jueves, 26 de febrero de 2009

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE. SÓLO EL QUE AMA TIENE DERECHO A CASTIGAR. Sir Rabindranath Tagore.

A veces, algunas veces, el cantor tiene razón….

El artículo anterior lo comencé con una falta garrafal ¡Ay, si viviera mi maestro! Qué tirón de orejas me daría. Le importaba tres pitos a D. Federico que me hubiera hecho mayor, siempre fui su alumna. Y, además, una de sus preferidas, lo sé. Más de una vez estuvimos juntos de mayores. Recuerdo una grata comida en la Venta que hay a los pies del Torcal… Luego, cuando iba camino de volver a ser niño, me llegué muchas veces a visitarle en la residencia donde pasó sus últimas fechas. Don Federico Díaz Cívico era jefe de estudios del Colegio San Pedro y San Rafael, padre de mi gran amigo el pintor Díaz Oliva, que también fuera profesor en aquel colegio dirigido por D. Antonio Mandly, padre del hoy afamado profesor de la Universidad de Sevilla, antropólogo, escritor de libros básicos, que con orgullo lleva el mismo nombre de su padre, Antonio Mandly. D. Federico era un maestro de los de antes, de los que, si te descantillabas, te metía un palmetazo. Pero yo le adoré hasta última hora. Aún hoy le recuerdo con mucho afecto. En el Colegio San Pedro y San Rafael, con él y con otros grandes maestros que por allí pasaron, aprendí cosas que nunca olvidaré, en particular lo aprendido con dos de mis maestros, el de Literatura y el de Matemáticas, que los dos se llamaban José María. Y dábamos solfeo en el piano de Doña Laura. Una gozada. Y había libertad religiosa. Allí hice el Bachiller por libre, y por libre sigo.

Aquel colegio tenía un patio grande donde nos solazábamos en los recreos, donde cantábamos a la hora de entrar aquellas coplas, himnos o marchas que, más allá de la letra, con la frente levantada, iban buscando ideales y tenían una música que ayudaba a poner en marcha a los pajarillos de la Plaza de San Francisco. Hoy es la sede de la Hermandad de La Paloma…cosas de la vida. Mis maestros, los que por desgracia ya no puedo abrazar, sé dónde están, los otros hace ya veinte años que les perdí la pista. Una pena, síntoma de que somos tan viejos ellos que yo.

Recuerdo en una de mis visitas a D. Federico que le llevé el desgraciado manuscrito de mi libro “De Dios y de su falta” para que mi maestro le echara un ojo, a ver si conseguía su visto bueno. Se lo dejé allí un par de semanas y cuando regresé el domingo a la esperada visita –recuerdo que era una residencia en el Puerto de la Torre- me llevé la sorpresa de que su primera sonrisa fue seguida de un tirón de orejas, grande, como los de antes, porque tenía una falta ortográfica de las gordas (las tildes eran faltas gordas para él, así que gravísima hubiera sido mi H), una falta que de aquí en adelante no tendréis ninguno de los que hagan caso a las palabras de D. Federico. Dijo así mientras retorcía mi oreja con pendiente incluido: Solo sólo lleva acento cuando se puede cambiar por solamente; solo, de soledad, no lleva ni acento. Yo nunca lo he olvidado.

Pues eso, que los maestros de antes dan lecciones hasta después de muertos. Eran geniales, la mayoría. Eran vocacionales, creaban lazos de por vida con el alumno y un respeto mutuo que no se interrumpía por castigos ni por enderezar conductas, más bien lo contrario, se consolidaba el afecto porque, según decía Tagore: Sólo el que ama tiene derecho a castigar.

Con los alhelíes impregnando el ambiente de dulzura, con mis maestros en la memoria, y, a veces, muchas veces, con faltas de todo tipo, Mariví Verdú

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