viernes, 16 de mayo de 2008

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE RECUERDA HOY LA FINCA SAN ISIDRO


15 de Mayo de 2008, San Isidro, día del Patrón.

 En el día de su patrón, a la FINCA DE SAN ISIDRO.
Hace muchos años, más de cincuenta, mi corazón, chico aún pero entero, latía libre y más cerca afectivamente de las riveras del Guadalhorce que de las del Guadalmedina. Estaba dentro de mi pecho, ya dispuesto al sacrificio, y volaba por los Portales de Gómez, por aquella hilera de casas que se hacían simétricas por un portón situado en el centro, por un carril que llevaba a la casa de un tal Rogelio Oliva “El señorito” y de su hermano Miguel. A este último es al que mi padre odiaba por haberse tenido que poner -por única vez en su vida- de rodillas para suplicarle que no nos echaran de allí, de aquellos corrales que con sus manos convirtió en una vivienda digna. Mi padre, que había cambiando la vieja tranca por una humilde cerradura, hizo de ellos un plácido y agradable lugar: mi casa, mi hogar.

Gracias al tesón de los vecinos, la fachada de aquellas casas estuvieron siempre muy bien encaladas. Estas tenían un zócalo de un metro aproximadamente, pintado con una mezcla de aceite de linaza y polvos grises que perfilaban a mano y remataban en su base con un rodapiés de más de un palmo de alto de alquitrán. Mi casa era la número 62 y era a lo estrecho. A ella se accedía bajando un escalón y, por el pasillo, entre aspidistras y aureolas, se llegaba hasta el patio. A la izquierda del corredor, dos puertas que daban paso a los dos únicos dormitorios: el de mis padres y sus dos hijas, que tenía ventana hacia el mar y la Haza Honda. El otro era de la abuela y del tío soltero y tenía una pequeña ventana alta que daba al patio. Entre las dos salas, enfrente, la alacena. En el patio se albergaban cocina, lavadero, mesa comedor, hornilla de petróleo, baño de cinc, lebrillos, tabla de lavar, la orza, un aparador y poco más. Como decoración, coleos y helechos. Teníamos también un perro que recogimos porque, desde un 18 de Julio, cuando era fiesta nacional y se iba la gente a pasar el día al río, anduvo perdido hasta que dio con nosotros.

La casa había tenido una historia anterior, la de unos emigrantes, una historia que rubricó Joaquín González sobre el Pórtland rojo de la rústica solería, al pie de la alacena, con una inscripción cuando aún estaba el cemento fresco que decía: Joaquín y Loli. Este hombre era amigo de correrías del Lili, que así apodaban a Antonio Molina, el cantaor, y jugaba de chavea en el Club de Fútbol Vista Franca. Joaquín fue el que arrastró de mi tío Gabriel hacia la Argentina y éste, a su vez, de mis otros tíos, María y Federico. Mientras tanto y hasta la vuelta, dejó a mis padres aquel portal. En un tris estuvimos de irnos todos, papeles tengo que lo acreditan, pero no sé si fue mi madre o fue mi abuela la que le costaba arrancar de esta tierra suya y no nos fuimos. Puede que por entonces nadie pensara que en este portal se forjaría un alma tocada por la triste vara, aunque milagrosa, de la poesía. Joaquín me presentó años después a mi padrino en este trágico menester, al insigne Manuel Benítez Carrasco.

Las gentes que habitaban mis dignos portales eran humildes e importantes. Maruja era una mujer especial y tenía un óleo que la representaba, a gran tamaño, en su pasillo. Algo impensable en la formación y, más aún, en la economía media de nuestros vecinos. Maruja no salía a la calle y me mandaba a por el pan -no sé por qué me elegiría- y me daba propina. Maruja tenía una grandísima historia... A ambos lados de mi casa vivían, tirando para Málaga, María “La Gorda” y María Cantero, con sus respectivas familias, compartiendo casa con derecho a cocina; tirando para Cádiz, Antonio y Antonia Medina, viejos ya, a los que los diablillos poníamos la casa del revés a la hora de la siesta. Los niños jugábamos en mitad de la carretera de Cádiz, por lo que podemos suponer el cambio experimentado en ella durante éste medio siglo. Por entonces también era distinto el tiempo, las tardes eran largas en verano y lluviosas en invierno, había entretiempo, rebecas, olor a chilindro y llamanovios.

