miércoles, 21 de julio de 2021

ABRELUCES, por Mariví Verdú


Pronto habrán pasado dos meses sin contarle al ficticio folio del ordenador mis confidencias, esas que tienen tanto que ver con inquietudes, alegrías o pesadillas. Sí, hace mucho que no me siento a teclear el corazón. Con lo que mis palabras significan no solo para mí, para muchos otros -ya sean escritores o lectores-. Sin ir más lejos, el pasado lunes -qué fracaso íntimo- vi publicado uno de mis hallazgos para lustrar texto ajeno encabezando su propio fraude. A ver quién llega antes a dejar por escrito sus carencias... Quede claro que no hablo de lectores lectores, para ellos siempre mi agradecimiento, hablo de otra clase de “lectores”, esos que no solo leen entre líneas sino que calcan ideas que, como es obvio, ni aplauden ni valoran hasta que no les ponen debajo su firma. Siempre buscando luces.

No a todos nos está dado el don de oportunidad. Menos aún el de la intuición y mucho menos todavía el de la impronta lúcida, el don de la espontaneidad. Si a estos dos últimos añadimos la dedicación, ahí surge todo. Yo agradezco este don mío: me basta con encender el ordenador y abrir el corazón, es como conectar un cable USB y dejar fluir la sangre entre los dos en un bombear de teclas y letras, ordenarlas como me da la realísima gana y después enviar el resultado lo más lejos que este invento me lo permita. Lo hago en horas en las que la tarifa de la luz es asequible porque ahora madrugar se ha puesto obligatoriamente de moda si no quieres que te sangren las eléctricas en el recibo. A mí no me resulta nada extraño estar a las cinco de la mañana delante del ordenador ni presenciar, agradecida, la salida del sol, esa que no me he perdido en los últimos veinticinco mil días y dió pié y título a mi entrada anterior. 

A poco que deje fluir mis sentimientos, se pone en marcha un laberinto de palabras dormidas, un pasillo verde que me lleva a la memoria y me saca de la rutina, esa que, llegada mi edad, dicen que tanta falta hace. Pues yo no la quiero y además no la necesito. La rutina me repele tanto o más que las tradiciones absurdas, esas que son casi todas las que tienen que ver con un pasado dictatorial y represor. Tampoco me gustan las que se han puesto de moda en democracia, las que, dándoselas de modernas y libres, arrastra a las masas como siempre, eso sí, otro tipo de gente, no tan aleccionada como las de mi quinta pero mucho más vacua de ideas y más loca que los pobrecitos que conformaban la sala 21. De todas las tradiciones mer quedo con las adoraciones al fuego, como en la antiquísima noche de las candelas, tan mediterránea y primitiva, y las pinturas en piedra, como en tiempos paleolíticos. Ni me gustan los santos de madera por la calle ni las carrozas con la gente ostentando libertad, semidesnuda, gritando y con copas en la mano como si sus hígados fuesen prestados. Yo no soy de ninguno de estos mundos, amo la palabra, el estoicismo y a las personas que tienen dos dedos de luces. Dios vive en los almendros y quien no lo vea ahí no podrá verlo en ningún sitio porque no está más que en los almendros. Si acaso, en el tacto de los pétalos de mi rosa malva. Si hubiera que seguir alguna rutina, que sea la del almendro, de la flor de enero a la almendra de agosto. 

Me doy cuenta de que el tiempo es finito y que, como dijera Josep Pla: Dejar algo para mañana es dejarlo para siempre. Sí, el tiempo se acaba, es finito, delgadísimo, como un hilo tensado a punto de quebrarse. Y lo es desde siempre, lo fue desde el principio, solo que la juventud no lo ve y en la madurez no da tiempo a verlo. Sabemos lo que es el tiempo en la niñez y a la hora del ahora, cuando el espejo te refleja la próxima canina, la que serás, la tuya, la que siempre fuiste, esa vieja que creo desconocer y que intuí una noche de otoño, con siete años, cuando me avisaron del pecado del mundo. Llovía aquel día en que me fue insuflada la tristeza. Había un gran charco en el camino de las Esterqueras. El ambiente se biselaba de un gris plateado como el que veo ahora en mis cabellos. Ese día me fue transmitido el dolor del mundo y cargué inevitablemente y hasta hoy con una cruz que contiene la vida entera. Dedicarse a la poesía es poco menos que un calvario. Y dedicarse a llegar el primero, una necedad. Todos vamos al mismo sitio. 



Desde un garitón en obras, con las tomateras de siempre en el huerto, hilando palabras

Mariví Verdú

 

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