lunes, 16 de agosto de 2021

UN MILAGRO TRAS OTRO. WEEKEND ÁGUILAS-PULPÍ (1ª parte), por Mariví Verdú

Hoy, día 15 de agosto de dos mil veintiuno, de regreso a mi rincón preferido, me siento a escribir sobre la hermosura de las cosas vistas en un viaje fugaz de fin de semana a las provincias de Murcia y Almería. En esta última, buscando, en el inhóspito paraje de El Pilar de Jaravía, una ‘mina riquísima’ que alberga un verdadero milagro: la geoda más grande de Europa. En la primera etapa del viaje fui buscando Águilas, ciudad en la que siempre me he sentido muy a gusto, con el único fin de llegarme a su Casa de Cultura. 

Desde que tuve intención de hacer este viaje, albergaba la esperanza de llegar en horas de puertas abiertas a su Biblioteca Municipal y a su Casa de Cultura “Francisco Rabal”. Hace tiempo que tenía ganas de hacerles una visita y era el momento este sábado de agosto. Pero no pudo ser. Podría haber sido pero depender de otros supone adaptarse, llegar tarde la mayor parte de las veces y sufrir una tremenda decepción el resto de ellas. Y ya se sabe que, el que llega tarde, ni oye misa ni come carne. Pero, como tengo la cabeza como un marmolillo, me busqué las mañas para dejar allí mi novela “Hijos de la Vid” y el libro de villancicos “Maytines del Nacimiento”. No hubiese tenido ningún sentido para mí ir a Águilas con el único propósito de bañarme en la Playa de Poniente con un puñado de desconocidos y quedarme tan fresca. Ninguno. Me senté en la Calle Iberia a calmar mi sed, a descansar, a controlar y ordenar mis neuronas que buena falta me hacía y en eso me encontré con una chica amable, nacida en Águilas, hija de malagueños, con casa en Gaucín, casa a la que no ha podido acudir en los dos últimos años a consecuencia del Covid... Hablando en la terraza, me lo comentaba con tristeza. Entramos en conversación con una pareja de Alcantarilla, padres de tres hijos que me mostraron con orgullo la foto de su redrojito, una niña preciosa llamada Martina. Se me pasó el rato amablemente y di gracias por ello. Me sorprendió la bondad del ser humano, la empatía que podemos generar y lo distinta y buena que estaba la tapa de ensaladilla rusa. 

Y como dice el refrán ‘más vale tarde que nunca’, a sabiendas que mi destino había cerrado las puertas, me encaminé por la acera en sombra hasta el centro de Águilas, pasando frente a su Casino que cumplió el pasado año su 150 aniversario. Me senté un rato a compartir con las palomas de la Plaza de España el pan de Alhaurín (la tortilla de papas con cebolletas tiernas de mi huerto, no). Más tarde me hice algunos selfies ante el hermoso desnudo de su Ícaro, ese hijo querido de Dédalo que tanto y tan alto quiso volar para salir del laberinto, que se precipitó al vacío porque sus alas estaban pegadas con cera y el sol las derritió hasta que Mariano González Beltrán las fundiera en bronce y se las colocara en un cuerpo eterno que quedó, para el goce de todos nosotros, en la explanada del muelle, en el precioso puerto de Águilas. Busqué -yo sí que estaba derretida-, la plaza de Asunción Balaguer, esa mujer que supo siempre albergar a Paco y que ya lo hará por toda la eternidad... Enseguida di con ella. Tengo buena orientación y me acordé enseguida. Hace doce años que estuve pero sabía adonde estaba todo. Y volví a emocionarme.  Le pedí a un chico que se disponía a salir en bicicleta que me hiciera la foto que os comparto. Y allí dejé mis libros. A eso fui a Águilas. A eso y a dar rienda suelta a mis emociones. Sé que llegará una mano amorosa que sabrá acoger ni trabajo con el mismo cariño que yo lo deposité en la puerta trasera del edificio cultural. Y me fui yendo despacio, sin pensar en nada, desechando cualquier tontería que se cruzaba por mi frente. Almorcé bajo las nubes blanqueadas del cortijo divino y tomé un cucurucho de chocolate con mis amigas las palomas que demandaban más pan alhaurino. Lo hice con sumo cuidado porque había una mujer que no paraba de barrer, una empleada municipal de la limpieza que iba dejando ante mis ojos, y de todo aquel que los tenga, la plaza escamondada, impecable gracias al manejo de su escoba de palma o de retama (no podría asegurarlo) y de tan encomiable y necesaria labor. Mis palabras solo dan testimonio de tan inusitado esmero. 

Volví sobre mis pasos a la tarde sin querer pensar en otra cosa que no fuera en lo positivo que el día me había proporcionado que no era poco. Y me volví a encontrar con el sol, esta vez de cara y sin cobijo alguno. Pero todo lo di por bien hecho. Aún me queda confianza en los seres humanos y en la bondad natural del mundo. 

Habían dispuesto pernoctar en Puerto Lumbreras. Después de una deliciosa ducha en la 317 y una aparatosa y lenta cena junto a mi amiga y compañera de colegio Carmen Toro, -que me proporcionó el acceso a ésta dichosa excursión- y Pepi Trujillo, agradable compañera de asiento y de habitación-, rumié cada aliento del día, los del cuerpo y los del alma, recordé miradas y palabras, sensaciones y calles paseadas, gente vista, sensaciones percibidas...y me dormí como una niña chica muerta de asombro.
 

 *Acabando estos renglones he hablado con Concha López, Bibliotecaria Municipal de Águilas, quien me confirma que mis libros están en su poder. Los encontró donde los dejé y los tomó en sus manos. Con éste simple acto mi viaje tiene razón de ser. 

Muchas gracias, Concha. No había dudado que llegarían a ti. Te envío un abrazo enorme desde este pequeño rincón del monte malagueño adonde vivo. 

Mariví Verdú.

 (Continuará. Aun me queda el milagro de la Geoda).

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