lunes, 28 de julio de 2008

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE DESDE UN ARCO DE PINOS

Cuando llegué a Alhaurín de la Torre por primera vez, hace ya muchos años, era joven y el pueblo muy pequeño y larguillo, casi sin carnes, como yo. Más tarde, cuando corría el año mil novecientos setenta y siete, volví y ya me quedaba a dormir bajo su sombra. Seguíamos flacos pero no por eso andábamos en cueros, ambos poseíamos una buena historia genética, savia y sangre malagueña, y un buen patrimonio, tanto propio como heredado, que nos daba nombre y apellidos.

Mi padre, que fue un ángel, era una hombre casi perfecto. Fue profesional de la electrónica, un trabajador como él sólo, un ferroviario pluriempleado durante toda su vida activa. Ángel compró este trozo de monte, un pedregal con veta de arena dorada, con la intención de disfrutar de él en su jubilación y de acabar aquí sus días, en casa propia, que bien que estuvo toda su vida de prestado. Y a Alhaurín de la Torre vino a parar la familia Verdú González, residencia fija desde 1986. Mis padres salieron los dos desde este monte hacia la vida eterna y aquí reposan sus cenizas, en su falda, un alto paraje desde donde se divisa el mar y La Farola, bajo la hierbabuena y la vid, como consideré que sería el deseo de ambos.

Cuando comencé a frecuentar este pueblo, Alhaurín y yo éramos más que adolescentes, éramos puros, y aunque carecíamos de muchas cosas que hoy, en plena madurez, hemos adquirido, no nos hemos dejado arrebatar todavía la adolescencia, ni la pureza, es nuestra idiosincrasia. Ambos hemos superado faltas de gente que nos querían y a quienes queríamos, hemos sufrido desencantos y dolores, transformaciones de todo tipo, pero también hemos tenido los brazos abiertos a cuanta persona de buena fe haya querido instalarse (en su suelo o en mi corazón).

Desde Mayo de 2006, treinta y ocho años después de la revolución de los claveles, vivo aquí. Alhaurín de la Torre es mi pueblo, adonde trabajo, sueño y muero cada día, desde donde organizo mi vida y mi despedida con toda la paz que el pueblo me regala. Porque las cosas no suceden por casualidad, no, ni tampoco vienen solas, salvo para éstas dos que bien dice el refrán: Casamiento y mortaja, del cielo bajan. Y Alhaurín y yo nos hemos encontrado, maduros, porque estaba escrito. Haberse quedado en otro lugar hubiera sido un error. Habernos quedado estancados, sin evolución ninguna, además, hubiera sido imposible. Los tiempos marchan y nosotros con ellos.

Cuando decidí que Alhaurín de la Torre sería la residencia definitiva para el reposo de mi alma, un refugio para los débiles años que se avecinan, vivía mi madre aún. Ella quería volver a su casa y yo tenía que huir de la mía, un noveno piso, un amplio y soleado trozo de aire que habité con mis hijos, muy cerca del cielo, durante veintiséis años, hasta que una primavera fría mi hijo mayor decidió irse y dejarnos aquí, más solos que la una y con los corazones encogidos. El de mi madre, definitivamente, y el nuestro, sin palabras. Fue entonces cuando el monte alhaurino se me abrió como si hubiese pronunciado la palabra Sésamo y el deseo de mi padre de que no pasara a manos extrañas se cumplió. Volvimos al hogar paterno, a soñar en la baranda, a subir y bajar cuestas sagradas para curtir mi sombra, a la que admiro por seguirme todavía.

A veces siento cómo ellos, que están vivos en mí, en mi recuerdo, también los están en el campo, en los árboles, en las flores., en las mariposillas.. Y en las nubes, buscando figuras, jugando, como solía hacer en mi niñez con mi madre y mi hermana a la puerta de los viejos portales…Este verano están todos mis muertos mucho más que presentes. Porque quiero, porque sus compañías son tan importantes para mí como la de los vivos, a veces más, tanto que estoy recuperando, de unas viejas cintas de casetes, el metal inconfundible de cada uno: la voz. Y les oigo en viejas conversaciones, intrascendentes, como si nada pasara, y escucho cantar a mi tío Gabriel con su sabiduría flamenca, tan hermosa… Hay quien no quiere otra cosa más que el olvido y yo me niego a él como me sigo negando a la injusticia.
 
