martes, 7 de noviembre de 2023

ONCE AÑOS CON VICTORIA, MI ABUELA, por Mariví Verdú

Mi abuela Victoria, con la conviví once años de mi vida y la marcó para siempre, era sabia, bajita de estatura, buena en toda la extensión de la palabra y tenía el don de la paciencia. Entre sus quehaceres preferidos estaban leer, contar historias y hacer croché. Las labores salían de sus manos limpísimas, no había más que almidonar y planchar para que parecieran que no habían tocado manos sobre ellas.  Y es que Victoria tenía la piel de cristal de tanto haberle dado al pulpejo, de lavar ropa y refregar con jabón casero -que tenía más cáustica que aceite-. Sus manos tenían un leve toque celeste de tanta ceniza y azulete que habían soportado y y se marcaban sus venas algo violáceas a fuerza de las penas que habían aguantado para que no les estallaran.  A veces daba una cabezada en la que el ganchillo resbalaba por su delantal de cuadritos grises. Unas veces caía al suelo rodando levemente y con un sonido casi imperceptible apagado por la ropa y otras se quedaba posado en el regazo, sobre sus rodillas minadas por la artrosis, dolencia que le impedía caminar con normalidad. Aun conservo su sillita baja, de madera, con asiento de anea, mudo testigo de tantas horas nuestras. Victoria, a la que le costaba incorporarse después de sus largos ratos de labor sentada, nunca lograba erguirse del todo porque su columna no se salvaba tampoco de la artritis y le costaba un rato ponerse a caminar. Cuando lo hacía, dando pasitos cortos y acompasados, miraba muy bien siempre donde ponía sus doloridos pies. Una mota de arena que pisara le resultaba un martirio chino. Siempre la conocí así, con sus dedos liaditos en tela finísima para que no le rozara la lona de la zapatilla sus nudillos salidos, sus deformadas falanges. Eran visibles todos sus huesecillos. Por eso siempre la conocí con sus pies calzados en aquellos angelitos negros, zapatillas de una badanita aterciopelada que eran amoldables a sus sufridos pies. Los llamados angelitos negros los compraba en calle San Juan, frente a la tienda de tejidos del mismo nombre, en la plaza de la Iglesia: Calzados Hinojosa. Este año cerró ya sus puertas definitivamente. Era una zapatería-alpargatería de mucho prestigio en Málaga. Más tarde compraba mi madre y luego yo. Hasta mi nieto tiene zapatillas de allí, por tanto han pasado cinco generaciones de mi familia por aquel mostrador largo de madera, atendido correctamente por dos hermanos que han envejecido con la ciudad eterna. De siempre me gustó ir por aquella calle, tan antigua y tan típica, rebosante de historia. Allí está también el taller Gravura, un lugar donde anida y florece el arte. Y la tetería de mi amiga Rosa...tan exquisita. Pero ya no podré comprar nunca más unas zapatillas en Hinojosa, aunque aún puedo ir a comprar lanillas a Cinco Bolas...

Y vuelvo de nuevo a las labores y con ellas a mi abuela Victoria: ¡Cuánto tiempo invertido en aquellas maravillosas tareas, pañitos, encajes y colchas...! ¡Cuántos pensamientos habrían pasado en esas horas por su frente! Y cuánta sangre circularía por sus manos, adormecidas al movimiento mecánico artístico de sus dedos en perfecta armonía con el hilo y la aguja. Yo estaba casi siempre allí, a su lado, para aprender, para soñar y para recogerle la aguja. Unas veces despierta y otras dormida pero ella siempre allí, conmigo, como un ángel de la guarda.

Y cada vez que marcaba el reloj de péndulo una hora, desde el amanecer hasta la noche, rezaba un rezo tan hermoso de agradecimiento que yo no podía por menos que escribirlo cuando le dediqué la novela “Hijos de la vid” basada en su vida (la oración está en la página 192), una vida abundante en sucesos y aventuras. Una vida que influyó en la mía y la marcó para siempre. Y como no me dio tiempo de anotar sus oraciones -creí que mi abuela viviría para siempre- tuve que echar mano de mi memoria y suplir con la imaginación:

Ha dado la una: gracias por el sol, gracias por la luna.
Han dado las dos: a Dios le doy gracias por lo que me dio.
Ya dieron las tres: gracias por mis ojos, mis manos, mis pies.
Han dado las cuatro, gracias por las viñas que nos dan trabajo.
Cinco campanadas: gracias por la tarde, por la madrugada.
Seis horas seguidas bendigo al que quiso traerme a la vida.
Siete horitas dieron dándole las gracias al Dios verdadero.
Ocho horitas ya, el sol que se viene por el que se va.
Nueve horitas, nueve, con Dios me levanto, contigo me acueste.
Ya dieron las diez, los diez mandamientos siempre cumpliré.
Once rezos hice, doce horas al día mi amor te bendice.
Doce campanadas: Dios está en los cielos y en las almohadas.

Desde El Garitón con un sol digno de abril, Mariví Verdú

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