Un año más llegaron por correo ordinario las felicitaciones que no me faltan cada navidad -qué sea por muchos años-, las de mis amigos Benito Acosta y Evaristo Guerra. Recibir noticias de ellos dos es como confirmar nuestras vidas, reafirmar la amistad y fortalecer los recuerdos. Evaristo en su oficio de la alegría y Benito en su canción de cuna para los niños de la Amazonia son dos alas que necesito para seguir volando. Muchas gracias, amigos.
Desde que las redes sociales invadieron nuestras vidas y, haciéndonos flaco favor, nos facilitaron los botones de risa y llanto, los likes y los bloqueos, la inmediatez de la tecnología, la forma tradicional de comunicarnos cuando estábamos lejos, esa privadísima e inviolable correspondencia epistolar, las maravillosas cartas con su remite y su sello quedaron para la historia.
Es bastante complicado mantener ensartada la hebra de hilo que eche el hilván que llamamos amistad, con según qué personas, imposible. Y más difícil aún es bordar el punto de sombra, ese que nos empeñamos en llamar familia y que no tiene ni la más remota idea de quién eres pero se mantiene forzadamente aún siendo los más desconocidos. La soledad del hombre es una de las constantes universales. No sé si esto lo decía Einstein, Camus, Benedetti o lo acabo de inventar yo. Creo que he sido yo pero ya me da lo mismo.
Mientras vivió mi querido Guillermo Narbona no me faltó ni un solo año su felicitación. Otras navidades he tenido en mano la de mi amigo Rafael Alvarado así como el intercambio de villancicos con Juan Miguel González del Pino y Pilar Bugella. Cuando fui asociación las tuve hasta de los señores alcaldes y demás jerarquías; cuando fui juanbrevista las tuve preciosas, hechas por mi amigo Paco Montoro; cuando fui algo en algún sitio las tuve de directores de banco, del PTA, de pintores famosillos, de flamencos y de pelotas...Ya no queda nada más que lo pasado y todo cabe en tres ¿o cuatro? cajas que pronto daré al fuego para quitarle trabajo a mi hijo que no estará para lecturas el día que me vaya de este mundo.
Aún recuerdo cómo se llenaba de cartas por las fiestas navideñas aquel viejo buzón del portal número 25 del la Plaza del Fuerte, por aquellas fechas cuando todavía vivía con mis padres y mi corazón estaba de una pieza. Conocía la letra de mi tito Paco, de mis primas de Cieza, de La Línea, la de los amigos de la Argentina (sabía cuando escribía Joaquín o Haydeé), de los alemanes (eran amigos de mi hermana que estudiaba alemán por esa época), y hasta de los que vivían en Málaga que también nos mandaban una tarjeta preciosa, mis tíos Federico y María, mis tíos Gabriel y Virtudes, mi madrina Maruchi...y las de amor. Las de amor son un saco y dos cajitas que he de quemar también. En fin, tiempos pasados que ya no han de volver.
Hace muchos años, casi tres décadas, escribí:
Ahora
no puedo escribir más que cartas.
Hojas del pensamiento.
Sobres, lenguas... nostalgia.
Etéreas son
y van
las palabras.
Decirlo todo
sin oír ni decir nada.
Leerlo con tu voz
y mi mirada.
Cartas, vuelo blanco
de papel
con alma.
Desde este rincón soleado del monte
al que mi padre bautizó por “El Garitón”
viendo cómo se llena mi sombra de violetas
Mariví Verdú
... la esencia, la flor del tacto, la dulce liturgia de abrir lo que sellaron otras salivas, otros labios...
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