jueves, 7 de enero de 2010

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE A JUAN MOREAU EN UN DÍA GRIS

El día primero del año visité, como hago cada semana, al poeta Paco Parra. Llegué bajo un sol de lujuria a la hermosa Villa de Comares, lugar escogido por el poeta para envejecer y no pudrirse antes de tiempo. Los altos aires que allí se respiran mantienen fresca su alma, mientras el cuerpo lo conserva con ayuda de uvas moscateles, miel, naranjas y un ron pálido que le acerca a Dylan Thomas por día mientras entretiene su cabeza con literatura exquisita. Muy de mañana, día dos, me conecté a Internet y visité nuestro periódico, Diario La Torre. Me quedé de piedra con la noticia de la muerte del poeta Juan Moreau. No pude entender nada en ese momento. Y, además, tenía que decírselo a Paco, a su amigo Parra, que vive más solo que la una y ya va teniendo muchos años encima. Tuve esa sensación que me visita décimas de segundo, algo así como un escalofrío, un misterioso pensamiento que conlleva cierta inclinación a la soledad más precisa e insalvable, la soledad del poeta que, como dijera Ernest Hemingway, es la más parecida a la del suicida -a veces confundidas una y otra-. Va siendo habitual en mí desde hace unos años. Procuro que dure poco. A pesar de no querer sentir ese arrebato de locura, tiendo a entender al poeta que se nos ha ido, como tantos otros, muerto por decisión propia. Y un vuelco grande me da el corazón. Juan se ha tragado sus palabras futuras y para siempre. Ha puesto punto final a su obra. Tremendo. Qué sensación de angustia.

Mariano José de Larra, Cesare Pavese, Alfonsina Storni, Horacio Quiroga… El suicidio sólo se puede comprender desde la soledad más sola, desde la imposibilidad de ver la alegría en este mundo, no pudiéndose apartar del dolor más hondo, del más propio. Y, lo que es peor para el poeta, por no poder encontrar a la poesía, habiéndola rozado tantas veces, habiendo convivido con ella tantos años, teniéndola cogida de la mano. Aunque Juan tenía voz propia y muy buenos sentimientos, puede que todo esto fuera la urdimbre de la venda que se puso en sus ojos, la fibra opaca de la cuerda maldita. Nadie lo sabe. Sólo sabemos que sus poemas están entre nosotros y Juan se ha quedado eternizado en palabras. La muerte es la duda de los vivos, la meta de la vida, la incógnita más grave, más precisa y segura, el desenlace final de nuestra tragicomedia. En él tal vez sea su descanso.

Dios promete un cielo. Sea Dios tan verdad como su promesa y Juan Moreau pueda en él crear su obra definitiva. Amén.

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