lunes, 8 de abril de 2013

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE, DE LA NECESIDAD

A veces me atormentaban las creencias que me inculcaron de niña en aquel aprendizaje del temor y de las cosas tan grandes como Dios y los microbios. Más tarde, después de leer a Stephen William Hawking, ya en otros tiempos de pseudo-democracia, me entró un miedo atroz a los neutrinos y una especie de pavor a la grandeza infinita de las incógnitas. Hoy, en la más cerrada de las incógnitas, sólo tengo miedo a que se me acaben los sueños.

Siempre he envidiado a los mayores que van enamorados y continúan cogidos de la mano, a unos buenos pies y a una dentadura de anuncio. Y a las personas que tienen fe. Y hablo de esa fe rebosante que limita con Dios  o con la ignorancia. Y yo, pobre ignorante sin fe, preguntándome aún dónde está Dios. Intuyéndolo siempre. Pienso a menudo en Él, aunque no me lo imagino. Pienso en su soledad y en la necesidad que tiene de cada uno de nosotros. Claro está, la soledad divina a lo mejor es divina y los humanos no llegamos a ella más que en la hora horrorosa del recreador o del suicida. Cuando me invade esa terrible soledad humana, me doy cuenta de la necesidad que tenemos de creer en que la vida es solo un paso hacia la eterna y estaremos al lado de alguien inmensamente grande y bondadoso que nos meta debajo de su capa a dormir el sueño eterno.

En 2003 escribí un libro de poemas al que di por título De Dios y de su falta. Un libro guardado en la memoria gris, ya desbaratado en pedacitos o, como le llaman los intelectuales, en “separatas”, que he ido publicando en diversos medios gratuitos. Nadie  apuesta un duro por una escritora cocinera y menos aún por sus incoherencias poéticas. De él saco algo inédito que, a modo de oración o plegaria, de súplica imperativa, titulé: Mírame, Dios.

Puede  que  sea  cualquiera
de  entre  la  multitud.
Dios  vive  aquí,  hacinado,
provocándome  heridas.
Va  delante  y  detrás 
de  cualquier  sufrimiento.
Vive  sin  hacer  nada
viendo  cómo  acabamos:
esquizofrenia  pura
su  divina  locura.

Vuelve  hacia  mí  tus  ojos
Dios  de  luz  y  de  sombra,
mira  cómo  me  deja
tu  voluntad  los  míos:
llorando  siempre,  amargos,  
porque  no   te  conocen.

Nunca  fue  mía  la  dicha
de  sentir  la  pupila
de  la  mirada  grande.
Intuyéndote  siempre
en  los  ojos  de  un  perro,
en  los  ojos  de  pluma
de  los  pavos  reales,
por  detrás  de  los  montes,
del  sol o  de  la  nada.

Clavado  estás  en  mí.
Crucificados  ambos.


Desde el hogar más sobrio y suficiente, con esperanza, Mariví Verdú. 
Dedicado a mi amiga Pilar Bugella.

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