Todos los recuerdos, hasta los amargos, se van dulcificando con el paso del tiempo. Los bellos son de almíbar. Por eso me gusta recordar. Aunque sé que estoy aquí, que vivo en el presente, cuido de los recuerdos como de un tesoro, el incalculable tesoro que han dejado brillando en mi memoria. Deambular por el tiempo sin miedo es un verdadero gozo. Pensar en sus olores y tactos, en sus risas y en sus lágrimas, en sus besos y abrazos, brindarles el día, el sol y el agua que me bebo, es todo un acto solemne de fe y de esperanza.

Aún tengo presente una de las primeras ediciones de la Verbena del Botijo, recién instalados mis padres en su nueva casa. Había carreras de bicicleta y en ellas participaron mis hijos, muy niños. Conservo el trofeo que consiguió Pedro, el menor, por ser buen ciclista. Venían locos de contentos y sus abuelos la mar de orgullosos. Hace veintidós años, en estas fiestas vecinales participaban cientos de personas de todas las edades -padres, hijos y nietos, todos vivos y alegres-, gente joven aún que bailaba y disfrutaba de la noche verbenera de verano. Era por entonces que los vecinos de Pinos estaban más unidos, quizá porque había que luchar contra algo, en este caso alguien, mejor dicho, algunos listos que habían estafado a los nuevos propietarios. También había problemas con el suministro de agua, etc. Afortunadamente hoy vivimos en paz, hay escasos incidentes y todos son problemas solucionables en la barriada, aunque se nota que envejece la población y que los niños prefieren otras diversiones que las de antaño. Tal vez sea porque hay menos que reivindicar, porque las cosas funcionan bastante bien y, por tanto, la gente está más en su concha y es menos sociable, que no solidaria porque la verbena dio muestras de su corazón donando la ganancia de la explotación de la barra a un fin social: “La sonrisa de un niño”, fundación que lucha por devolverles la salud y la sonrisa a los niños afectados de cáncer. Un acto plausible. Allí pasé un rato muy agradable junto a mi amigo Guillermo Aguilera, Jesús González y Pepi, una vecina de Calle Torremolinos. Estuvimos charlando un par de horitas, o sea, que disfruté del sábado noche en la XXI Verbena del Botijo. Una noche de amistad compartida y de recuerdos.
Porque cuando el ser humano vive y deja vivir, cuando se siente libre y protegido, cuando hecha raíces en un sitio adonde no se ha perdido la bendita costumbre de darse los buenos días, entonces ocurre el milagro. Y ya no significa esfuerzo alguno el mantener al pueblo bello ni el sonreír al prójimo, todo lo contrario, es fácil y además se hace gustosamente. Hay que reconocer que ha habido una buena labor de gestión pero también una impresionante colaboración ciudadana para conseguir lo que hoy disfrutamos. Vivir en Alhaurín de la Torre, pasear por sus calles, acceder a sus paseos y jardines, a las instalaciones y servicios públicos, es una alegría y un placer. Sólo hay que mirar y ver lo que no se puede esconder: tenemos uno de los mejores pueblos del mundo. Es tan evidente como que estamos en la última semana de Julio y el calor tiene a la luna hecha un gajito de naranja inalcanzable.

Y es por todo eso y por muchas más cosas que me gusta mi pueblo. Porque hay una agradable y tranquila convivencia y porque puedo disfrutar de la soledad y escribir subvencionada por la incalculable fortuna del silencio.

Desde los pinos, pensando si realmente merecemos tanta belleza y entristecida por no poderla llevar a los ojos más desafortunados, disfrutando del poema que ha dedicado a mi casa la amiga Pilar Bugella, poeta y madre donde las haya, compartiéndolo con todos ustedes, Mariví Verdú.



EL GARITÓN


Vibra el campo en un concierto
de chicharras y de cucos,
el tiempo pasa muy lento,
cierra llagas y abre surcos.

Lame el aire cada hoja,
cada línea del paisaje,
cada flor se mece toda

al compás de su oleaje.

Sube tierra al alto cielo,
son dragones recostados
los montes formando cerco
frente a la casa y el llano.

Y es su abrazo milenario
la delicia de este valle
que da cobijo diario

a pinos, rosas y hogares.

En el agua de la fuente
se solazan las palomas,
la hiedra viste los muros,
llueve el jazmín: flor y aroma.


Y hay chumberas con su fruto,
cepas de pámpanos verdes
con uvas de dulce jugo;
limoneros y laureles.

¿Quién da más?... y hay más no dicho
tras el balcón y los arcos:
el gris verde del olivo,
verso puro de los campos.
A modo de biografía y poema de Pilar Bugella
















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