lunes, 7 de enero de 2008

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE EN DIGNIDAD: THAT IS THE QUESTION

Es domingo y me he propuesto escribir cada domingo como el que se sienta un rato a hablar con el espejo. O sea, con el corazón en una mano y el miedo en la otra. Yo sé que a ninguno de nosotros nos gusta pensar que somos uno más del infinito espejo, pero así es. Los humanos somos singulares espejitos emplomados de Dios, frágiles, mortales, perseguidos por la propia conciencia, extraños seres descontentos con la vida, y nos diferenciamos del resto del mundo animal sólo por la facultad de llorar y reír y por el don de la palabra.

A veces, como un arco iris que sale por milagro del agua y de la luz, nace la poesía. Es entonces que la palabra se alza como una violeta, perfumándolo todo, bautizándonos el alma con su marea dulce, y nos sentimos dioses. El poeta tiene la misión de acercarnos el espíritu, de entregarnos al hombre que fuimos en tiempos del paraíso. Una vez en él, es tan difícil olvidar el hallazgo como seguir vivo sin llorar su pérdida -¡oh llanto luminoso!-, tan difícil como desaprender lo que nos grabó en el alma el buril de la pena. El poeta es sagrado por traducir al hombre y a Dios a la vez.

Y tal vez sea porque adolezco y gozo del estigma, porque llevo una estrella de David en el pecho, que aborrezco a los que usan la palabra en vano: a los charlatanes, noveleros, reporteros minusválidos intelectuales, rimeros imbéciles y -especialmente y con asco- a unos bocazas tragaldabas y güisqueros, mal llamados políticos (incluyo a sus bufones achanta muis y bufonas “muis lewisnkianas”), seres infames que han perdido a Dios y al hombre. Estos han olvidado el concepto básico de “política”, han dejado de ser ciudadanos, pasando a ser mentirosos compulsivos, cínicos y traficantes de rebaño. No conocen la dignidad ni el respeto y así viven, granjeándose adeptos que, para más INRI, reclutan entre el resto de tarados, o sea, dentro de los primeros aborrecidos que son los mejores candidatos para el título de amigacho. Habría que negarse a que individuos de esta calaña mangoneen y malgasten el dinero público; gente a la que ya nadie les pide consejo sino favores; que no son sabios y fuertes sino poderosos y estúpidos; que no protegen las artes ni les importa otra cosa de ellas que el dinero rápido y el orgasmo inmediato. Todo lo manosean y empercoden. Ellos suben –aunque olvidan la consecuencia inevitable de subir- usando cualquier cosa como escalón: la cabeza de un inocente o el corazón del prójimo. Pero a mí no me engañan. Sólo habría que quitarles los votos, por tanto los medios y las pagas, y dejarlos en cueros…, a ver que hacían con el obligado Hamlet de la vida: ¿Existir o no existir? Ahora, mientras dura el chollo, simplemente les resbala la cuestión. Sólo quieren olla. No tienen vergüenza ni agallas para el harakiri.

Ah, que nadie se dé por aludido, sólo los que se reconozcan.

Estoy en Salamanca y mis palabras vuelan
con el aire de Enero, con las nieves de Béjar…

Echando de menos la falda de mi monte, el Jabalcuza, os deseo salud y suerte, delatorreños.

Mariví Verdú

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