A veces me atormentaban las creencias que me inculcaron de niña en aquel aprendizaje del temor y de las cosas tan grandes como Dios y los microbios. Más tarde, después de leer a Stephen William Hawking, ya en otros tiempos de pseudo-democracia, me entró un miedo atroz a los neutrinos y una especie de pavor a la grandeza infinita de las incógnitas. Hoy, en la más cerrada de las incógnitas, sólo tengo miedo a que se me acaben los sueños.
Siempre he envidiado a los mayores que van enamorados y continúan cogidos de la mano, a unos buenos pies y a una dentadura de anuncio. Y a las personas que tienen fe. Y hablo de esa fe rebosante que limita con Dios o con la ignorancia. Y yo, pobre ignorante sin fe, preguntándome aún dónde está Dios. Intuyéndolo siempre. Pienso a menudo en Él, aunque no me lo imagino. Pienso en su soledad y en la necesidad que tiene de cada uno de nosotros. Claro está, la soledad divina a lo mejor es divina y los humanos no llegamos a ella más que en la hora horrorosa del recreador o del suicida. Cuando me invade esa terrible soledad humana, me doy cuenta de la necesidad que tenemos de creer en que la vida es solo un paso hacia la eterna y estaremos al lado de alguien inmensamente grande y bondadoso que nos meta debajo de su capa a dormir el sueño eterno.
En 2003 escribí un libro de poemas al que di por título De Dios y de su falta. Un libro guardado en la memoria gris, ya desbaratado en pedacitos o, como le llaman los intelectuales, en “separatas”, que he ido publicando en diversos medios gratuitos. Nadie apuesta un duro por una escritora cocinera y menos aún por sus incoherencias poéticas. De él saco algo inédito que, a modo de oración o plegaria, de súplica imperativa, titulé: Mírame, Dios.
Puede que sea cualquiera
de entre la multitud.
Dios vive aquí, hacinado,
provocándome heridas.
Va delante y detrás
de cualquier sufrimiento.
Vive sin hacer nada
viendo cómo acabamos:
esquizofrenia pura
su divina locura.
Vuelve hacia mí tus ojos
Dios de luz y de sombra,
mira cómo me deja
tu voluntad los míos:
llorando siempre, amargos,
porque no te conocen.
Nunca fue mía la dicha
de sentir la pupila
de la mirada grande.
Intuyéndote siempre
en los ojos de un perro,
en los ojos de pluma
de los pavos reales,
por detrás de los montes,
del sol o de la nada.
Clavado estás en mí.
Crucificados ambos.
Desde el hogar más sobrio y suficiente, con esperanza, Mariví Verdú.
Dedicado a mi amiga Pilar Bugella.
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