miércoles, 10 de febrero de 2021

CONFINAMIENTO, por Mariví Verdú

Hace muchos días que no dejo salir al corazón. Está triste, cansado, podría decir que abatido y tengo miedo por él, vaya a ser que tropiece y se caiga. Está torpecillo y se ha vuelto hipocondríaco. A veces se pone a reinar en nuestra vejez y quiere salírseme del pecho. Ambos estamos demasiado gastados y aburridos y nos tratamos como a papel mojado. Andamos inmersos en unas soledades donde el silencio campa del monte a la bahía llenándolo todo de pájaros y murmullos de hojas al viento. Hablamos muy poco, casi nada. Venimos de vuelta con todo ya dicho, como diría Juan Ramón. De niño, mi corazón volaba muchísimo y reía, reía por todo, aunque en el fondo siempre tuvo previsto un depósito de llanto. Y estaba dispuesto de tal forma que cualquiera encontraba cobijo dentro, desde el perro a la libélula, pasando por el humano y lo divino. Fueron pocos los que lo trataron con cariño y menos los que lo hicieron con respeto. Por él pasó toda una caterva que fue menoscabando sus débiles paredes mientras la razón, con su bayeta limpia, iba sacando lustre hasta conseguir el estado actual de transparencia. 

Mi pobre corazón lleva recluido dos terceras partes de mi vida y eso empieza a ser demasiado tiempo. Porque no empezó el pasado año por el confinamiento impuesto, no. El primer encierro ocurrió allá por el año setenta y siete, cuando el desamor me dividió en tres, en un destierro forzado y forzoso. Ay, aquella primera vez en la que abandonamos la isla pitiusa como tres almas en pena dejando atrás el barrio de las higueras y su playa repleta de lagartijas al sol. Ay, mi terraza grande con la ropa de los cuatro tendida frente al mar... 


No sumábamos más que veintinueve años entre los tres cuando regresé sin manos, mejor dicho, con ellas ocupadas: un hijo en mi izquierda, montado al cuadril, y el otro enganchado a mi diestra, caminando, porque no podía con los dos a cuestas. Ahí fue cuando vino la soledad a vivir con nosotros, bajo aquel trozo de aire que fue nuestra casa más de veinticinco años. Pagar aquel pedazo de nada me supuso un tercio hipotecado de vida. Todo a cambio de que ellos tuvieran su dormitorio, su techo, su hogar. Y nuestra independencia. Teníamos una alacena, siempre por llenar, y un salón lleno de amigos a los que milagrosamente daba de merendar muchas tardes. Mi corazón, por entonces, me engañaba mucho. Vivíamos en batalla constante sin entendernos, siempre sacrificándolo, amortajándolo o firmando el eterno armisticio. 

Tenía cincuenta y tres años cuando aquella muerte mía nos partió. Entonces, se paró el tiempo a nuestro alrededor. Las agujas del reloj se volvieron locas y lo mismo corrían hacia la derecha desmesuradamente que giraban hacia atrás como cangrejos poseídos y me pasaban por delante en un asalto a la paz y a la cordura. Aquella muerte mató también a mi madre. Y nos quedamos solos mi corazón y yo encima de un monte, pensando en mis otros corazones, ya lejanos, ya muertos. Fue entonces cuando decidí no hacerle caso, tratarlo como a un desconocido, empezar de cero, hacernos amigos -como suele decirse: borrón y cuenta nueva- y el pobre entró en razón y me acogió como se abraza a un desamparado. Ninguno de los dos podíamos vivir sin acoplarnos, sin querernos, sin cuidarnos el uno al otro. Desde entonces nuestro confinamiento fue voluntario y empezamos a vivir como ermitaños los dos, adaptados al ciclo del almendro, como los lirios del patio o las violetas que despliegan su bandera tan malagueña debajo del limonero. Durante estos últimos quince años nos hemos convertido en un cristal limpio por tanta lágrima, en una piedra bajo la lluvia, en verde musgo, en una sola sombra en trance de la más absoluta libertad. 

Desde El Garitón, adaptándome a la voluntad de la rosa de olor, Mariví Verdú.

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