
Pronto se cumplirán quince años de que comenzara a escribir una serie de cartas a mi madre con las que pretendía ilusamente ir poniéndola al día de lo que acontecía en mi corazón, en mi vida y en esta casa suya que habito desde que se fuera y que me la recuerda a todas horas del día. A ella y a mi padre, porque ambos se quedaron aquí, en cada rincón abierto de este hogar heredado, junto a mí, como lo están las violetas y las parras, como está el jazmín de mi tía María Teresa, como está mi hijo y el pedregal en el que han convertido su reposo. Siempre cerca de mi corazón como el silencio. Fieles y vigilantes como mi gata. A todos mis muertos les escribo cosas que guardo en un archivo al que di en llamar “Un triste epistolario”, un epistolario triste porque no recibo respuesta. A veces me pregunto qué ocurriría si tuviera la dichosa ocasión de ponerme al día con alguno de mis seres queridos pero me resulta, de momento, imposible. Y vaya si lo intento, pero ellos traspasaron ya la barrera de la muerte y yo todavía solo he atravesado la de la locura, esa que ocurre en vida cuando no se deshecha nada, cuando ésta transcurre en un trasiego que va del agotamiento a la frustración por los vericuetos del lápiz y el papel.
(...) Bueno, mamá, muchas cosas han cambiado en nuestro entorno pero no lo esencial. Vaya, que Málaga sigue aquí, tan bella, con achaques de vieja pero con muchísimas cosas nuevas que se van adaptando al paisaje con la misma naturalidad que una se hace a todo. El mundo sigue rodando y Málaga va con él, siempre a contracorriente, como nosotras: una, tú, porque no puedes moverte más que siendo parte viva de la naturaleza que se derrama en violetas, y la otra, yo, que asumiendo la tarea que me ha tocado, vivo aislada, eremita, manteniendo el encierro que requiere la escritura, dejándome llevar con el planeta hasta que se me permita. De momento sigo fiel a mi sombra como tú a la hierbabuena. Confiada en tus cuidos me abandono al destino, madre mía. Abrázalos a todos. Besos de tu hija.
*PD. Mamá, el otro día llamé a tu amiga Mari, la de Dottor, que vive y mantiene su cabeza buena con noventa y tres años. Hablamos de muchas cosas y le he prometido ir a verla. Espero hacerlo pronto, cuando me ponga buena. Sigue viviendo sola, en la vieja casa de la Avenida de la Paloma, porque aún se vale por sí misma. Una bendición. Ah, y felicité al amigo Muñoz Rojas por sus noventa y nueve cumpleaños el pasado 9 de Octubre, ya sabes, Pepe, el poeta de “Las cosas del campo”. Y otra cosa del campo, la jacaranda no ha dado flores, no sé porqué, pero el limonero ha tenido la mejor cosecha de su vida. Está cuajadito. Tu patinillo, con el lunero que no deja de florecer, siempre tiene azahar y huele a gloria. (...)
Sigo escribiendo cartas lo que pasa es que ya tengo demasiada gente querida que ha traspasado la frontera, se me acumula el trabajo y escasea el tiempo. Además, lo voy necesitando para disfrutar de los que tengo vivos, de los que nunca quisiera que me faltaran. El tiempo ya no es maleable como lo fuera cuando joven. El tiempo, ahora, es un cristal finísimo que hiere tanto si se rompe como si se deja perder, así que lo mejor será tratarlo con suma delicadeza y sacarle el máximo partido. A pesar de su escasez, escribiré cartas hasta que llegue la hora de marcharme. Este triste epistolario es necesario para no dormirme.