A la guardesa de la finca de Don Rogelio la llamaban Ana “La Matona”, una buena mujer que mandaba las cartas a su hijo emigrante sellás y santificás. Vivía en la casa del portón, la que daba paso al carril que acababa en una mansión a la que nunca me dio por visitar. Ni me arrimaba a ella. Su camino de acceso estaba flanqueado de palmeras con unos dátiles dulcísimos que los niños, escondiéndonos del señorito, robábamos y  disfrutábamos dejándolos derretirse en nuestras bocas. A veces también robábamos pimientos tiernos, zanahorias o cogollos en la huerta de enfrente, en la de Vallejo. Yo era una especialista en robar cogollitos y me las arreglaba de forma que no parecían faltarle a las lechugas ya que le colocaba sus hojas muy bien puestecitas... Todo se comía tal cual, ni se enjuaga ni nada porque no había tanta mala química en el proceso de aquellos cultivos, sólo luz de sol y agua de acequia. Y allí mismo, en la huerta que era de Victoria, la mujer a la que debemos el nombre de la cerveza, había una alberca, helada siempre, sobre la que dibujaban hilos de oro y danzas de sombras las libélulas o caballitos del diablo, con sus colores bellísimos y su temblor de azogue.

El Estanco del Boa, colmado que tenía de todo, desde una barrica de arencas, hasta tabaco o pan, era el vértice de un ángulo recto entre la herrería de Carmen, en la Realenga, y los propios Portales de Gómez. El quiosco de Dolores la del policía, en la esquina opuesta, estaba situado en los Portales de Germán, adonde también se encontraba la vieja casa que fue mi primer colegio, el de Doña Consuelo, un colegio mixto al que dedico un capítulo entero de "Portales de mi infancia". El quiosco hacía esquina con aquella hilera de portales y la acerilla adonde el Bar Polo o parada de los coches de Portillo, que era casi lo mismo, y allí comprábamos los barrilillos de pipas y altramuces toda la chiquillería. Enfrente, en el llano, mi madre ponía las cañas para alzar el cordel donde tendía la ropa. De allí se llevaron su sábana de lazos…aún conservo la almohada.

La niñez es la época más bella y misteriosa de nuestra vida. Todo es nuevo, todo es tan solemne como insignificante. Las comparaciones no son lógicas en esos años niños y te emocionan cosas que con el tiempo se revalorizan o se olvidan. Sólo los que de chicos nos dio el sarampión y nos pusieron los cuartos con luz roja podemos recordar algo de la magia que envolvía la luz clara de la mañana del eterno domingo.

Lo que más me gustaba del mundo era que mis tíos Gabriel y Federico me dieran trechas, vueltas de campana entre sus brazos. Y sentirme pequeña, y volar. Y me encantaba subirme en la Lambretta de mi padre, con la seguridad que su sola presencia me inspiraba, y montarme delante, cortando el viento… Y me sobrecogía ver llover por la tela metálica que cubría el tejado del patio, aquella que servía para que las salamanquesas tomaran el sol en verano.Y me atraía el hacer la copa con mi abuela, en la calle, oliendo y meditando no sé qué sino incierto en los mágicos trazos del fuego. Y disfrutaba viendo a mi madre cuidar de sus macetas y echando la ceniza de la copa en la orza… ¡cómo blanqueaba los trapos aquella receta mágica y perfumante! Pero había algo que me gustaba sobremanera y que esperaba siempre con un deseo ferviente: que me llevaran mis tíos o mi madrina a la Finca de San Isidro. Eso era como un regalo de la vida, como un premio del destino.

Tener coche no era lo habitual por aquel entonces, más que para personas pudientes. Una moto sí, tal vez a base de economía sacrificada, pero un coche… Y mi padrino, que era el mejor campesino que he conocido, era también terrateniente y podía. Tenían uno que habían comprado sus hijos en Madrid, aprovechando aquel viaje a Tudela, cuando fueron a por la semilla de las alcachofas. Se fueron en tren y se volvieron desde Madrid con un Standard, así que me llevaban en ese precioso coche, con su muñequito de muelle que se movía mucho, camino de San Isidro, mientras el paisaje se  metía por mis ojos, impresionables y puros, cuando dejaba atrás las huertas hacia Los Guindos, los verdaderos, con sus hilera de casas con arcos y ventanales redondos pintados de azul cobalto, y alcanzábamos el Fielato y empezaba a oler a dulce caña, a melaza pura, cerca del río, en la Azucarera. Íbamos siguiendo paralelamente la ruta del mar, pasando por delante de vaquerías, dejando atrás restos de industrias y chimeneas, y muchas huertas. Una vez cruzando el Guadalhorce, hasta llegar al carril de San Isidro, a la derecha, había una chispa. Casi enfrente de San Julián, el camino tenía un kilómetro justo y venía a desembocar, en sentido inverso y paralelamente al río, en una cortijada blanca levantada sobre un llano, adonde la niña que me habita subía los escalones de la casa familiar con una alegría inusual y con los ojos abiertos como rastro.

