martes, 8 de diciembre de 2020

CACTUS DE PASCUA, por Mariví Verdú

Son las cinco y cuarenta y nueve de la mañana. El aire viene pegando fuerte, cortando la cara. Llega helado, a menos cinco grados, desde la Sierra de las Nieves y azota cuanto pilla a su paso. He salido a la terraza para recoger la ropa que tendí ayer tarde. También he recogido las macetas, mi Santa Teresita y mi helecho treinta nudos. Han estado a punto de volarse, como los trapos y los platos  que cuelgan de la pared y que eran de mi madre. Yo misma he estado a punto de salir volando, a pesar de haberme puesto la bata y la bufanda para cubrir mis tres mil doscientas cuarenta y cinco onzas. He estado a pique de de coger una pulmonía en este ventisquero que tengo atrás. Cuando me levanté lo hice con la intención de sentarme a escribir un rato pero he cambiado de parecer después de volver del aire: me voy a hacer un cafelito. 

Me acabo de tomar el café bien calentito con una torta de aceite y almendras. Ya es otra cosa. Las ideas se empiezan a templar y nacen con más ganas de hacerse palabras. Sin embargo, llevo ya mucho tiempo en que todo lo que escribo me parece insípido. No me contento con nada y hay cosas que no quiero hacerlas pública para no compartir con nadie la vieja herida, aquella que no se acaba de cerrar y que últimamente es grande y dolorosa, abierta entre mis costillas, entre el corazón y el hígado, como de lanza, esa llaga que no tiene cura. Los acontecimientos últimos han ulcerado hasta las palabras y no puedo escribir sin que sangren. 

Se acerca la Navidad, en un par de semanas estaremos en ella y en tres será Nochevieja. Dos mil veinte ha sido un año que nació para el olvido. Todos queremos huir de él, dejarlo atrás, olvidarlo. Yo también quiero que acabe pero en el fondo siento una inmensa piedad por él, por lo que ha significado para todos nosotros, para toda la humanidad. Hay fechas que se vuelven malditas sin que ellas tengan culpa de nada. La culpa la tenemos nosotros que tanto nos gusta contar, medir, pesar, poner número y calificativo a las cosas, incluso al padre de todo lo creado y de todo lo desaparecido, a ese viejo de pelo cano que se llama tiempo y que yo prefiero pintar hoy con la ternura y el candor de un recién nacido. 

Y de nuevo vuelvo a escribir sin decir nada. Ni siquiera he aprendido bien el oficio, a pesar de haberle dedicado medio siglo. Escribir dando la medida del corazón, eso es lo que sigo pretendiendo, lo que intenté durante toda mi vida y aún no he conseguido. Ahora solo doy de sí mucha décima repipi, mucho verso y pocas nueces. Sin embargo, lo que quería decir era bien fácil, lo entiende todo el mundo y se puede memorizar porque se escribe usando pocas letras: cinco para salud, cuatro de amor, tres de paz, dos de tú, una de "y" y algunos puntos suspensivos... 

Escribir, describir, abrir, sentir... escribir sin fingir, sin mentir, sin dormir. Intuir, compartir, bendecir... escribir, escribir, escribir...

Y yo sigo creyendo que lo lograré algún día, tal vez entre los almendros. 

Desde El Garitón, el día 8 de diciembre de 2020, esperando que salga el sol,
Mariví Verdú

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