sábado, 7 de septiembre de 2019

MARIPOSA DE TRISTEZA, por Mariví Verdú


No hay mejor momento del día que aquel que me permite poner el pie en el suelo después de mi vigilia nocturna, salpicada siempre de sueños y cabezadas, cansada de dar vueltas a todas mis incógnitas y de hacerme promesas de silencio que nunca cumplo. Afortunadamente, la noche acaba siempre en acción de gracias. La primera gracia, por no haber perdido la cabeza a estas alturas de la vida, la segunda, por el privilegio de poder asistir al milagro del amanecer, la tercera, por sentir que mis funciones fisiológicas van tirando de mi y sobrevivo. Podría decirse que mi despertar es un acto puramente egoísta, propio, que no da concesiones ni al amor siquiera, y sería verdad. Lo que pasa es que en todo el proceso no invierto ni cinco minutos porque enseguida me doy cuenta de que solo soy única y exclusiva durante esos pocos momentos, como si en el corto y maravilloso transcurso del amanecer naciera y muriera al mismo tiempo y de mi crisálida solo quedara el camisón de dormir. Unos minutos más tarde, pocos, ni siquiera los ocho que tarde el astro Sol en salir de Santo Pitar, del mar o del filillo de la Serranía de Mijas -según estación del año, comienza mi proceso de multiplicación para dejar allí la mariposa de tristeza que se abandona ante el amanecer. 

Y empiezo a ser mi gente, a sentirme los míos, a ser mucho más que yo misma porque yo soy mis vivos y mis muertos. Porque yo soy el mundo, el solitario ser de la creación que tiene miedo al paraíso y a la cruz. Y sé que lo soy porque por mí pasa la tristeza y la alegría en un sístole y diástole vital, crónico, alucinante y adictivo que me lleva hasta las fronteras de la locura. Que me lleva a escribir y a pintar las piedras de colores. A sembrar cilantro y yerbabuena. A ser niña y olivo, flor de almendro.


Desde este querido Garitón mío donde la vida pasa y queda, Mariví Verdú.

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