Anoche vibró el corazón del mundo en un rinconcito alhaurino que lleva el nombre del poeta y premio Nobel Vicente Aleixandre. Casi toda la culpa fue del talento romántico de Franz Schubert y su quinteto para cuerdas Do Mayor, Opus 163, D 956, obra maestra, pero nada habría llegado a ser sin la interpretación de tan magistral partitura por parte del grupo Ensemble Vega formado por Marc Paquin, que sacó soles y lágrimas a su violín, Donald Lyons, que dio voz y poema a la viola, Peter Biely, llantos perdidos y sombras azules por su arco, José Ignacio Perbech, violonchelo respirando mientras latía el corazón de la música en el de Orfilia Saiz Vega.


Lo que vino después, el segundo movimiento, adagio indescriptible y promotor de mi llanto -solo confundible con el de Stendhal-, no tendría explicación si no me detengo en el dolor inmenso que significa la ruptura con la vida, esos adioses obligados que nadie puede eludir pero con los que no todos saben hacer una obra de arte. La muerte de Schubert, como casi todas las muertes, no vino sola, vino de manos de su juventud sombría, inadaptada, incomprendida, desgraciada. Haber sido huérfano de madre y de hermanos, venir con el dolor a bordo desde la misma infancia y convivir con La Parca, conocer toda su gravedad desde la misma adolescencia, debió suponerle un grandísimo trauma. Pero como ocurre en cada situación traumática, debió venir con una mínima sombra de esperanza: la de que un amor lo arreglaría todo, recosería su alma y recompondría su corazón. Pero tampoco pasó como esperaba. No se le conoció amor duradero y para continuar su música tuvo que abandonar la casa paterna, andar bajo la protección de algunos amigos y a expensas de su ingrata economía. Su timidez innata y su fragilidad de espíritu no eran compatibles con su escogida libertad pero sí con su creación, la única forma de transmitirnos lo que su alma sintió ante la indefendible vida que se apagaba cuando debería estar en los esplendores de su ardor, en el culmen de su creación artística.
Para quien tiene el corazón de cristal, debió suponer más que un aire doloroso, más que una quiebra irreparable, la indiferencia de Goethe. La poesía de Goethe levantó una tempestad en su frágil espíritu vienés, llenando de destellos azules y descargas luminosas el alma del músico y haciendo mella en su dolor universal. Hizo suyas las palabras de amor del poeta alemán, musicándolas y engrandeciendo con el pentagrama de sus liedes la propia melodía de los poemas. A cambio solo recibió indiferencia, desencanto. Si tristeza da ver cómo su admirado Goethe le hace el vacío...¿cuánto más le dolería a Schubert aquella actitud en su propia herida? A pesar de todo, hoy se dice de él que fue su músico y sus nombres andan ligados para la eternidad, pero Schubert no obtuvo de Goethe -autor entre tantas obras de “La Teoría de los Sonidos”- ni una sola palabra de gratitud, de consuelo, una dedicatoria que llevarse en el corazón. Y todo se transmite en su música, se transmitió anoche, yo lo sentí. Llorar el llanto de Schubert me dejó una infinita tristeza rodando por la piel, dolor por mis muertos, misericordia de mi propia suerte y un sabor en los labios a melancolía. Al acabar el segundo movimiento quedé sumergida en un mar del que nunca regresaré.
Al irse deshilando mi coraza, llegué al tercer movimiento con un dolor ardiendo en el costado y con la incertidumbre de la no vida, del cielo o de la oscuridad. Estuve casi a punto de abandonar el mundo y salir corriendo a la intemperie. La música me obligaba al intento: discernir entre la vida y la muerte y sus dos consecuencias: el olvido. Me pareció tormentoso, dolorosos los violines, latidos acabándose en los chelos y un llanto eminente en la viola. De haber durado cinco minutos más, no lo hubiera soportado.
Gracias a la compasión del músico, a su propia compasión, a su elevada visión de la piedad, llegó el cuarto y último movimiento. Fue entonces cuando me di cuenta que mis manos empezaban a soltarme el pellizco que me había mantenido el corazón en el puño y, a sabiendas de que Schubert había entregado el alma en los tres movimientos anteriores y que ya no podrá deshacer su muerte, intuí que quiso transmitir un dolor exento de dolor, un dolor más próximo a la alegría, un dolor cruel que, aunque en los primeros momentos vuelve a abrirme la llaga, busca sutura en una música tan mundana como sublime que me recuerda a un vals y que dice que todo en la vida es susceptible de olvido, que todo en la muerte lo es también, que la vida se abre paso con una crueldad terrible, más terrible que la propia muerte. Y en la dicotomía del olvido llega el violonchelo y lo llena todo con una melodía que no tiene nombre. O lo tiene. Al salir había en el cielo una luna redonda y amarilla, una luna cercana y tan inalcanzable como la vida eterna.
Desde El Garitón, con un baño de tierra dorada por las rosas, Mariví Verdú.
A mis amigos Benito, Marisa y Ellen cariñosamente.
A mis amigos Benito, Marisa y Ellen cariñosamente.
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