Hace
mucho tiempo que descubrí que el hombre es triste por naturaleza.
Alegrarse la vida no es otra cosa que tapujear el miedo a la muerte;
darle un vuelco al corazón para que lata al revés, por no sufrir. Pero
nadie puede huir de la vida y sus conocidos resultados. Y, a pesar de
que el natural del hombre -hablo del ser inteligente- es la tristeza,
pobre del que no consiga cantar las mañanas como los pajarillos, bañarse
en las aguas como un pez olvidado, dar gracias por el sol y por la
lluvia, y acometer la muerte como un emperador o un simple tallo de oro.
La alegría de ser hace digna a la muerte.
M. Verdú. Alhaurín de la Torre. Junio de 2010
La
amistad es difícil entre los pobres pero une el hambre compartido. Más
difícil es entre los ricos. No les importa más que seguir en la
abundancia. Ay, si pudieran pagar su juventud. Los pobres ya son viejos
de nacimiento. Y hablando de amistad, van ya 777 en facebook aunque sólo
uno ha subido andando la cuesta de mi casa para verme. Y me pregunto
por aquellos ideales de amistad que han sido la bandera de mi vida.
Entonces me sumo en un dolor antiguo que me rompe los moldes del alma,
un dolor colegial, adolescente y senil. Porque, analizando el concepto
de amistad como afecto personal, puro y desinteresado, compartido con
otra persona, que nace y se fortalece con el trato, tener amistad hoy es
tan dificil como dibujar una raya en el agua. Hay nombres mucho más
certeros para lo que llamamos amistad: afinidad, coincidencia, gusto,
relación entre gente que viaja en el mismo mundo, en el mismo tiempo,
aunque solo pocas veces roce el digno significado de la palabra. Nada
hay peor que dejar a la amistad sin su noble pedestal. Pero unas veces
lo tira abajo la envidia y otras el materialismo. La única verdad
subyaciente es la tristeza.

Sobre verdades, ni siquera el
amor es cierto. Todo oscila entre gónadas y feromonas, dependencia de
cosas que nos han sido dadas en la masa del ser, o robadas: locura
momentánea para perpetuarnos. Hay mejores designaciones para el amor:
complacencia, necesidad, pacto... Así decía Eduardo Galeano, el escritor
uruguayo, sobre el amor carnal en “La pequeña muerte”: “No nos da risa
el amor cuando llega a lo más hondo de su viaje, a lo más alto de su
vuelo: en lo más hondo, en lo más alto, nos arranca gemidos y quejidos,
voces de dolor, aunque sea jubiloso dolor, lo que pensándolo bien nada
tiene de raro, porque nacer es una alegría que duele. Pequeña muerte,
llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos
junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. Pequeña
muerte, la llaman; pero grande, muy grande ha de ser, si matándonos nos
nace.” Lo más puro de la palabra amor es el vínculo umbilical y cuando
se corta nace la palabra llanto.

Y, para seguir con verdades,
dicen que lo único cierto es la muerte. Pues ni siquiera la muerte es
totalmente verdad ni única. Queda la tristeza. Nadie se muere para
siempre ni lo hace de repente. Hay “muertes pequeñas”, como tan bien
decía el poeta Benítez Carrasco. Cada día se nos mueren ilusiones y
proyectos, árboles y pájaros, neuronas y fibras del corazón. Poquito a
poco nos vamos encaramando sobre nosotros mismos y solo nos van
importando nuestras funciones básicas -en particular las escatológicas- y
poco más. Nos vamos desprendiendo de las alas y vamos aterrizando como
podemos. Aquí dejamos un poema, allí un amor, acá un beso, allá un
recuerdo...y muchísimas lágrimas. La muerte es un punto final de muchos
puntos y aparte. Lo único puro y verdadero es la tristeza.
Y
he aquí la paradoja: aunque mis palabras resulten tristes a quienes las
lean, la tristeza es absolutamente necesaria. Es una emoción que nos
hace tomar determinaciones importantes. Con ella se realiza un balance
vital que a mí me resulta muy positivo. Hoy me sirve para escribir este
artículo, tan triste como verdadero.
A Daniel Durán Ruiz, persona
amada, con quien mantengo mis mejores conversaciones teléfonicas; a
todos los árboles que ha consumido el fuego y a los animales que su
sombra cobijaba; a Mandi Mezzo y a mi sobrina Irene Ruiz Verdú, con
rosas y jazmines, desde “El Garitón”, Mariví Verdú.