domingo, 24 de enero de 2021

LA DROGA DEL RECUERDO, por Mariví Verdú. Título prestado por Claudio Rodríguez

Conocí a Claudio Rodriguez a los dos años de su muerte. Ocurrió en Salamanca, en pleno verano de 2001. El poeta malagueño Juan Miguel González del Pino y yo habíamos viajado a la ciudad dorada invitados por el cantautor Quini Sánchez. Dejamos atrás nuestra tierra -este sur caliente y sin bandera- inundada de gentes dispuestas al suicido, con paisanos y forasteros inmersos en una feria insufrible de la que salimos huyendo por piedad de nosotros mismos. Conscientes de nuestra cobardía pero victoriosos, emprendimos viaje y lo hicimos por separado: él en autocar y yo en el medio más familiar y entrañable que conozco, el tren. Por entonces disponía aún de cuatro viajes gratis al año por ser hija de ferroviario. Era la primera vez que iba Salamanca. Fui la primera en llegar. Ambos deberíamos estar en casa del músico antes del crepúsculo -esa claridad que viene a morir cada noche sobre el espejo del Tormes- para evitar convertirnos en aquellos seres nocturnos que a veces nos poseían y se ponían muy pesados de palabras con vino. Quedé sorprendida al descubrir que la vivienda estaba ubicaba en la plaza que lleva el nombre del poeta zamorano. Ya había oído una voz que le anunciaba. Tuve como precursor a Juan Miguel y, avalado por tan buen criterio, solo me faltaba abrir uno de sus libros. Conocía algunos versos que, de su memoria prodigiosa, me había recitado mi buen amigo de la infancia por lo que tenía predispuesto el corazón. Sí, Claudio Rodriguez había entrado en mi vida con versos y de pronto estaba en una plaza que lo recordaba. Y no podéis imaginar de qué manera se instalaría en mi memoria amable para siempre. 

    La visita a Quini y a su ciudad cantada fue de esas que no se preparan, que surgen, que vienen a una como llegan algunos libros, como sucede cuando nos cruzamos con un ángel y nos sentimos envueltos en un halo de luz, bañados por una dulce quietud donde quedamos inmersos en un grato silencio contemplativo. Desde que salí de Málaga fui tomando notas y así durante todo el camino hasta llegar a Atocha. Allí mudé de estación, calcorreo de vías hasta Chamartín y, una vez instalada en el vagón que me llevaría a mi destino, volví a mi quehacer, a observar y escribir, a admirar las murallas de Ávila y a escribir, a mirar y a escribir, a ver. A escribir... Al cruzar la frontera provincial y entrar en tierras salmantinas, quedé totalmente asombrada ante nombre tan rimbombante como el que pendía en el cartel de la estación: Peñaranda de Bracamonte. Ansiosa de llegar, deseando divisar pronto las altas torres que me esperaban, escribí dos poemas en ese último trayecto.

    
En la estación me esperaba Ángel Ongay, amigo de ellos. Un hombre amable. Graduado social, guitarrista y amante del folclore -especialmente del andaluz-, no tardamos en ofrecernos en amistad. Dicharachero y atento, me acompañó hasta el quiosco de la ONCE que regentaba Quini. El día 1 de mayo del 83 había sufrido un accidente que le afecto sobremanera a su visión. Ocurrió cuando se disponía a participar en un festival a favor de unos mineros en huelga. Juan y él se habían conocido a mediados de los 70. En 1983 dieron a la música una genial colaboración con “El árbol de Acteón”, tercera entrega del Grupo Tlaloc nacido en 1972 y del que Quini era alma pater. 

(...) Tú no me llamarás, pues apenas si soy
el olor de una incierta penumbra,
algunas dulces tardes, lejanísimas
,
que la lluvia ha deshecho. (...)

   Me cuesta acordarme de los primeros momentos por aquello de la emoción de los encuentros aunque recuerdo que Juan se instaló en un cuartillo que quedaba a la izquierda de la puerta de entrada. Era pequeño pero reunía las condiciones que necesitaba de silencio y oscuridad para dormir. Yo me quedé en un sofá que había en el salón de la casa por lo que sería la última en dormirme y la primera en levantarme, algo que nunca supuso esfuerzo alguno para mí. A la mañana siguiente salí con Quini temprano de la casa. Fuimos a desayunar. Juan dormía. Quedamos más tarde en el kiosco para darle tiempo a Juan de descansar y recuperarse. Viajar supone para él un esfuerzo sobrehumano. Me fui mientras a pasear, a descubrir sola las paredes de oro de Salamanca. (En la foto, Juan Miguel González, Ángel Luis Prieto de Paula, Ángel Ongay y yo en la Plaza Mayor. Agosto 2001).

    Habíamos llegado los tres a un acuerdo: Quini compraría con Juan la comida para los tres y correría de mi parte el arreglo de la casa y la guisandería. Y así se hizo. Mientras ellos fueron a comprar, yo me quedé en casa familiarizándome con la cocina y los utensilios que casi siempre son los mismos y están emplazados en lugares idénticos, lógicos y a la mano. Me oriento bien en las cocinas. Debe ser herencia materna. 

    Preparé un fuente con fruta y fui a ponerla en la mesa del salón comedor. Y fue de esa manera como me encontré con Claudio. Porque aquel libro estaba allí encima, a 670 kilómetros de mi casa, en la de Quini, solo, cerrado, vuelto hacia mí, esperándome, junto al sofá donde hube dormido la noche anterior. ¿Quién lo puso allí? ¿Qué hacía “El don de la ebriedad”, Premio Adonáis 1953, haciéndose el encontradizo conmigo? Como en un ofertorio de palabras, oh cofre de papel, oh corazón abierto ante mis ojos, me quedé sola con él. Ellos me dejaron en medio del milagro. 

