
Comenzar un escrito con este párrafo es, cuanto menos, síntoma de tristes certezas, convencimiento de lo efímero de la existencia, de lo insignificante que es todo al final del trance que significa pasar de luz a tiniebla y viceversa. Sin embargo, hay que ver lo largos que parecen los días cuando entramos en bucle con el desencanto. O aquejados de dolor. O sufriendo injusticia. No hay más que echar una ojeada al mundo para clamar al cielo o querer inventar a dios, a un nuevo dios.
Es duro darse cuenta de la locura en la que vivimos, de lo descolocadas que andan las cabezas, de lo ingratas e insaciables que somos las criaturas, de lo desentrañada que está cualquier manifestación artística, de lo extendida que anda la envidia, de lo poco que vale la palabra.
A veces, como hoy con la lluvia, con el barro corriendo por las calles y los ríos anegándolo todo, llevándose consigo hombres y árboles, me vengo abajo y hago análisis de mi vida. Lloro con fuerza y me cercioro de que existo. Lo hemos hecho tan mal que el llanto es justo y necesario. Pobre de aquel que no llore ante lo inclemente, lo sin retorno, lo de todos.

*Durante estas últimas palabras, aminoró la lluvia. He pensado en mi hijo Pedro, en la ternura de su mirada, en su llanto que es mío, en su noble corazón. Y, pensando en su corazón, he pensado en mi Cristina, en la fuerza de su verdad, en el amor que irradia. Y, pensando en el amor, he pensado en mi nieto Daniel, en lo pronto que crece, en su presente pleno, en su dulce inocencia... La paz ha inundado mi corazón. Ha entrado en mi casa el arco iris y he dejado de llorar. Ay, quién pudiera también desaprender.
Desde El Garitón mojado y florecido, Mariví Verdú
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