Recuerdo cómo desperté ese día. Estábamos en 1966. Mi padre, con sus ojos de noche con luceros, se acercó a mi oído proponiéndome faltar a clase porque quería darme una sorpresa, una sorpresa muy especial. Pegué un salto de la cama y me vestí en dos minutos. Me subió en su moto y nos fuimos tempranísimo. Mi padre trabajaba en el Taller de Material Fijo de RENFE, en La Isla -un barrio que poca gente recuerda y en el Archivo Municipal no conocen-, y entraba al ser de día. Al llegar vi muchas caravanas dispuestas en semicírculo en aquel llano terrizo. Y me quedé en el escalón mientras veía amanecer. Mi padre hablaba con sus compañeros sin haberme descubierto aún de qué se trataba. Yo tenía 12 años y la curiosidad me podía. Me llegué hasta la cabina más cercana al taller y en la puerta ponía: Alain Delon.
A mí me temblaron las piernas. Yo amaba el cine y a esa edad todos tenemos nuestros prototipos, nuestros artistas, nuestros líderes... aunque Delon no era el que más me atraía. Mi afición al cine venía de familia. Mi padre fue cámara del Real Cinema muchos años y cada noche le llevábamos el pañillo y nos chupábamos una película desde las mini ventanillas que tenía para observar la proyección y el buen curso de la cinta.
En la puerta de la caravana siguiente decía: George Segal. No sabía quién era. Y en la otra, Maurice Ronet ¡Dios mío!; Anthony Quinn... Ay, cuánta emoción.
Salí corriendo para darle las gracias a mi padre y entonces me enteré. Se rodaba la película Los centuriones, también llamada Mando Perdido. Regresé a la calle como cazador a la espera de presa, resguardada, acechando o moviéndome con sigilo para cazar el autógrafo y saber que los que yo admiraba en el cine eran de carne y hueso.
Me asomé a la ventanilla de Delon y cuál sería mi sorpresa que abrió en esos momentos la cortina encontrándome con aquellos hermosísimos ojos verdes -lo más bonito que tiene- y un poco más y nos morimos los dos: el del susto, yo de la impresión.

Mi padre seguía trabajando y estuvo en el emisora de RENFE hasta el mediodía. Yo, en el escalón, con mis postales firmadas y deseando llegar para contarlo. Me subí en nuestra Lambretta -sin casco ni nada-, me abracé con fuerza a mi padre y no sé si llegue volando pero volando iba.
Desde El Garitón, con más frío que lavando rábanos, Mariví Verdú.