viernes, 1 de enero de 2021

AMANECE, por Mariví Verdú

Está amaneciendo. Hoy, primer día del año veintiuno del segundo milenio dC, sigue amaneciendo. Hay, sobre la bahía malagueña, algunas nubes de color gris marengo que hace solo un rato eran blancas y resplandecían sobre un azul Eastmancolor divino. Mientras me tomo un té con mucha canelita en rama, raíz de jengibre, anises estrellados y azúcar para gastar la que me quedó de emborrizar los borrachuelos, puedo ver con claridad tantas cosas que asombrarían a quienes quieren quitarle a los mayores la facultad y el don que solo la experiencia de los años otorgan. 

Como cuesta tanto trabajo hablar de poesía con alguien, ayer me sentí colmada al reanudar, por un lado, la cultísima charla con un viejo amigo, poeta, viajero inmóvil, y la grata conversación con otro querido amigo con quien había dejado sin concluir la recuperación de viejos villancicos, centenarios, que habíamos comenzado en 2004. Me sentí afortunada por ello y por tantas amistades y familiares que me transmitieron tan buenísimos deseos de salud y felicidad. Creo que alguna vez lo he dejado escrito: mi concepto de felicidad permanente significa estar viva y disfrutar los amaneceres cada día como su momento sublime, incomparable, único aunque se repita cientos y miles de veces en nuestras vidas. Con suerte, tal vez sean treinta mil. Parece mucho pero habría que llegar a cumplir ochenta y cinco años para tal hazaña. Treinta mil de cualquier otra cosa material es nada. Treinta mil amaneceres te dan para creer en Dios. 

Miro por la ventana y veo mi patio aún en sombra. Se intuye la fuente y la dama de noche delante del olivo, del almendro y de la palmera. En segundo término, una casa deshabitada, un ciprés a la derecha y una jacaranda a la izquierda. Detrás, la sierra, el Jabalcuza, las nubes marengas estampando un fondo anaranjado que, conforme escala al cenit, toma tonos amarillentos, verdosos, celestes y azules. Este momento descrito dura unos minutos y se descubre ante mis ojos la belleza del color, la profundidad de una perspectiva a la que se han hecho mis ojos y que deja a Málaga a una distancia propia para abarcarla con la mano pero no poderla tener más que con el corazón. 

Voy a salir un rato a caminar pero antes cogeré una bolsa de limones para tener provisiones, por si me irrito. El limonero se cae de tanta fruta. Su pie, cuajado de violetas y de una florida planta del dinero (Plectranthus verticillatus), puede ya vislumbrarse aunque todavía esté todo bañado en sombras malva. A la yedra le falta solo un tono para ser negra aunque relucen salpicándola hojas tan claras que dicen de ellas el vigor de sus raíces y la calidad de su savia. “Las violetas, como yo, quieren sombra. Al sol solo lo necesitan para sus juegos de luz pero su perfume es por gratitud, por pura intuición, por el mero hecho de estar vivas. Conozco a las violetas, están cerca de mi alma. Son como mi madre. De hecho son sus violetas las que cuido.” Se lo escribí ayer a mi amigo y dice que es poesía... Y será verdad si él lo dice. 

No sé si desear nada, vaya a ser que todo desaparezca. Solo quiero agradecer, agradecer mucho, todo, agradecer que sigan habiendo buenas personas, que no haya muerto la esperanza en el corazón humano y que me haya dado la vida el tiempo suficiente para dejar mi testamento por escrito: tomad mi corazón. 

Bienvenido 2021. Desde El Garitón, donde se canta la mañana, Mariví Verdú

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