domingo, 14 de noviembre de 2021

QUEDAN MUCHAS FLORES POR NACER TODAVÍA, por Mariví Verdú

Ayer, sábado trece y extrañamente caluroso para estar a mediados de noviembre, me pareció uno de esos días especiales que te regala la vida y que aceptas preguntándote qué he hecho yo para merecer tanto... Sí, vino la luz llenándome las manos de cristalitos azules y romos, los oídos de canto de pájaros y colmándome el resto de sentidos de delicias varias, de risas y ternuras. El viernes por la tarde ya empezó la mañana de sol y todo cobró sentido con la preciosa sonrisa de mi Emma que solo tiene tres años; ayer, por la más vieja de mi familia: mi prima Julia que con sus ochenta y siete años sigue siendo divertida, intrépida y exultantemente guapa y alegre.  

Había hecho planes con ella para el domingo pero la cosa se anticipó y, sin rumbo fijo, salimos a quitarnos años de en medio.  Después de dar una vuelta turística por Málaga, desde el Paseo del Limonar hasta la carretera del Colmenar, de parar para retratar estas incógnitas que dibujaban los aviones en el cielo -foto que ilustra la crónica- y de reírnos como colegialas de mis despistes y de nuestros propios errores, le conté una historia familiar: la huída de mi tío Federico de un bando a otro en la guerra civil y de cómo se cayó desmayado después de tres días sin descansar, campo a través, con miedo, cruzando la provincia de Granada y la de Málaga hasta llegar a la Calle Pacífico donde vivían su tía Victoria y su novia María Teresa. Tres jornadas caminando de noche, escondiéndose de día, escaso de agua y sin comer lo tenían derrotado. Un hombre de más de un metro ochenta, débil, desnutrido, que vino a encontrarse con un tazón de puchero que le ofreció mi abuela Victoria, un caldo concentrado, recién sacado de la olla que hervía en su hornilla económica, cómo se desvaneció nada más entrarle en el estómago. Así estuvo durante otros tres días, menos mal que se había sentado en la camilla turca que mi gente tenía en un rincón de la sala, de lo contrario no hubiesen podido con él entre todas la mujeres de mi casa. Hablamos del episodio vivido por mi abuela y sus dos hijas, mi madre y mi tía María, en el cuartelillo de Falange por una falsa denuncia, fruto de los celos que a veces pueden llegar a ser motivo de odio. Este relato es un capítulo de mi libro “El poder de las cosas pequeñas” que pretendo publicar en 2022 si tengo salud y me alcanza el dinero. Julia y yo hablamos de su dilatada vida de trabajo y experiencias, mientras subíamos uno de los parajes que más amo de mi provincia: los Montes de Málaga, no en vano mi sangre llega desde el Lagar de Jotrón por la parte de mi abuelo materno, mi abuelo José. La verdad es que todo me gusta por allí, parar siempre en la perdida Venta El Mirador y recordar con inmenso cariño a María Gaspar Postigo, pero pasar la Fuente de la Reina es mi delirio. Como era natural, fuimos a parar al Puerto del León, a 900 metros sobre el nivel del mar, y a la venta que ostenta el nombre del puerto y que es una de las mejores del mundo. Allí están Paco y Victoria, sus hijos Paco y Jorge, sus nueras y sus nietos -bienvenido, Miguel, precioso el Benjamín- un nuevo miembro de la Familia Chinchilla, tan querida. 


Bajamos con un dulzor de flan de chirimoyas en la boca y disfrutando cada curva del camino de vuelta, el paisaje no estaba nítido pero a pesar de la brumilla a Málaga no le falta de nada, sigue en su sitio, siempre nueva como diría hace años -en mi parte de alimón- en “Azogues Malagueños”: "Las luces que desprendes son las mismas, las del génesis claro, día primero." Las demás cosas que pasaron y que omito no tienen poesía.

Al despedir la tarde, mi amigo Juani Soler, tan noble como generoso, me dijo que me llegara a su finca a recoger naranjas, aguacates y mandarinas de su cosecha. Al llegar, un besito de su nieto deja en mi rostro su ternura y su inocencia y me siento feliz. En un hogar tan familiar nadie puede sentirse desdichado. Su hermana Mari Carmen, que se alegra de mi vuelta al ruedo, me pide que escriba cosas más alegres, que no esté triste. Pues no estoy triste, Mari Carmen, estoy viva y la vida es alegre y triste a partes iguales, lo que me pasa es que la balanza a veces se descompensa y no puedo decir lo que no siento. Mira por dónde, hoy todo se ha puesto a mi favor y la balanza marca la flor de la alegría. Hoy va por tí, Mari Carmen, y por mi hijo Pedro, mi Cristina y mi Dani que pasaron un día maravilloso en Aldeanueva de Barbarroya -a casi quinientos kilómetros-. Va por Julia y por Emma. Y por Miguel Chinchilla.

Hay mucho que vivir todavía, muchos cristalitos pulidos que recoger del rebalaje y quedan muchas flores por nacer, en El Garitón y en las hojas de mis libros inéditos, encapullados, locos por estallar.

Con los ojos niños, Mariví Verdú


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