

Cuando comencé a frecuentar este pueblo, Alhaurín y yo éramos más que adolescentes, éramos puros, y aunque carecíamos de muchas cosas que hoy, en plena madurez, hemos adquirido, no nos hemos dejado arrebatar todavía la adolescencia, ni la pureza, es nuestra idiosincrasia. Ambos hemos superado faltas de gente que nos querían y a quienes queríamos, hemos sufrido desencantos y dolores, transformaciones de todo tipo, pero también hemos tenido los brazos abiertos a cuanta persona de buena fe haya querido instalarse (en su suelo o en mi corazón).

Cuando decidí que Alhaurín de la Torre sería la residencia definitiva para el reposo de mi alma, un refugio para los débiles años que se avecinan, vivía mi madre aún. Ella quería volver a su casa y yo tenía que huir de la mía, un noveno piso, un amplio y soleado trozo de aire que habité con mis hijos, muy cerca del cielo, durante veintiséis años, hasta que una primavera fría mi hijo mayor decidió irse y dejarnos aquí, más solos que la una y con los corazones encogidos. El de mi madre, definitivamente, y el nuestro, sin palabras. Fue entonces cuando el monte alhaurino se me abrió como si hubiese pronunciado la palabra Sésamo y el deseo de mi padre de que no pasara a manos extrañas se cumplió. Volvimos al hogar paterno, a soñar en la baranda, a subir y bajar cuestas sagradas para curtir mi sombra, a la que admiro por seguirme todavía.
A veces siento cómo ellos, que están vivos en mí, en mi recuerdo, también los están en el campo, en los árboles, en las flores., en las mariposillas.. Y en las nubes, buscando figuras, jugando, como solía hacer en mi niñez con mi madre y mi hermana a la puerta de los viejos portales…Este verano están todos mis muertos mucho más que presentes. Porque quiero, porque sus compañías son tan importantes para mí como la de los vivos, a veces más, tanto que estoy recuperando, de unas viejas cintas de casetes, el metal inconfundible de cada uno: la voz. Y les oigo en viejas conversaciones, intrascendentes, como si nada pasara, y escucho cantar a mi tío Gabriel con su sabiduría flamenca, tan hermosa… Hay quien no quiere otra cosa más que el olvido y yo me niego a él como me sigo negando a la injusticia.

Todos los recuerdos, hasta los amargos, se van dulcificando con el paso del tiempo. Los bellos son de almíbar. Por eso me gusta recordar. Aunque sé que estoy aquí, que vivo en el presente, cuido de los recuerdos como de un tesoro, el incalculable tesoro que han dejado brillando en mi memoria. Deambular por el tiempo sin miedo es un verdadero gozo. Pensar en sus olores y tactos, en sus risas y en sus lágrimas, en sus besos y abrazos, brindarles el día, el sol y el agua que me bebo, es todo un acto solemne de fe y de esperanza.

Porque cuando el ser humano vive y deja vivir, cuando se siente libre y protegido, cuando hecha raíces en un sitio adonde no se ha perdido la bendita costumbre de darse los buenos días, entonces ocurre el milagro. Y ya no significa esfuerzo alguno el mantener al pueblo bello ni el sonreír al prójimo, todo lo contrario, es fácil y además se hace gustosamente. Hay que reconocer que ha habido una buena labor de gestión pero también una impresionante colaboración ciudadana para conseguir lo que hoy disfrutamos. Vivir en Alhaurín de la Torre, pasear por sus calles, acceder a sus paseos y jardines, a las instalaciones y servicios públicos, es una alegría y un placer. Sólo hay que mirar y ver lo que no se puede esconder: tenemos uno de los mejores pueblos del mundo. Es tan evidente como que estamos en la última semana de Julio y el calor tiene a la luna hecha un gajito de naranja inalcanzable.
Y es por todo eso y por muchas más cosas que me gusta mi pueblo. Porque hay una agradable y tranquila convivencia y porque puedo disfrutar de la soledad y escribir subvencionada por la incalculable fortuna del silencio.
Desde los pinos, pensando si realmente merecemos tanta belleza y entristecida por no poderla llevar a los ojos más desafortunados, disfrutando del poema que ha dedicado a mi casa la amiga Pilar Bugella, poeta y madre donde las haya, compartiéndolo con todos ustedes, Mariví Verdú.
EL GARITÓN
Vibra el campo en un concierto
de chicharras y de cucos,
el tiempo pasa muy lento,
cierra llagas y abre surcos.
cada línea del paisaje,
cada flor se mece toda
Sube tierra al alto cielo,
son dragones recostados
los montes formando cerco
frente a la casa y el llano.
Y es su abrazo milenario
la delicia de este valle
En el agua de la fuente
se solazan las palomas,
la hiedra viste los muros,
llueve el jazmín: flor y aroma.
cepas de pámpanos verdes
con uvas de dulce jugo;
¿Quién da más?... y hay más no dicho
tras el balcón y los arcos:
el gris verde del olivo,
A modo de biografía y poema de Pilar Bugella