miércoles, 23 de diciembre de 2020

TESIS SOBRE LA TRISTEZA, por Mariví Verdú


Dos mil veinte se acaba. Se va sin gloria y con tantas penas que no habría forma de enumerarlas. Ha dejado tanto horror a su paso que estamos deseando que llegue la Nochevieja y le sumemos un uno a este veinte del infierno. Nos ha pasado un año por encima del que solo tuvimos dos meses para vivir y diez para morir, dos meses en los que disfrutamos una vida de verdad y los demás de dolor, miseria y mucha, muchísima, tristeza. Dos mil veinte deja ante los que aún lo podemos contar un panorama tan desolado, tan angustioso y tan sumamente frío que está calando nuestros huesos. Un helor y un miedo que no se nos quitará en la vida. La frialdad con la que hemos encajado las muertes ajenas quiero considerarlo una consecuencia de nuestra impotencia, al menos eso espero, y no una pérdida en masa del corazón humano. 

Mi soledad, este anticipo del frío total que nos espera a los mortales, no logra hallar consuelo. Si no pudiera escribir, acabaría como Pavese. La vejez es una etapa para vivirla acompañada aunque haya excepciones que, casi siempre, acaban malamente. Más tarde o más temprano necesitamos ayuda porque así es la naturaleza del ser humano: no podríamos sobrevivir si nos abandonaran los primeros años de nuestra vida y tampoco podemos hacerlo si nos ocurre en el ocaso. Lo sé por experiencia y lo confirmo observando a mi alrededor. La soledad puede llevarnos al delirio, a la pérdida de empatía y al abandono. Es normal que hayan muerto miles de personas en residencias: las que no mató el virus murieron de soledad y pena. Añoro aquellos tiempos de mi querida abuela Victoria. Ella vivió y murió con nosotros. Por entonces los mayores eran todavía parte integrante de la familia y vivían con dignidad y respeto en su seno. Aunque yo sé, salvo la excepción que confirmará la regla, que mi generación es la última que ha cuidado de sus padres hasta el final de sus días. Por eso, estos tiempos del desamparo me duelen tanto que he tomado la noticia de la legalización de la eutanasia con tal satisfacción que, paradójicamente, me pareció una noticia alegre. La tomé con más ilusión que la del divorcio en su día. Espero no tenérmela que aplicar pero, llegado el día, no tendré ninguna duda ante la “no vida”. Vivir en el desamparo no es mejor que morir con plena conciencia del acto definitivo de la despedida. De todas formas, solo adelantaríamos la hora, cosa que hacen con nosotros cuando le da la gana quien leche sea. 

Espero que algo cambie en este dos mil veintiuno. Lo deseo con todo mi corazón. Dos mil veinte me está costando tanto digerirlo que acabaré enfermando. Tal vez los niños y jóvenes puedan ir olvidando -en el supuesto de que haga su efecto la vacuna y mejoren las cosas- pero los de mi generación y los más mayores no nos recuperaremos nunca. Nada podrá devolvernos los amigos perdidos, el tiempo perdido, la fe perdida. Por eso huelo a tristeza -huelo porque transpiro tristeza-, mis palabras suenan a tristeza, como y bebo tristemente, leo tristemente, escribo, hablo, me muevo tristemente y guiso con tristeza. Mi mirada la ha ocupado una tristeza desvaída que se ha hecho con mis ojos y no me los devuelve. Respiro y exhalo tristeza, me acuesto con la tristeza y con ella me levanto. Navego en un barco llenito de tristeza y adonde miro no veo más que eso, una tristeza infinita. 

Entre la vida y la muerte hay una línea finísima. Solo necesitamos un golpe de suerte que es, a la postre, quien decide. Nuestra única protección es seguir a rajatabla las órdenes dadas en este estado de alarma que vivimos y no tentar demasiado al demonio puñetero.Y es que la muerte y su cara viva, el desamparo, han aprovechado cualquier brecha, cualquier excusa, para argumentar y excusar lo que nos hemos ganado a pulso con esta vida deshumanizada. Todo es justificable y sombrío, hasta los actos más ingratos. Por eso ya no quiero nada de este mundo. Solo pido que me dejen en paz y que nadie ose despojarme de éste humilde vestido de tristeza que me cubre el cuerpo y el alma. Y que me dejen seguir escribiendo para entretener mi espera. 

Solo espero la bienvenida de los cigarrones. 

Desde Garitón, el 23 de diciembre de 2020, con las últimas rosas del invierno y un prado de violetas donde mi madre se entretiene mientras escribo, Mariví Verdú.

Foto: Pedro Durán Verdú

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