(...) Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba? (...)

   Tuve tal ataque de llanto que me fue imposible parar durante más de una hora aquel cúmulo de lágrimas. Un Stendhal de los fuertes, mitad ansiedad, mitad temblor, parejos desde que comencé su lectura. Y leí letras biseladas, empapadas, dimantinas. Leí. Y después salí corriendo hacia el río. Seguí llorando por el puente romano, por las orillas arenosas por donde el Tormes se agranda en los inviernos...acabé sentada en El Corral de la Pacheca, en la ribera alegre, leyendo a Claudio. Me tomé una cerveza y hablé con sus propietarios. Málaga y el flamenco parece que fueran unidos en mi naturaleza y, cosas de la suerte: eran familiares de Rafael Farina, uno de mis cantaores más valorado. Dí gracias a la vida por tantas bendiciones.Y por la tarde, después de preparar el almuerzo y contarles mi espléndida mañana, me fui dando un paseo hasta la Librería Cervantes* de Calle Azafranal. Nada más que dieron la cinco y abrieron la puerta, me compré todo lo que tenían de Claudio. Y desde entonces vive conmigo toda su luz. Juntos hacia el canto.

     Nació el treinta de enero del 34. De vivir, pronto habría cumplido ochenta y seis años. Y digo lo de “vivir” entendiendo lo que comúnmente se entiende por existir: opinión, lágrimas, voto y DNI. Tal vez si hubiera dejado de fumar a tiempo hubiese llegado a cumplir los sesenta y seis ¡maldito sea el tabaco! Aunque la muerte no lo es todo. Ni la vida tampoco. Un todo es ser conscientes de lo que hemos venido a hacer y ser fieles a nosotros mismos. Mirándolo bien, lo que le ocurrió en Madrid en la festividad de María Magdalena del año 99 no fue morir, fue dejarnos su latido, su pensamiento, su sentimiento en carne viva. Moriría, sí, con todos los tristes atributos de la muerte para familiares y amigos, los que no le volverían a ver ni a besar nunca más, para los que echarían de menos su presencia, para los que le querían en cuerpo y alma. No fue así para los que vivían apartados de él, tan ignorantes de su existencia humana como yo, de su tacto y su olor, los que tuvimos que conocerlo una vez trascendido, los que le encontramos buscándolo en sus palabras, los que vinimos a dar con su alma por el contenido de sus libros, a reconocerlo por la calidad de su voz poética, por su honradez y su genialidad para después agradecerle que nos bajara la claridad del cielo. 

     Claudio Rodríguez fue elegido Académico de la RAE el 17 de diciembre de 1987 y sucedió a Gerardo Diego. Tomó posesión de su sillón (Letra I) el 29 de marzo de 1992. Lo hizo con el discurso titulado Poesía como participación: hacia Miguel Hernández. Le respondió, en nombre de la corporación, Carlos Bousoño Prieto. -Aquel discurso lo encargué en RNE y me lo enviaron a casa en una cinta de casette, soporte extinto, a cambio de cinco mil y pico de pesetas. Meses más tarde se instalaría el euro como moneda nacional-. Bousoño se encargaría, siete años después, de su Necrológica en la que concluye con estas palabras:
(...) cuantas veces he terminado la lectura de su obra, una sensación de bienestar inundó mi corazón: un alma benébola y limpia me acompañaba, como para siempre, desde las páginas de un libro.

  Entre los títulos de su bibliografía destacan Conjuros (1958), Alianza y condena (1966), Claudio Rodríguez. Poesía 1953-66 (1971), El vuelo de la celebración (1976), Casi una leyenda (1991), Desde mis poemas (1983). Fernando Yubero y Rafael Morales explican en el DBE que Claudio Rodríguez ultimaba un nuevo libro con el título provisional de Aventura cuando falleció. Su obra poética ha sido reconocida con numerosos galardones y distinciones, entre ellos el Premio de la Crítica (1966), el Premio Nacional de Poesía (1983), el Premio de las Letras de Castilla y León (1986), el primer Premio El Crítico (1991) y el II Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. El 28 de mayo de 1993 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras «por su iluminación de la realidad cotidiana y su adhesión a ella con hondura simbólica, por su relevancia en el grupo poético de los años cincuenta y ante la joven poesía española actual». En 1988 fue nombrado hijo predilecto de Zamora. (RAE). 


    Gracias, Claudio. Gracias, Quini, Juan Miguel, Ángel, Blanca. (A Blanca por haberme llevado al Convento del Zarzoso pero eso lo contaré otro día). Gracias, Río Tormes, Lazarillo, Celestina, Calisto, Melibea... Gracias, Río Duero... yo sí me detuve a oír tu eterna estrofa de agua. 

* En 2016 cerró la Librería Cervantes, después de casi 80 años de actividad. Germán Sánchez Almeida vino desde Peñaranda a comprar una pequeña librería en la Calle Azafranal que llegó a ser la más surtida y acreditada de Salamanca. En 2001 me llevé de sus estanterías todo lo que tenían de Claudio Rodríguez. Todo. 

    Desde El Garitón, a finales de un enero que dura demasiado, bajo un cielo color celeste, agrisado y luminoso, con el alma podada como viña o rosal, Mariví Verdú.

Foto de Claudio Rodríguez: Archivo Fundación Juan March

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