domingo, 26 de enero de 2020

GACHAS Y ESTRELLAS, por Mariví Verdú

 Esta mañana, cuando no eran las siete aún, me levanté. Suelo ser más madrugadora pero ayer disfruté la Gala de los Goya y me acosté a las dos. Anoche, recordando los dos días de intensa lluvia, lamentando los destrozos que la tormenta Gloria ha dejado a su paso, desgracias que nos hicieron ser los tristes protagonistas de los telediarios, era natural que sintiera alivio viendo también a mi tierra como orgullosa protagonista del cine español. Disfruté mucho con la presencia de los actores malagueños nominados al premio, con Antonio Banderas y Pepa Flores, galardonados, y con Antonio de la Torre, entre otros grandes de la pantalla. Ellos me indujeron al sueño, ese sueño que se logra con la constancia y el trabajo bien hecho. Y como fue una noche de estrellas, dejé la persiana subida viendo, como última ojeada del día, las luces de Málaga y percibiendo la frescura de una tierra harta de agua firmando la paz con la lluvia.

Haber dejado arriba la persiana ha sido un acierto. Hubo nubes claras, estelares, mientras me dormía, como si hubiese bajado la Vía Láctea a acariciarme y darme un beso en la frente. Esta mañana la vista del cielo me ha regalado algunos luceros, lo que me hacía augurar un día en calma. Y así es. La mañana se presenta despejada, como mi cabeza, por lo que no me queda más remedio que disfrutar de este estado de lucidez que me presta el momento.
Cuando encendí el ordenador y me puse delante de una hoja del Pages más blanca que un papel, no sabía qué decir. mi intención era muy distinta de lo que he escrito hasta el momento. No iba a ser sobre la calma, ni sobre la paz, y mucho menos sobre lo que será el tema principal durante un puñado de días: los premios de la Academia del Cine Español. Por eso, he dejado libre el pensamiento y se ha ido donde le ha dado la gana. Tal vez para no abordar lo que me reconcome por dentro, por no hablar de la soledad y de la muerte, esa muerte que ha visitado a Ineke, la hermana de una buenísima amiga mía, Ellen Dijkgraaff, quizás para no hablar de lo que sé: que Ellen lo está pasando mal y que hay muchísima gente pasándolo mal. Yo misma he pasado un fin de semana muy triste, triste porque no puedo perdonar, triste porque hay cosas imperdonables mientras existe la memoria, triste porque me doy cuenta de que soy tan vieja como lo han sido todos los viejos del mundo, triste porque soy humana y la tristeza es el más absoluto síntoma de serlo. Sin embargo, la vida abre paso entre pesadumbres y una llamada me consuela, me alivia del desastre, me sumerge en el mundo que añoro, en el de mi madre, en el de la comprensión y la solidaridad. Muchas gracias, Pepi Navarrete, por recomendarme alegría contra el dolor de corazón, libertad ante las ideas fijas que retuercen el alma. Muchas gracias por hablarme de cosas esenciales, por hacerme ver cuánto valemos y lo sabias que somos, por recordarme aquella comida que hacíamos en familia, cuando las abuelas vivían su protagonismo de abuelas, cuando las madres calentaban a besos las noches de lluvia y el calor de la copa hacía llevaderas las noches de invierno. Mil gracias por recordarme el dulcísimo sabor de las gachas. Y la obligación que traía la lluvia en nuestros tiempos: la de comer migas.


Después de hablar con Pepi -he de decir que antes de acabar ya estaba cogiendo la matalahúva- cogí la sartén y me puse a preparar unas gachas con cuscurrones y miel de la comarca toledana de Belvis de la Jara, miel pura que me trajo mi hijo Pedro cuando estuvo trabajando allí. Me puse una copita de vino de Málaga, me comí con deleite el suculento plato y miré con agradecimiento hacia la Sierra de las Nieves, la vista que me permite la ventana de mi comedor. En un primer plano, los pinos. Todo estaba tranquilo. Mi corazón también. Y abordé la noche con otro entusiasmo. Me puse la mantita eléctrica en los riñones, abrí mi sillón, me eché otra manta de lanita tierna en las piernas y oí cómo, a mis pies, en su camita londinense, mi gata ronroneaba haciendo el carillón de gusto.

Esta mañana hay sol. Las violetas dan un perfume tibio a madre. Los rosales podados y las parras hablan de mi padre, de mi vida. Mi hijo descansa en el lado derecho de mi camino hoy separado por un muro triste, gris, que no impide el ir y venir de mi corazón. Y mi tía María Teresa ha hecho resucitar al jazmín que arrancó el huracán. ¡Milagro!
Yo misma soy un milagro de la naturaleza.


Desde El Garitón, domingo 26 de enero de 2020, bajo un sol templado, Mariví Verdú

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