miércoles, 12 de abril de 2023

VARIACIONES SOBRE EL AMANECER. PRESAGIO PLATÓNICO, por Mariví Verdú

Aunque viví mi infancia a la orden de varios lemas cristianos que han marcado mi conducta como a fuego y no me quito de la piel ni con lejía, aunque crecí en un mundo lleno de miedos y tabúes, aquí estoy, viva y hablando de lo que me importa. A pesar de pertenecer a una generación que educaron llena de prejuicios en un ambiente intolerante, impositor y oscuro donde teníamos que aceptar las cosas sin entenderlas, donde el castigo y el premio era las dos únicas metas que se podían conseguir, aquí sigo. No sé cómo ha sobrevivido mi salud mental a la disyuntiva bien-mal, premio-castigo, cielo-infierno si encima le añadían la palabra eterno. Era la eternidad la que nos infligía el miedo. Un miedo absoluto, una clase de miedo que no quedaba otra que asumirlo, soportarlo, tragárselo...¿Os acordáis de la Quina Santa Catalina?...pues eso. Por entonces nadie nos enseñaba a reflexionar, a mirarnos con una mirada piadosa e introspectiva, vernos a nosotros mismos como lo que somos; nadie nos enseño siquiera a querernos un poquito, a mirarnos con dignidad de dioses, con admiración de milagro, con conciencia de ser y con humildad de iguales: con una espiritualidad limpia y clara como el agua. Nos olvidábamos de la parte presente pensando en todo lejano y dejábamos atrás la importancia del día a día por la recompensa de un cielo eterno donde disfrutaríamos de la felicidad mientras consumíamos nuestra infeliz vida confiando en lo que habría más allá.

Desde siempre supe que tenía un alma. Desde muy pequeña supe que había una parte espiritual dentro de mí que era un regalo, una distinción, un rasgo que me daba y me exigía a la par, que me condicionaba a ser persona, a pensar, a distinguir, a reflexionar, a sacar de mí todas las cualidades otorgadas, a darles forma e identidad, a multiplicarlas y a compartirlas como obligación moral, como responsabilidad de quien tiene y debe repartir con quien no tiene. O no usa. Sabía también que era un estigma que me acompañaría de por vida y hasta el viaje de regreso. Desde muy pequeña me cuestioné cosas cruciales que en mis tiempos llamaban virtudes cardinales pero que eran más antiguas que el mismo cristianismo. No conocía a Platón todavía ni sabía que a ese sabio le pasó lo mismo hace veinticinco siglos. A Platón, seguidor de Sócrates y maestro de Aristóteles...cualquier cosa era Platón. Por fortuna para todos, él supo darle forma a su pensamiento dando prioridad a la justicia, virtud sin la cual no podrían entenderse las demás: prudencia, fortaleza y templanza.


Yo llegué a todo esto de una forma muy particular, a base de darle vueltas a mi cabeza niña y siempre adolescente, de pensar en las virtudes que la religión me imponía, de sus denominaciones y de la forma en que nos las infundían. Sin embargo, fue a través de la injusticia, o sea, fue la falta de justicia la que me hizo recapacitar y darle vueltas al resto de virtudes. No podía entender ninguna otra sin ese principio de justicia bien asumido y era difícil hacerlo ante dictaduras mentales y físicas, ante tanta masculinidad hegemónica, ante los paternalismos absolutistas y castrantes de mi época que no daban pie más que a callar y a obedecer. No pude asumir un rol que nunca me pareció justo y que nunca fue ni será mío. Entonces me convertí en librepensadora  y mandé a tomar viento a la Farola la injusta dicotomía machismo -feminismo, dando paso a un nuevo  género más libre que los existentes: el humano.

Desde joven pensé y supe que era libre, libre en mi pensamiento, libre en mi voluntad de decisión y responsable de cuanto decidiera. Aunque mis actos estuvieran sujetos a las normas sociales, mi entendimiento me decía que hay otra forma de vivir, de acuerdo con la naturaleza, donde sobran fuerzas armadas, cárceles y dirigentes. Nadie se echa mierda en su puerta y, si todos lo hiciéramos así, la ciudad estaría limpia. Bastaría con salir a barrer nuestro trozo o, mejor aún, sería suficiente con no ensuciarlo. Las normas que dicta vivir en comunidad las acepté siempre porque nos hacen más fácil el entendimiento de la sociedad. Pero las normas particulares hacen que seamos nosotros mismos, nos caracterizan. Las exigencias y los compromisos nos hacen ser quienes somos.  En mi caso, nadie me dijo nunca cuándo debía levantarme. No necesité un despertador en mi vida. Hoy nadie me exige que madrugue, nadie me observa pero yo sé lo que quiero y cómo lo quiero. Necesito un día con muchas horas, ver amanecer y atardecer, un día donde quepa mi vida.

Mañana o pasado me plantearé reflexionar de las otras virtudes. Tal vez empiece por la fortaleza, esa que tiene que ver con cómo gobernar nuestras emociones, la que “implica una firmeza de ánimo para afrontar y rechazar los peligros”... Ya veré. Todo es posible.

Desde El Garitón, asumiendo los años con una entereza que me asombra, Mariví Verdú

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