jueves, 23 de diciembre de 2010

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE. TIEMPO DE LLUVIA

Anoche, entre las dos copichuelas de anís navideño, la copiosa comida y los tentempiés, las rumiadas noticias que me han sumido últimamente en un triste dolor flamenco -hablo de la muerte de tres de los grandes: Pedro Escalona, Antonio de los Reyes y Enrique Morente-, la dulcísima merienda rodeada de arte vivo y joven y el día tan largo de estrés y responsabilidades, me quedé sin fuerza alguna y no podía con mi cuerpo. A las tres y veinte, tras el primer sueño, se me quedaron los ojos como platos. Dormir hubiera sido lo justo para cobrarme mi jornal, ya que es con el sueño con lo único que encuentro beneficio a mi trabajo -amén de otras cosas del alma, pero el alma cada día importa menos a nadie llegando a ser extraños en el mundo quien dice poseer una-.

Como me dolía la cabeza, no quise ir por los avíos de matar -hablo del bloc y el boli- y puse la tele a ver si algo me distraía o me devolvía el sueño. Pasé por todos los canales hasta darle la vuelta al mando y me quedé tan avergonzada de la bazofia que se me ofrecía, un mazmarria de conjuros, comecocos y putillas que sólo me produjeron asco y vergüenza del país que habito. La verdad es que cada noche, no más tarde de las once, estoy dormida. Valiente submundo nocturno el de la televisión. ¿De dónde sale tanto tarado? ¿No sería mucho mejor una “carta de ajuste” -oh, geometría de colores, vieja cuadratura del círculo-, un hilo musical o, simple y llanamente, el silencio?

Cansada y muerta de frío, recurrí a un antiguo método que hacía tiempo que no usaba. Dejé la mente en blanco intentando concentrarme en lo que me dolía la rodilla derecha y la suerte que tenía por darme cuenta de ello. Casi llegué a ser feliz al reconocerme viva y sola. Hoy me alegro de lo ajeno que me resultó ayer el mundo. Como me resulta cada día, a pesar de ser un triste eslabón de su cadena.

Quien tiene una vida plena no tiene que recurrir a nada de fuera para encontrarse. Es todo un placer ser uno mismo, con nuestro propio dolor, con la compaña del insomnio o con la gratitud del sueño, con la seguridad de la muerte pegada al costillar pero con la preciosa certeza de la vida y el don de que ésta sea ajena a la mediocridad. Ayer el mando solo sirvió para corroborar.

La lluvia ha dejado un dulce esmerilado en los cristales. El frío, un vaho extraordinario. Mis ventanas son de tal belleza que estar encerrada tras ellas es todo un consuelo.

Desde El Garitón, gris y acuosa como la madrugada, clara y fresca como el día, con esperanza de sol, Mariví Verdú

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