martes, 19 de abril de 2011

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE en REVELACIÓN POR LAS FLORES

Siempre pasan cosas en mundo que nos quitan las ganas de vivir, de compartir, de todo. Lo que pasa es que no siempre lo sufrimos de igual modo. A veces se lo toma una a la tremenda y no se vive. A mí me ocurre bastante a menudo y cuando entro en este estado que podríamos llamar de depresión, lo primero que pierdo son las ganas de escribir, de hablar, de leer, de estar con gente. Ser humano lleva implícito el sufrimiento y éste es directamente proporcional a la capacidad del alma. El humano lleva el dolor como un estigma, la injusticia como una característica y la muerte como una obligación.

Aunque me queda lejos el desierto, bien que he vivido mi cuaresma particular aislada del mundanal ruido e inmersa en mi propio espíritu, que también tengo derecho a dedicarle el tiempo que el alma precisa para curar sus heridas y curar las heridas de mi prójimo. Y yo he tenido a más de un ser querido que me ha necesitado. La cruz que cada uno lleva a cuestas tiene mucho que ver con el grado de implicación que aceptamos en la vida. Y con la suerte, esa perla cultivada que está siempre en concha ajena,  que parece que tiene que ver con el dinero, la sentencia familiar que trae cada uno escrita en el ADN o las hadas y los duendes que, en traducción literal, pertenecen a un mundo fantástico que poco tiene que ver con la realidad de la mayoría de seres humanos.

A pesar del alto grado de evolución en el que vive la tercera parte del mundo -niveles técnicos y científicos- y lo grande que nos creemos, con lo prepotentes que somos la mayoría y lo bien acompañaditos que vamos con la soberbia, con el orgullo y la vanidad instalados en nuestras vidas, yo no puedo dejar de pensar en lo frágiles que somos, en la poquita cosa que nos volvemos cuando estamos enfermos, en lo vulnerable de nuestro chasis: un soplo... y la vida. Un soplo...y la eternidad. Un tornado...un rato de sol...una tarde de lluvia.

Mi corazón, que pasa por tener pena de este mundo en el que vivo -donde me siento atada de pies y manos mientras nos hundimos en nuestro propio pozo- no olvida a todos los que han soñado todo el año con sacar sus procesiones, ni a los que se buscan la vida con sus puestecillos en momentos que tanta falta hace un duro, y es que la lluvia les está viniendo mal, muy mal. Como tampoco olvida el gran dolor de los que sufren la guerra, las enfermedades, el hambre... Mi corazón vive su propia pasión y lo siento crucificado. Por eso me enroco en mi garita y dejo que el tiempo pase y traiga la cordura o el olvido. O la resurrección.

Nadie puede desaprender lo que sabe, ni dejar de sufrir si tiene corazón.  Y a pesar de que el hombre de hoy está dejando de creer en Dios, yo he preparado mi artículo movida por una flor minúscula, formada por muchas florecillas rosas, pequeñísimas, increíblemente hermosas y nacidas entre los escombros. Dios se manifiesta en lo imposible. ¿Qué milagro de sol y de lluvia la habrá sacado de su extraña semilla? ¿qué rareza será? ¿cuál será su nombre? Sólo sé que me ha hecho parar, pensar y dar las gracias. Y me ha movido a escribir.  Y por un momento he pensado: no pasa nada. La vida sigue mientras cada Cristo lleva su madero como puede. Porque el amor, como cada primavera, resurge y lo inunda todo de belleza. Y es más fácil creer en el Dios de las flores.

En una semana casi santa, para Pedro y Cristina, Alfonso y Natalia, Peque y Fernando, con cariño y empapada de lluvia.
  

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