Mi padrino era un verdadero patriarca y merendar en su mesa era un placer. Mis primos Manolo y Federico llegaban con los cubos de leche, espumosa por recién ordeñada, con cinco dedos de nata, y aquel café me sabía a gloria. Padrino cortaba pan y me decía: ¡niña, come! Su voz y su amplia sonrisa se correspondían con su corazón. El mayor aliciente del viaje, sin contar la hora de la mesa plena de varones hermosos, era que me subiera con él en la carreta. Y escuchar el crujir de las ruedas de madera sobre el camino, sentir el paso acompasado de los bueyes, observar la coyunda y mirar la mansedumbre de tan grandes y respetables animales. Otros estímulos eran ir a coger habas o cortar alcachofas llenas de rocío; ir a los grandes nogales, allá por Monte –adonde hoy están los aviones, porque aquellas tierras le fueron expropiadas a mi padrino en tiempos de Franco para hacer en ellas el aeropuerto malagueño-. Y el encanto del regreso era, para mi padrino, haber revisado el riego de sus campos, para mí, haber experimentado en mi cara el beso del aire, en mis oídos el del silencio y en mi corazón el de la libertad. Me encantaba asistir al colegio de Don Pedro e ir de merienda con los niños a los llanos abiertos; dormir con la inmensidad de un cielo estrellado sobre mi cabeza; oír los gallos cantar las mañanas…

Pasar al Patio Adentro, por la pared que lindaba la casa de Mariquita y Baldomero, era ir lejos. Cruzar el arco, más lejos aún. Por eso, cuando despertaba en la casa del patio atrás, me sentía extraordinariamente lejos. Y me gustaba meterme en el almacenillo, adonde se dejaba secar el maíz para el grano, porque olía a las sayas de la mazorca, a las marañas de panocha, a los aperos de labranza, a jaeces y atalajes, a papas, a cosas buenas. En aquel almacén se podían correr caballos. Allí había de todo, una romana, maquinarias muy rudimentales, picadora de carne y avios para la matanza… olía a vida escondida entre la arpillera de los sacos. Ir con mi madrina al gallinero y sorprenderme con la puesta de huevos era una clase práctica de biología; observar los ojos grandes y piadosos de las vacas, oler a becerrillos, verles rumiar y ahocicar y abandonarse al destino, una clase teórico-práctica de filosofía.
Y es en la niñez donde todo se fragua, donde la luz parece más grande que la nada, pero el tiempo, que pasa y no conoce a nadie, nos deja a la inclemencia de nuestro devenir. Hoy ya nada es igual. No queda una casa en pie. Las almas sí, algunas, a base de recuerdos. Y los que sobreviven a todo este desastre, mansos como corderos, callan. Los portales de mi infancia hace mucho tiempo que desaparecieron y no quedan más que sus viejas palmeras y una mujer que escribe para hacerles justicia. Pero aquellos pavimentos de hermosos dibujos en las casas de los altos techos, las terrazas con ropa tendida y el olor a vida de la Finca de San Isidro, a toda aquella vida la han hecho desaparecer hace muy poco. Aún no han pasado a la historia. Por eso, porque en mi corazón queda un trozo infinito de ternura hacia los que me dieron la oportunidad de disfrutar y amar, de conocer ese rincón, de crearme bellos recuerdos y poderlos contar hoy, no quería dejar de pasar por alto un pasaje tan hermoso de la vida de muchos, de mi propia vida, y sí quería dejar el primer capítulo de su historia firmado con mi puño y letra. La nostalgia es una canción dedicada, un poema tierno; la nostalgia hoy se llama San Isidro.

Dedicado a mi padre, que cumpliría años mañana, a mi hermana, que mañana los cumplirá; a mi padrino, Manuel Luque Lavado, a sus hijos Maruchi y José Luque Navajas -que es mi cuñado también- y al resto de sus hermanos, en particular a la memoria de mi primo Manolo y, cómo no, a mis tíos María González y Federico Navajas con quienes viví San Isidro nocturno y emocionado porque era en su casa donde me quedaba a dormir. Desde luego, vaya para todos los que se identifiquen con estos momentos de mi infancia. Y como siempre, a mi madre y a mi hijo, que me adoraban, y a Pedro, Cristina y Dani a quienes adoro. Desde lo más hondo de mi corazón.
 
Mariví Verdú

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