.
El bipartidismo no es bueno. Cuando escucho a alguien decir: a ver si ahora entran estos y están un par de años sin robar y cuando empiecen a hacerlo (algo que generalmente se considera inevitable en la clase política) se cambian otra vez... Y a mí me entra tal desconsuelo que hago como cantara Camarón y recogiera Demófilo: echo una manta en el suelo y me jarto de dormir. Y me levanto temprano para ver las rosas del amanecer.
Porque ese mágico instante no me la quitará nada más que Dios y sus inexplicables decisiones. Mientras tanto sigo siendo una enamorada de ese preciso y precioso instante. Cada día distinto, cada estación cambiante, cada año más melancólico. Y es que los amaneceres de esta mitad de Mayo son del color de estas rosas arriba España, os lo aseguro, y tienen mi juventud escondida en sus altos pétalos. Auroras naranjas, amarillas, claras y perfectas, con un mar de oro y el sol naciendo allá por las Sierras del Este, entre Alcaucín y Sayalonga, en la provincia donde Dios estuvo más tiempo aquel día de la creación para rematar la faena con sus manos.
Desde este Garitón, casa bendita, con el desencanto traducido en rosas, Mariví Verdú
DEL PERIÓDICO DIGITAL EL AGUIJÓN