lunes, 29 de abril de 2013

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE, PASITO A PASO

En cuestión de un parpadeo, somos jóvenes. La juventud nos parece el estado ideal  e inacabable en el que nos dará tiempo a todo. Y, en un abrir y cerrar de ojos, ya somos adultos. Adultos... nunca me gustó esa palabra y no sé por qué. Tal vez por aquello de su raíz que me recuerda lo falso, lo adulterado, puede que sea. Pero este estado, que es el que más tiempo dura, la mayoría de veces está impregnado de matices juveniles, de dulces vestigios de la niñez, de sombras seguras del futuro. Es un estado que va y viene de la ilusión al fracaso con una velocidad de vértigo. Trabajo, compromisos, obligaciones y poco tiempo para disfrutar de las conquistas. Porque son tiempos de conquista: una familia, un estatus social, un puesto profesional, un resultado de la siembra donde es obligatorio madurar. Pero si madurar es conocer la vida, es una constante que dura mientras duramos. Porque la vida siempre se reconoce mientras el corazón late y ama.


El paso de los años debe servirnos para muchísimas cosas, mejor si son positivas. Desde que nacemos, los procesos de aprendizaje y convivencia van abriendo, pasito a paso, las puertas del mundo. La niñez, el estado más perfecto del que somos casi siempre inconscientes por felices, es época de modelado y  de agudizar los sentidos que culmina en la desesperación de la adolescencia. Ese momento es tan dulce como dramático: perdemos, en la muda del cuerpo, la flor de la inocencia. De pronto nos encontramos metidos en un traje que no conocemos, manteniendo una lucha interior en la que nos gustaría que venciera la infancia pero puede con nosotros el proceso natural de la carne. El alma, entonces, se conduele del cambio y nos empieza a bombear el corazón una nueva forma de amor desconocida y diferente a la ternura del pecho materno, al calor de la mano paterna, al tacto filial de los nuestros. Ay, la tierna mirada de los abuelos! ¡ay  aquel regazo incondicional de la abuela! 

Aprender, crecer y madurar es la meta de todo ser humano. O debiera serlo. Pero hablar de la vejez sin ser viejo, cuando hemos vivido la de los seres queridos, es hablar de un tiempo tan amargo como dulce de despedida y cita. Porque ser consciente de cada uno de los momentos de la vida es saber que estamos de paso…de paso, de paso.


Quien pone reglas al juego
se engaña si dice que es jugador, 
lo que le mueve es el miedo 
de que se sepa que nunca jugó. 
La ciencia es una estrategia, 
es una forma de atar la verdad 
que es algo más que materia, 
pues el misterio se oculta detrás.


Que no, que no, que el pensamiento
no puede tomar asiento, 
que el pensamiento es estar siempre de paso, de paso, de paso...   L. Eduardo Aute.

Desde el gran misterio del existir al nuevo misterio de la infancia hay un paso. De la niñez a la juventud, donde impera el riesgo y el poco apego a la vida, hay otro paso. El de la madurez a la vejez es un pasito. Ese tiempo, inevitable si se está vivo, a veces nos llega de golpe. Y la vejez es el culmen, el libro escrito donde los tachones quedan hechos arruga y mancha, herida en el corazón y ojos vueltos a la infancia… pero ya nada importa porque aún nos queda el gran misterio por delante, la frase final que dejamos en el recuerdo de los demás. Lo material queda aquí. El único tesoro que nos llevamos es haber aprendido a valorar los misterios y los dones recibidos. Afortunado quien ponga final a su vida compartiendo el más dulce de los sentimientos, quien escriba fin con la palabra amor.


Desde mi hogar, Mariví Verdú.

2 comentarios:

  1. Siempre me gusta lo que escribes y como lo escribes. Besos

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    1. Gracias, las palabras y todo lo que más me importa de la vida viene de ti. Eres tú. Un beso.

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