sábado, 1 de enero de 2011

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE. BIENVENIDA SEA LA ESPERANZA

Son las últimas horas de dos mil diez. Va declinando la tarde entre una niebla espesa y una humedad que hiela los huesos. El año acaba gris, crudo, desapacible. Los árboles tienen la corteza blanda de tanta lluvia y las piedras están recubiertas de musgo. Hay algunas rosas de diciembre, flores tardías, las últimas antes de la poda de enero, rosas heladas y jazmines escarchados. El campo rezuma agua y se respira una vaga tristeza. Mi corazón está lo mismo, como un náufrago que no hubiera querido salvarse ante tanta tragedia. Sin embargo, a pesar de chorrear tristeza por los muebles, por las paredes, por mis manos vacías, a pesar de esta soledad -tan enorme como la de un suicida-, no tengo miedo y espero el año nuevo con la sumisión del agonizante, con la incertidumbre de una parturienta. Y en un rincón perdido del jardín, me queda la esperanza.

Iré pronto a dormir para recibir 2011 con mejor cara que la que llevo puesta hoy. Pero antes voy a expresar mis buenos deseos para todos ustedes dedicándoles un soneto titulado Convento del Zarzoso, un poema que escribí muchos años atrás en una de sus celdas, en un retiro espiritual que llenó mi alma de paz y de confianza en la providencia divina.

He conocido a Dios en el Zarzoso,
un espíritu santo que tenía
mi voz y mi conciencia. Amanecía
un azul de mañana en mi reposo.

Al despertar del sueño más gozoso
que esperanza a mi alma prometía,
agradecí la noche y amé el día
y el calor del convento silencioso.

Porque el silencio es Dios, y el pan comido,
los caballos pastando, los rosales,
y el río en pedregales convertido.

Es Dios la propia encina y es el nido
del mirlo. Llorando en los zarzales
me encontré el corazón recién nacido.

Desde El Garitón, cansadísima de 2010, Mariví Verdú

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