No hay mejor momento del día que aquel que me permite poner el pie en el suelo después de mi vigilia nocturna, salpicada siempre de sueños y cabezadas, cansada de dar vueltas a todas mis incógnitas y de hacerme promesas de silencio que nunca cumplo. Afortunadamente, la noche acaba siempre en acción de gracias. La primera gracia, por no haber perdido la cabeza a estas alturas de la vida, la segunda, por el privilegio de poder asistir al milagro del amanecer, la tercera, por sentir que mis funciones fisiológicas van tirando de mi y sobrevivo. Podría decirse que mi despertar es un acto puramente egoísta, propio, que no da concesiones ni al amor siquiera, y sería verdad. Lo que pasa es que en todo el proceso no invierto ni cinco minutos porque enseguida me doy cuenta de que solo soy única y exclusiva durante esos pocos momentos, como si en el corto y maravilloso transcurso del amanecer naciera y muriera al mismo tiempo y de mi crisálida solo quedara el camisón de dormir. Unos minutos más tarde, pocos, ni siquiera los ocho que tarde el astro Sol en salir de Santo Pitar, del mar o del filillo de la Serranía de Mijas -según estación del año, comienza mi proceso de multiplicación para dejar allí la mariposa de tristeza que se abandona ante el amanecer.
Y empiezo a ser mi gente, a sentirme los míos, a ser mucho más que yo misma porque yo soy mis vivos y mis muertos. Porque yo soy el mundo, el solitario ser de la creación que tiene miedo al paraíso y a la cruz. Y sé que lo soy porque por mí pasa la tristeza y la alegría en un sístole y diástole vital, crónico, alucinante y adictivo que me lleva hasta las fronteras de la locura. Que me lleva a escribir y a pintar las piedras de colores. A sembrar cilantro y yerbabuena. A ser niña y olivo, flor de almendro.
Desde este querido Garitón mío donde la vida pasa y queda, Mariví Verdú.
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