martes, 28 de junio de 2022

EL PESIMISMO DE LA RAZÓN (VARIACIONES SOBRE EL AMANECER), por Mariví Verdú

Empezar un nuevo día con unas palabras de acción de gracias debería ser lo habitual para alguien tan vitalista como yo, pero no siempre se despierta una tan generosa como el sol y su luz enigmática, malva, verde y naranja hasta ser un rayo de plata que convierte en celestes los cielos oscuros o los llena de algodón, de rosas, de cristal... Doy gracias por haber sobrevivido tantos años al capricho de los dioses, a la fatalidad del destino o al gracioso devenir de la naturaleza, vaya usted a saber. Ayer, como cada día de mi existencia, procuré hacer mi voluntad (ésta que últimamente coincide siempre con mi deber -será cosa de la edad-) haciendo cuanto las horas me permiten, alargándolas, manipulando las manillas y convirtiendo cada minuto en una pequeña eternidad.


Aún siendo tan positiva, me queda lugar para el pesimismo, ese que nace de la razón. La razón, esa rival antagónica del corazón que no se cansa ni abandona nunca, que aún en absoluta embriaguez dice la verdad, esa que nos deja cao sobre el cuadrilátero sin cuerdas de la vida, la que está siempre al aliquindoi de los sentimientos dirigiendo con su  batuta guerrillera hasta la más nimia decisión que salga del pecho, admitiendo sólo lo que pasa por su criba, tan fininísima, tan poco indulgente, tamizando severamente, diseccionando y analizándolo todo como si fuese un laboratorio ajeno y sin descanso, cumplidor. Cruel.

Pero el pesimismo es inevitable. Más aún cuando los ojos siguen mirando desde la infancia a pesar de las vistas cansadas, de las cataratas, ya sean de dureza córnea o niágaras de llanto, ya sean por ceguera de quienes no quieren ver o por miradas oblicuas que miran adonde no duele -una visión hipócrita y fácil-. Cuando los ojos, fieles a una mirada de condición joven  y perpetua, se topan con la apatía, la impotencia y otras ricuras que el tiempo se saca de su chistera, el desencanto surge como la mala yerba. El desencanto es el precursor del pesimismo. Y no digamos cuando la mirada, esa que tanto necesita perderse en lontananza, topa con paredes inanimadas, con desalmados, ineficaces o engreídos, con el abandono y la injusticia que provocan esos seres en los que nos miramos por humanos y nos avergonzamos por divinos. Ahí es cuando el pesimismo se hace presente.  ¿Y qué hacemos si intenta menguar fuerzas, minar espíritus o rompernos en pedazos? Cada cual busque su respuesta. Unos se meterán debajo del ala de la comodidad, otros vivirán vidas ajenas; algunos, muchos, fastidiarán al prójimo; la minoría asumirá con estoicismo la otra cara de la misma moneda; hay quien se aliará con él y convertirá cualquier existencia en algo oscuro, ensombrando todo lo que le rodea; muchos, y me alegro por ellos, pondrán su vida en manos de Dios... ¡qué suerte! Viva la utopía y arriba sus aliados porque, entre ellos, los más ingenuos, piensan en el cielo como segunda estancia, como la oportunidad de hacer lo que aquí han descuidado o echado a perder.


Sí, me levanté a las seis dando gracias por mi vida, porque huele a café, porque tengo conciencia de mi autonomía aunque mis revoluciones sean más lentas. Gracias por haber podido terminar de blanquear mi casa y pintar sus barandas, por tener valor para tirar cosas que creí talismanes -sólo eran objetos que heredé y que mi voluntad sublimó-.   Sí, he hecho un clareo de recuerdos, de papeles inútiles, de chalauras perdidizas. Sí, hoy también daré de mano con el rulo y la brocha. Tal vez sea la última vez que pueda hacer tantísimas cosas. Las ganas duran más que las fuerzas y eso no es pesimismo: es pura realidad. Habrá que ir asumiendo ésta nueva etapa de la vida no sin antes dar las gracias por el tiempo en que pude vivir sin miedo a caerme, con mis fuerzas enteras, con energía y vitalidad.  Qué alegría subir y bajar escaleras cuando respondían las piernas con agilidad. Qué satisfacción haberlo disfrutado hasta ahora, hasta hoy. Sí, gracias, gracias, gracias. Doy las gracias a cuanto ha hecho posible que sea quien soy, a mi sangre y a mi tierra, a mi naturaleza y a mi sinvivir, a mi alegría y a mi salud, a los que me hicieron daño porque me hicieron fuerte, a los que me dieron un abrazo cuando lo necesité porque me dieron fuerzas para creer en la humanidad. Y, cómo no, a mi tristeza, porque como dijera Manuel Machado:

Mi pena es muy rara
porque es una pena que yo no quisiera
que se me quitara.

Espero que la próxima vez que tenga que blanquear la casa dé con un buen profesional, aunque no me rindo y seguiré pintando de azul mis arriates que esos no necesitan escaleras, solo recordar  Chef Chauen, un poco de paciencia y que la vida me siga siendo fiel en la vejez.

Desde El Garitón, oyendo la vida en la placentera voz de los pájaros

Mariví Verdú.

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