
El legado genético nos caracterizará hasta la muerte y lo dejaremos a nuestra prole como herencia. Los ojos, el pelo, la piel y a veces hasta la condición viene impuesta. El entorno familiar determinará la personalidad según el grado de cariño y educación que en él se respire. El lugar, ese terruño que uno ama hasta el último día, donde se siente seguro y del que se forma parte, está igualmente marcado ya que los padres hacen de su hábitat el tuyo. Esto condiciona la elección de tu vecindad y, por tanto, las posibilidades de relación con el mundo. Sin embargo, ante tanta imposición y dentro de la obligación de asistir a determinado centro para la educación, llega el momento de elegir libremente ese grupo de amigos en el que crecemos cultural y espiritualmente.

El colegio es una elección de los padres y depende de varios factores: el más cercano a la casa, el que hayan oído que tiene mejor fama o simple y llanamente el que les de la gana. Yo he asistido a varios centros de enseñanza. Al primero, mis padres me llevaron a la única escuela que había para básica en el entorno de los desaparecidos Portales de Gómez, situada en los Portales de Germán. Hace algunos años le dediqué este corto relato:
Era una habitación grande, dividida en dos como cualquier cosa de la vida. Era la escuela, la primera reunión del saber y del sexo. La maestra en el medio y más en medio aún la copa al rojo vivo, entre sus piernas, un brasero que calentaba la sala las mañanas de invierno. Ella se llamaba Consuelo, la tiza era su único contacto y la regla, su prolongación. No había consuelo para nadie por aquellas fechas pero había primavera.
Rectángulo antiguo, templo a dos aguas, lágrima y lluvia que estrenaban al invierno de la sabiduría, esa estancia de la que es imposible regresar; escuela amarillenta como la leche en polvo, tapadera del hambre. El queso de la luna se escapaba en un bolsillo... ay, gabán negro de la maestra, como una noche desmayada de falta.
Se cantaba la tabla del seis, el aeioú, el catecismo y el mes de mayo. Tanta talla reunía debajo de su techo que era una escuela mágica: los niños sabían ya lo grande y los mayores no olvidaban la redonda O del ombligo materno. Geografía cerrada. Mancha amarilla, China; mancha rosada, Rusia, sin gente. ríos ni montes. ¡Qué ingenuidad naranja! Azahar puro es la niñez, sabia, blanca e ingenua.
Tras los barrotes de la ventana de la escuela, a veces ocurrían cosas tan surrealistas como dentro. A veces venía el Ché. Estaba más loco que el resto y una boina cubría su locura. Su contacto con el mundo era una caña y su placer era meterla entre los barrotes o pasarla por encima de ellos, la cuestión era hacer ruido. Gritaban todos los niños y a él le divertía pero nadie se le acercaba. No era miedo, era otra cosa que rozaba la metafísica. Amigo entrañable de los niños, nunca conoció lo que es una caricia.
La curiosidad era siempre más atractiva dentro que fuera de la clase. La salida con babero manchado era lo natural. Afuera, las vinagretas de un amarillo puro y los charcos de cielo biselado con barro de la creación misma, te invitaban al recreo. Olor a caballo y a fragua que hacían aligerar el paso y, a la vuelta de la esquina, esperando, estaba el pan con ese olor a gloria...caliente, recién hecho.

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Con todo mi cariño, a los componentes de mi pandilla de abuelos que son la honra de Málaga.
Mariví Verdú
*Si hay algún compañero extraviado, ya sabe dónde llamar.
Gracias a José Luis Valverde por la foto de los maestros del Colegio San Pedro y San Rafael (no están todos), a la página de facebook de los compañeros y a la web de la Barriada de Carranque. Y a mi amigo Carlos Pérez Torres.
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