
A veces, cuando el tiempo se obstina en meternos las cabras en el corral, llega un rayo de luz, un trozo gratuito del divino misterio y nos seduce. Entonces, dejando a un lado todo lo terrenal, las cosas materiales que cotidianamente me tienen entretenida, soy consciente del maravilloso espectáculo del que todos somos protagonistas, privilegiados espectadores escogidos para la contemplación. Cuesta poco dedicarle al alma cinco minutos. No mucho más dura el momento de luz.
Lo he dejado todo, la limpieza, los soliviantos que me quiebran el alma, los desencantos perpetuos, todo, y me he puesto a hacer sombras chinas. He recordado la infancia, cuando no había televisión y sabíamos hacer figuras tras un rayo de sol sobre una pared encalada o ante la luz de una simple lámpara. Representábamos a todos los animales y caras que la pericia de las manos adquirían a fuerza de insistir. Yo sólo he podido hacer tres o cuatro cosillas porque, mientras me ponía a hacer mojigangas, mi cabeza ha ido recordado mis estudios de descriptiva y me he acordado de cómo pude abatir planos y situar un punto o una recta en el espacio...jaja, lo hice con el palo de mi fregona, que si le daba cierta inclinación y lo proyectaba mentalmente, pasaría por el techo de la casa de mi vecina de abajo y entraría por la pared de mi vecina de al lado.

Seguiré escribiendo mientras llueva, mientras me llamen los poetas Encarna Lara, Paco Parra y, cuando le dejan, Pilar Bugella (a los que les dedico este brote de artículo). Aquí estaré mientras haya tiempo, mientras tenga eneros y febreros.
Desde El Garitón, dando gracias por las acelgas salvajes, Mariví Verdú
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