martes, 17 de julio de 2012

DOLIENTE Y DE OCCIDENTE MÁS CERCA DEL CIELO QUE NUNCA

Llevo varios días dedicando mi tiempo a lo que me gusta, a lo que me apetece, sin obligaciones ni compromisos. Estar de vacaciones creo que es eso, no seguir con la rutina diaria y experimentar el gusto de hacer lo imprescindible o nada. La verdad es que habrá mucha gente que las necesite más que yo porque debe sentirse muy desgraciado quien trabaja en lo que no le gusta. Yo no estoy en ese grupo, me gusta lo que hago aunque me gustaría más si cobrara por ello un simple y mínimo salario, pero para mí es el trabajo que nadie quiere: el que hace por amor. Igual que el madrugar, nadie me obliga a hacerlo. Bueno, sí, me obliga la belleza: es toda una delicia ver el lucero del alba sobre la bahía malagueña -porque yo creo que es ese, el que me espera cada mañana sobre la bahía-, mientras ciudad y pueblos duermen y desprenden un halo de paz y misterio. Es todo un acto de amor el milagro de la luz.

El calor, que no deja salir a nadie del refugio de su hogar hasta bien entrada la tarde, deja sin ganas de otra cosa que el descanso y se tiene mucho tiempo para meditar y comerse la cabeza con los problemas a los que nos tiene acostumbrados esta sociedad del paripé. Uno de los más famosos paripés es fardar de vacaciones. No vale decir que se está en casita, pintando o limpiando o simplemente descansando, no. Para ser un numerito de esta sociedad hay que decir que se va una, por lo menos, a la República de las Seychelles o a las españolas y ficticias playas de Cancún, adonde nos tapan la puñetera realidad bajo un coco y una pulserita y nos ceban tras poner la venda en los ojos. Yo he visitado el mundo entero gracias a la 2 y a los amigos que tengo a lo ancho y alto. Ahora me voy a la provincia hermana de Cádiz donde seré la más feliz. Y a La Aceña, donde escribiré mi mejor poema. Voy a compartir el alma, la mesa y el mantel de los amigos de mi corazón. Ellos me ofrecen las más bellas playas y el río, los mejores manjares, el más cercano tacto y el mismo sol que tiene todo el mundo sobre el globo, que lo tienen entero para mí en una cajita, mi sol amigo, el que me da los buenos días cada mañana. Con esto soy tan feliz como lo era cuando ponía mi falda al viento, en aquellos memorables momentos de la infancia, donde mis braguitas de encaje eran más puras que el azahar.

Y es que ser feliz es darse cuenta de lo que se sufre, reir cuando te lo pide el cuerpo y tender una mano al que lo necesita. Yo, como estoy de vacaciones, se la doy a mi propio corazón que anda cojo. Y eso hago, darme la paz y como me queda tanta después de consumir, la reparto entre la gente de buena voluntad. Ser feliz es dejarse querer y tener a la vez tanta capacidad de amor que inunde al que la descubra. Y yo para ser feliz no necesito más que darme cuenta de que me puedo morir cualquier día pero no me he muerto. Y que las penas son cada día más llevaderas porque son más mías. Y que la esperanza, que tiene tan bonito nombre, es un bulo para tenernos pillados con promesas que nadie cumple, ni Dios, pero ahí está la fe. Si hay alguna esperanza verdadera se alberga en los ojos de los niños. Lo demás: paripé. O, con mucha suerte, gente que no necesite para ser feliz más que un tinto de verano en una terraza del pueblo o albergar en su casa a un niño que no puede tener vacaciones, que son los menos; o gente que sobreviva al bombardeo de las primas de riesgo y de sus correspondientes tíos y sobrinos, o sea, los más pobres, los héroes. Con lo fácil que es ser feliz. Yo lo soy porque ha cambiado el aire de terral a levante, mirad que cosa más simple me hace feliz.

Entre una ráfaga de lucidez y otra de levante, me doy cuenta de todo. De lo que más: de que late mi corazón. Porque ni la tristeza ni la felicidad existirían sin él. Ni los gratos recuerdos. Por eso dedico mis palabras al recuerdo de mi hijo Fernando que hoy hubiera cumplido 39 años. Sin corazón no podría recordarlo. Ser feliz es... tener corazón.

Desde este Garitón que hoy está más cerca del cielo que nunca, Mariví Verdú.

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